Se ha muerto un humanista. Se ha muerto, con un recorrido de
camino largo y denso, rico y cuajado de apuntes para no olvidar.
Porque escucharle era abrir puertas a la razón, a la verdad
más a allá de consigna alguna. Y más acá de la epidermis que nos encierra en
islas perdidas. Y sin rumbo aparente.
Reconozco que su apoyo al movimiento 15M, su lucidez ante la
forma de leer esta crisis en forma de estafa y su testimonio valiente al hablar
de que hay que temer al miedo, me ha llevado a considerarle un pensador mucho
más que un economista y un hombre mucho más allá que un escritor.
Pero me permito rendir homenaje a su vida a través de mi
vida. De la lectura de un libro que me sacudió por dentro como un vendaval de
hojas verdes, contradictoria sensación. Ese sentir en el cuerpo una lluvia
densa de hojas. De un color alegre e iluminado,
en absoluto marrones, para nada caducas, sino productora de una
sensación casi física de sacudida de un árbol sobre mí, que iba dejando ir,
hoja tras hoja, página a página, un canto a viaje hacia sí mismo, un pasaje
hacia mí misma. Un boleto de ida sin retorno, porque no he podido volver al
estado de inocencia. Ni quiero.
Leí, y gocé de la madurez de “La sonrisa etrusca”, de ese
renacer desde la visión de un abuelo que se abre, a través de la relación con
un nieto casi extranjero, a nuevas fuentes de vida. Que redescubre dentro de sí
y casi a destiempo, fuentes y manantiales de nuevas vidas. Pero lo cierto es
que la lectura de “Octubre, Octubre” significó una línea divisoria en mi
trayectoria lectora. Y de esa obra les quiero contar sólo un par de cosas.
Me dejé atrapar sin pretender analizar demasiado, en el juego
de cajas chinas que nos propone a través de dos historias. En el mundo que
construye a través de un barrio, unos personajes y el intenso poso de sabiduría
que iba desprediendo la lectura, con cada paso de página.
Sentía que todo estaba contenido. Que ese mundo que
proponía a través de Miguel por un lado
y Luis y Ágata contenía las claves más claras de la comprensión de la vida.
He podido releerlo y con la edad absorber más matices en cada
lectura, porque es una obra de madurez de una pluma, que huele a paisaje y
olmos, a quiosco y paseos, a reposo y música. A viaje a Itaca hacia el interior
de la esencia. A ese viaje que no tiene fin, porque cada día parte de un punto
más allá pero más cerca.
Para mí, tras Cien años de soledad, que reconozco que siempre
tiene un hueco en mi mesita de noche, es el libro que no acabo de acabar porque
siempre me muestra pigmentos nuevos, como un cuadro al que tengo en especial
estima, y que seguramente conozcan todos, ese que duerme siempre en vela, en El
Prado.
Está ubicado en dos tiempos, en dos cuerpos de lectura. Uno
situado en la década de los setenta en Los Papeles de Miguel y en los años
61-62 en Quartel de Palacio. En el primero Miguel nos hace viajar por el mundo
de ese escritor que quiere conocerse a sí mismo, y en el segundo, nos ofrece la
historia de una pareja buscando en un
paisaje de barrio, un amor sublime que les vista de una suerte de magia que les
ampare de la sordidez de la vida que ha tocado en suerte.
Recomiendo su lectura, sin prisas. Desde una luz sin prejuicios, sin expectativas previas y
sin deseos de llegar a ningún sitio, como un paseo en una tarde de primavera,
abierta a cualquier camino entre árboles meciéndose.
Para el crítico Luis Blanco Vila, esta novela es …“un gran
friso en el que se puede estudiar la mejor novelística española del siglo XX.
Tiene la densidad de un Joyce, la minuciosidad de un Thomas Mann o un Proust;
la riqueza argumental de Baroja, el colorido de un Cela (en La Colmena, por
ejemplo) y el plasticismo de un Barea en “La forja de un rebelde”.