Al llegar a la habitación de la casa rural, les había llamado la atención un aguamanil con su jofaina. Tocaba a una ventana, que a su vez se abría a una ladera verde, chispeada de puntitos diminutos y coloristas.
Ella durmió, tras una comida de pollo de corral con almendras garrapiñadas, mientras él hacía un bosquejo de su dormitar en carboncillo. Cuando la sintió despertar y dirigirse a la ventana, él tenía los dedos tintados de grafito, como preludiando delicias intangibles.
Le pidió que le dejara lavarla el pelo. Ella se sentó muy recta en una silla, para ir extendiendo la cabeza poco a poco, hasta que él la pudo mirar, desde atrás: esa nariz a la espera, apuntando al techo desconchado (tal vez recordando lo soñado) y quiso retener el tiempo de verla así,
sentada, con la tracción de su piel hacia la jofaina desconchada. Su cuello había adquirido una luz especial, mientras su melena colgada libre sobre la toalla blanca que le tapaba los hombros.
Encontraron la temperatura idónea, entre
risas y rechinar de cañerías, jugando con los grifos del aseo, sumando aguas y pruebas. Él fue mojando la cabellera, desde la raíz, vertiendo un hilo incansable de agua perfumada de placidez y de luz en conserva.
El silencio empezó a romperse por el repiqueteo
del agua contra la loza, que en un tímido alarde
de sinfonía, dejaba estáticas, dando un traspiés, a las manecillas de la tarde. Su pelo, el agua y
el tiempo detenido inundaban la escena de un frescor húmedo y salvaje.
Cuando él friccionó el cuero cabelludo con las yemas de sus dedos, las hilachas de jabón olían a siesta, entre ese cerrar de sus ojos, y el imperceptible ronroneo de ella.
Cuando más tarde abarcó con la toalla la mata de fuego de su anaranjada belleza, ella se giró bruscamente. Él notó entonces, la misma sensación de caminar cerca de una tahona. La descubrió como esa hogaza virgen, inundando
el cuarto con su olor a vida, por pintar, con pulso de cirujano y un alma de poeta en ciernes.
Ella sonrió a medias, mientras inundaba a horcajadas un talle
redimido de amapolas, dejando que el agua, la toalla y los relojes, se
extinguieran en un estallido de luces, ante esa ventana que daba a una pradera en flor.