La noche se teñía de sones de violines, viola y de
chelo, en un lugar que cobijaba la exposición que ahora engalana sus
paredes, con unos cuadros tan bien realizados como sombríos de alma. Sin dudar
de la inmensa calidad y nula baratija de este autor, me resultaron oscuras
alusiones a un alma herida, a la conciencia inquieta y deprimida, y a la certeza de
fealdad y muerte en los caminos, así que la disposición para escuchar la
música, de “variaciones de Goolberg”, me pillaba a trasmano de las pinturas.
Con el inmenso
deseo de poder escuchar desde un limbo de paz dentro de cada espíritu, nos sentamos los congregados en unas
sillas plegables, que demostraron ser duras de asiento, para tal velada musical
rayando a la hora y media de música excelsa. Inevitable imaginar qué habría visto esa sala del palacio en otros tiempos, unas sillas sin duda más mullidas y elegantes, para deleitarse con algún
“minueto” o música de cámara para goce privado de los señores de la ciudad de
los prodigios.
Otrora palacio, el museo rendía pleitesía a esa sala
abovedada y barroca, dejando que se usara para audiciones, y
el tema de la comodidad de las sillas pasara por tanto a ser un asunto baladí.
La idea, magnífica, es que semanalmente se ofrecen, todos
los sábados, unas sesiones que se han apellidado de “merienda con música” que
permiten, por un precio razonable exactamente eso: merendar con música, y
acceder a las salas de museo, que en su dos plantas y media ofrece unas esculturas y pinturas figurativas. Es una propuesta que nos sorprendió cuando la conocimos, y cuyo programa nos cautivó para ese sábado en concreto, así que, obviando en lo posible la comodidad, una cincuentena de personas, todos adultos menos dos niños que acompañaban a un padre, nos vimos ante una mesita con disposición de merendar. Todos modosos, expectantes y con ganas de disfrutar del terceto prometido.
La merienda ofertada consiste en té o café, junto a unas galletitas variadas, sobre una mesa redonda plegable y blanca como las sillas a juego.
El terceto resultó de juventud en estado de gracia. Me sorprendieron, gratamente, un par de cosas. La primera, porque tenía a esa mujer ante mi mirada y pude contemplarla a mi antojo, fue la ilusionada maestría de la violinista, con esos arranques de
miradas previos y aquel cimbreo de torso que mecían y acotaban las notas, sobre todo los
“andantes”. Pero lo segundo fue ver cómo llegaba al alma las media sonrisas, que no sonrisas, del muchacho
de la viola, quien intuyo, tendría en la sala a alguien muy querido observándole y a quien dedicaba, imagino,
tal vez una madre, o una novia, esas sonrisas bajo el bigote de su barba que escapaban entre ataques a su instrumento. De la chelista, como su espalda fue lo único que podía ver de ella, poco
puedo decir, pero sonaba bien, la verdad es que muy bien, así que la audición la
dimos, yo sin dudarlo y los aplausos que produjeron un bis, por más que buena, a mi entender como notable alto. La idea era continuar observando luego, mientras recogían los
servicios de mesa y plegaban mesas y sillas, la exposición temporal.
Apabullante, inquietamente densa de inquietud, pero de trazo exacto. En el primer piso, como es
de esperar a tan loado y controvertido Odd Nestrum, se exhibían una veintena de cuadros, algunos de gran formato, con temas duros, con fealdades casi cruentas, y un par de montajes donde hacerse una idea de cómo ejecuta el maestro su arte pictórico. .
En la segunda, sus alumnos exponían muestras vívidas, de
factura impecable y temática más amable, que dejaban un sabor de boca más dulce en el paladar de las retinas. Siendo acompañadas por esculturas, que me gustaron y que invitaban a tocarlas. Lo siento, las pinturas del segundo piso me llegaron más que las del propio maestro. Esa segunda planta, y lo que fuera un desván, se me hicieron suaves como las mañana de sosl. Con lienzos que uno, tal vez, no se cansaría de ver.
Resalto el cómo de bien se portaron esos dos niños, de unos diez años, en la velada musical. Me pareció que eran el ejemplo de cómo la música clásica clásica es para todos los públicos, aún sentados de manera incómoda. El padre apenas tuvo que llamarles al orden, y dejó que la niña, a ratos soñase con dirigir al terceto, cosas que me recordó a alguien...tal vez yo misma. a esa edad.
En los bajos, en el patio de entrada, la sesión de pintura con modelo, llevaba a su fin. Algunos alumnos habían tomado nota de una mujer vestida, que a esa hora, marcaba ojeras de cansancio e inmovilidad indiscutiblemente hiperrealista.
La noche se abría paso por el barrio donde el museo Picasso congrega a la multitud de amantes del gran maestro malagueño. Nosotros, ahítos de arte, caíamos en la tentación de buscar un tentempié por cena, por rematar la merienda de un sábado que había colmado mis expectativas de una entrada de otoño en la ciudad de los prodigios.