lunes, 28 de octubre de 2013

Edificio singular II



La incorporación al proyecto de las Olimpiadas de José Prieto, fue una convulsión para el edificio de la calle Valencia.

Tal vez la sensación de estar de paso influyese en que alquilando ese ático, no lo sintiera su hogar en ningún momento. Este abogado engreído, relamido y parco en urbanidad, era consciente de que su curriculum le avalaba. No es que despreciara a la gente, sino que se valoraba en alto precio porque se sabía mejor que el resto de los mortales.

Había buscado el piso en alquiler a través de la más renombrada agencia inmobiliaria, poniendo como condición que fuera un ático, con poco vecinos y en  una buena y céntrica zona, por lo que al entrar en el portal observó los detalles de la portería, la estatua femenina de mármol de carrara,  y la amplitud que daba el techo con su artesonado, concluyendo que si el piso era de su agrado, no dudaría en alquilarlo.

Soltero empedernido, usaba esa condición como motivo para jactarse, y para él, los áticos poseían ventajas incuestionables. Jamás molestaban ruidos de habitantes sobre su casa, solían tener terrazas muy amplias y la excusa de mirar la ciudad bajo las estrellas era siempre un acicate para llevar a la cama a la mujer que tuviera cercana.

Con el agente, midió la amplitud de la habitación  principal y la disposición del comedor, así como la holgura de la terraza. No dudó en dar la paga y señal para formalizar el contrato esa misma tarde de Febrero.

Su mudanza la hicieron de forma profesional y rápida y los vecinos le vieron instalarse en un santiamén.

El ascensor, con su asiento de terciopelo verde, su gran espejo plomado y sus botones dorados le acogía a diario, ya fuese solo o en compañía de alguna mujer, generalmente de buen ver. De hecho,  en ocasiones, era el lugar donde iniciaban el ascenso hacia el cielo desde los besos y arrumacos en el mismo camarín con su asiento evocador.

Pronto observó que el muchacho del primero B practicaba el piano de cuatro a cinco y que ponía empeño, pero le faltaba mucho para que su hora de la siesta no tuviera un desagradable fondo a desafinados errores de partituras.

Los niños del segundo A eran dos gemelos que bajaban y subían por la escalera a su regreso de alguna actividad deportiva sobre las nueve de la noche, llenando la escalera de voces, o incluso de rebotes de pelota y multitud de risas.

Pero lo que más le molestaba era el vecino del cuarto, porque tenían un dálmata y un niño que ponía la tele con el barrio Sésamo a todo volumen. No podía saber que el chaval tenía hipoacusia por unas otitis crónicas, pero las pocas veces que usaba la cocina, ésta se inundaba de olores que no le molestaban en absoluto, pero casi siempre de voces del piso de abajo. Unos hablaban alto mientras cenaban, y los otros, al menos un hombre de voz muy grave, cantaba o silbaba mientras cocinaba, con lo que, para sus costumbres, el piso era perfecto si se obviaban estos inconvenientes.

El mayor trayecto del ascensor era el que él realizaba, pero hacía lo que es habitual, saludar, y con una vecina muy atractiva hablaba del tiempo.

El perro le ladraba cada vez que coincidían y siempre sospechó que el asiento había sido ensuciado de sus babas, pues aunque el amo intentaba calmarle, invariablemente  el animal plantaba sus pezuñas en el suelo, le miraba a los ojos y gruñía, para ladrar luego hasta salir del ascensor.

José asistió a una reunión de vecinos, donde se trataba el tema de la acometida de agua al edificio, que habían encontrado deficiente y en mal estado en una revisión rutinaria de Aguas de Barcelona. Escuchó educadamente, pero como el tema era del interés del propietario y a él no le afectaba, había acudido para que se tratara el tema de los ladridos del perro, de la hora de ejercicios pianísticos del chaval del primero y del horario de recogida de basura por parte del portero.

Se tuvo en cuenta sus objeciones y se llegaron a acuerdos, delimitando el horario del chaval de cinco a seis de la tarde, prohibiendo la entrada del perro al ascensor, salvo que estuviera enfermo o su vejez le impidiera usar las escaleras,  y atrasando una hora la recogida de bolsas de basura de las puertas.

En ascensor estuvo presente en la planta baja todo el tiempo de la reunión. Y su espejo reflejó los movimientos de los vecinos y el momento de la firma del acta de la anterior reunión, a la que el Sr Prieto no había asistido. Por lo que saludó con un lacónico “buenas noches”, dio la mano al propietario y subió a su casa.

Con la disminución de molestias durmió más tranquilo.

El dálmata subía y bajaba por la escalera, pero si en ese periodo de tiempo Don José iba en el ascensor, ladraba, le ladraba. Aunque sólo a él.

La noche de San Juan, cuando se celebra el día más corto del año,  es tradición en Catalunya hacer hogueras con los muebles viejos, festejar verbenas con un tipo de bizcocho que llaman ”coca”, (palabra que viene de cok, no de sustancia alguna extraña), y también es tradición tirar petardos.

Fue pura casualidad que Don José tuviera un arma en su casa. La guardaba en una caja de zapatos del armario del dormitorio de invitados, y pertenecía a un cliente, cuya defensa llevaba de forma impecable.

Los áticos se usan mucho para hacer verbenas esa noche, como es natural, pues la frescura permite disfrutar de los farolillos o adornos, la buena compañía y el sitio  privilegiado desde donde ver las hogueras de la zona y desde donde tirar petardos. 

El vecino del ático organizó un encuentro, a demanda de dos compañeros del gabinete y al que asistieron seis personas. Todo fue normal y divertido, hasta se podría decir que muy bien. Consumieron cava, comieron coca, bailaron los temas que llevaban para la ocasión, y tiraron petardos hasta bien entrada la noche.

Asomó el sol, aún escuchándose los sonidos de los borrachos, de los coches madrugadores y de los petardos tardíos. Y entonces, no supo cómo, al ver al viejo dálmata suelto por la acera y con una mujer satisfecha durmiendo en su cama, agarró la pistola, y casi sin apuntar, disparó, oyendo un sonido como el de un petardo tardío más.

Tras poner en un tupper la pistola, se orinó sobre las manos y luego las lavó concienzudamente para acomodarse después abrazado a Pilar y quedarse dormido.
Despertaron tarde  y con resaca. Desayunando, sintieron que había pasado algo, porque el patio interior emitía ruidos diferentes a los habituales.

Al bajar con Pilar, para acompañarla a su casa, el ascensor se paró en el segundo piso, donde una mujer explicó que habían disparado al perro del vecino del cuarto. Los tres comentaron lo peligrosas que son las armas y el miedo que tienen los perros a los petardos, llegando a explicar la  buena señora que al dálmata le daban Valium esa noche desde siempre, y que se metía bajo la cama del niño con pánico por los petardos.

Cuando salieron a la calle José vio restos de sangre en la otra acera, así como bolsas de basura por doquier.

Por la tarde cogió el tupper y se fue al rompeolas en una Golondrina, tirando la pistola al fondo del mar, olvidando que había que tener mala suerte para acertar borracho y desde treinta metros a un blanco móvil. Aunque pudiera ser que el casquillo no fuera de su arma, pues las armas ilegales de la ciudad se disparan para probarlas esa noche, o el día de fin de Año.

Cuando al día siguiente sus dos compañeros le felicitaron por la fiesta, que no quisieron llamar verbena en ningún momento, dijo: -”Gracias”, y siguieron la jornada de forma habitual.

Por la noche le llamó el portero desde la planta para avisarle de una visita. Una señorita llamada Vanesa preguntaba por él. Carlos la vio entrar en el ascensor con esos andares de una falda de tubo y las medias con las costura rectas como trazadas con tiralíneas, pero no le sorprendió pues el Sr Prieto recibía visitas de mujeres atractivas con frecuencia.

Lo que no pudo ver, fue cómo cogía un manojo de billetes en un sobre cerrado que además contenía una bolsita con cinco pastillas blancas y una azul.

El portero se retiró a sus dependencias a su hora y no la vio salir. Como era frecuente. Lo que le sorprendió fue que un compañero del vecino del ático, el conocido Arturo Bonavía i Fontanals llegara al mediodía, asustado porque el Sr Prieto no había ido a trabajar y no contestaba al teléfono fijo, ni al armatoste del móvil.

Entraron juntos con la llave de portería, encontrándole en la cama, frío y del color del mármol de la escultura de la entrada. Llamaron al juez para hacer el levantamiento de cadáver, pero no se hizo autopsia porque la funda de la pastilla de Viagra estaba en la mesita de noche y en su historial médico, su médico de cabecera le tenía diagnosticado de hipertenso y con una insuficiencia cardíaca.

La familia se hizo cargo de todo. Los vecinos que se cruzaron con aquella madre hundida y ese hermano diligente, les dieron el pésame y hablaron muy bien de él. Comentaron la gran pérdida para todos de estas muertes prematuras, pero no asistieron al tanatorio, que preveía el traslado del ataúd.


Por supuesto nadie planteó hacer llegar alguna corona de flores al entierro que se llevó a cabo en una ciudad de Murcia, de donde era oriundo.

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