lunes, 12 de diciembre de 2011

Guiso de amor.

Óleo de Modesto Trigo Trigo

Puso en adobo las promesas que se hizo a los quince, con una pizca de guiños a Mafalda y un buen pellizco de Cortázar. Tenía que dejarlo reposar siete horas, no había prisa. En la noche le presentaron a una mujer que, de entrada, no le sugería gran cosa. Tenían, eso sí, algunas aficiones comunes, y exhibía un gran sentido del humor, sobre todo cuando las llaves de su apartamente se le cayeron del bolsillo al abrir el coche. Ese gesto le permitió ofrecerle su propia casa,  hasta hallar un cerrajero o al encargado de alcantarilla.

La noche llevó a la madrugada, tras una leche con Cola-Cao que se les antojó a media noche, unas risas con la torpeza de ambos para desabrochar un sujetador, y una entrega pasional improvisada. Todo entre los ladridos de ese perro furibundo del vecino y el fresco que la bomba de frío, anárquica, mandaba a chorros.

Por la mañana temprano, Pablo cortó las verduras frescas de sus sueños, a pequeños dados, mientras un diente de ratón Pérez hacía de base para el sofrito. Como requería una buena base de calor, de magia y de inocencia, las verduras debían esperar a que estuviera doradito el ajo, pero sin quemarse. Lo justo para no perder la fe en la magia. 

Cuando el aroma y el color le indicaron que era el momento de poner las verduras, las depositó con cuidado, removiéndolo todo con una espátula de madera de chopo, bañada en luz de luna. Sabía de la importancia de cocinar sin prisas este guiso, para que todos los ingredientes pudieran desprender su aroma, parecido al de las aulas donde reinan las gomas de borrar y el pegamento en barra. Dispuso luego en la sartén, los pedazos de promesas. Estaban radiantes, rojos y salvajemente húmedos por el adobo. La luz de la cocina hacía brillar los hilos de esperanza que constituían las fibras de esa carne, el ingrediente estrella.

Tapó la sartén con una tela ignífuga, hecha de la seda de un gusano especial. Uno criado en las moreras de un lugar recóndito, que tiene la virtud de producir un tejido que atrapa el amor entre sus finos hilos, sin dejarlo escapar jamás. Con el guiso tapado y el aroma a primavera en la nariz, se quedó sentado en la silla plegable de la cocina, con los oídos abiertos a la música que el chup-chup iba deslizando por el alicatado, por encima del ruido de los coches de la calle, e incluso por encima de su propio corazón, adornado  ahora con una arritmia galopante. 

El sonido del hervor de agua cargada de mañana, que compartiría con esa desconocida, le despertó una enorme sed de  savia de todos los árboles frutales, de absolutamente todos los jardines de su reino.

Apagó el fuego y se dirigió al dormitorio. La vio dormir profundamente, con el hombro derecho al aire, la comisura de los labios entreabierta y un respirar profundo y un poquito sonoro. Su pecho se movía suavemente con cada inspiración. Una parte de él quería despertarla raudo, para que ambos pudieran almorzar un desayuno de ensueño, pero al verla tan tranquila, y tan dormida, se quedó mirando sin más su pelo, y sus labios. Sin poder saber qué aromas y suspiros nocturnos albergaban sus sueños, se acercó, sentándose a su lado. Ella despertó por el aroma que no podía obviar, porque le traía un recuerdo del colegio mayor de Madrid, con su mochila de anhelos y deseos escondidos bajo el pupitre.  Ese aroma a “hoy es el mejor día de mi vida” le hizo sonreír. Se le abrió el apetito de caricias por conquistar.  Se miraron a los ojos, hasta verse reflejados en la pupila del otro, sin dejar de sonreírse y, sin pronunciar palabra alguna. Él le ayudó a acomodarse en la cama, como en un desperezarse, donde ella abría sus brazos y luego lo abrazaba, quedamente. 

Se recorrieron, con las yemas de los dedos, el pecho y el abdomen, mientras iniciaban lentos movimientos de cintura, que acompañaban un terco asedio de la posición supina. Pablo se dejó llevar por el aroma del guiso, y por el regusto de la noche, con esa mujer, que en unas horas le había regresado la dicha de saberse vivo. Se retuvieron las piernas, y como en un baile de disfraces, pero sin máscaras, pudieron galopar al ritmo de sus latidos, precipitándose en un mar de agua salada. 

Al fin, aún en ayunas, salieron al sonido del barrio y sus reclamos. Tras desayunar, desenrredaron juntos el nudo en el que no podrían dejar de entrar  y salir una y mil veces, desde aquel día. Podrían degustar, cuando quisieran, lo que llamaron "el guiso de la vida".

6 comentarios:

  1. Es un relato, que es un regalo para los sentidos,lleno de poesía, un texto redondo con una linea lírica que mantiene su tono en toda la narración. Un gozo!

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  2. Fantástico, de verdad. Me encanta ese paralelismo entre gastronomía y sensualidad, sales del reto más que airosa. Un relato delicioso. ¡Hummmmm!

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  3. Alfred. Gracias por leer entre líneas la línea entre lírica y onírica del texto.
    La complicidad en las cocinas de la vida mantiene a buen fuego los cuentos por inventar.
    Un abrazo.

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  4. Hank. Me alegra que aprecies la vida y la sensualidad como un menú que se pueda degustar tras ser diseñado entre paralelismos.
    Para tu menú mi mejor deseo de "Bon profit".
    Un fuerte abrazo.

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  5. Preciosa manera de guisar el amor, o la vida, que al final se le parece mucho, aderezado con ternura, poesía, sosiego. Una receta insuperable, como la belleza de este relato.

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    1. Muchas gracias por tu lectura, por esa interpretación que se reduce a eso, a la vida. Siempre cambiantes y siempre con ventanas por abrir, y recodos desde donde mirar

      Un beso.

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Ponen un gramo de humanidad. Gracias por leer.