Papá y mamá sacaban a pasear a
los niños, para llegar a un bar donde el café es magnífico. Donde tienen siete
variedades de té y donde recogerse en el Gótico, en un oasis de silencio varado,
como una isla, en medio de ese trajín de las zonas turísticas con tanto museo, edificaciones
eclesiásticas y sonidos de un gótico, o de un barroco, en manos de aspirantes a
solistas por los rincones de una acústica
sensacional, que nos atiborra los sentidos.
Les vimos ponerse los niños en
sus piernas, y pedirse dos refrescos, mientras nosotros, desterrados de un
museo con tarde gratuita, pero ya
repleto en su aforo programado, nos dejábamos llevar por la conversación de
nuestras actividades cotidianas.
Cuando la mamá me pidió el agua que
acompaña al cortado, ese vaso pequeño cuya función es enjuagarse la boca, para
poder deleitarse con los aromas y sabores de un café recién molido, por
supuesto se lo di.
Nos quedamos viendo cómo lo ponía
en el suelo, para dejar que sus hijos bebieran. Nuestra cara de estupor fue
menor de la que ponía el camarero, ese tipo experto en no mirar a los ojos
cuando le llamas, pues está al tanto de tus demandas telepáticamente. Sí, esa virtud del
oficio que aprenden desde que son contratados, sin haber hecho los estudios
reglados de Formación Profesional de Hostelería, pues creo que los que tienen título
oficial son expertos en no obrar de manera telepática, sino abiertos al
entendimiento oral, o por señas. Creo, que no afirmo.
Con la cuenta en un vasito, como
pergamino redentor, íbamos a la barra, a pagar, cuando el feliz padre,
justificando a su mujer, tuvo a bien mostrarnos la habitación de los niños. Su
móvil estaba plagado de fotos de los niños jugando, durmiendo, haciendo monadas
o posando simplemente bien sentaditos en un jardín privado.
En la pantalla de su Samartphone
un cuarto con peluches, muñecos silbadores blandos y dos preciosas camitas con
edredones grabados en rosa y azul los nombres de Cuco y Cuca, nos sacudían la
mirada, para la eternidad de toooodo el resto de tarde.
Seguimos paseando por el barrio
Gótico de una gran ciudad. Mirando unas paradas tipo mercado que había en la
plaza de la catedral. Habíamos visto cómo, una de tantas parejas, lucía sus
mejores galas paternales en unos perros, caniches enanos en este caso.
Tal vez porque el amor cobijador
y protector se manifiesta siempre, con o sin hijos, con o sin sobrinos o hijos
de vecinos, y hay que darle salida para no reventar.
La tarde otoñal se dibujaba en el aparador de la cecería más antigua de la ciudad de los prodigios, dando pistas de bosques lejanos con olor a hojas caídas, más allá de las murallas de los olvidos.
Esas miradas esquinadas de los camareros para evitar el trabajo.... como ha cambiado todo.
ResponderEliminarSaludos.
No ven, miran tal vez a u punto en el infinito, entre docenas de cabezas, pero ver...no quiere ver.
EliminarQuiero creer que entenderán que los gestos no son actos de mimos locos, pero tal vez no entiendan lo que es servir un café, a nivel de humanos.
Un beso
Estas tardes de paseos otoñales por la gran ciudad, con sus barrios tan característicos del centro, ocupados por turistas y despistados en general, siempre tienen sorpresas.
ResponderEliminarUn beso.
Sorpresas con forma de canes consentidos, en este caso, pero cada paseo nos trae posibles anécdotas para vivir, comentar, decir o describir.
EliminarUn beso
Qué facilidad tienen los camareros para no ver hasta que les interesa.
ResponderEliminarUn abrazo.
Visión selectiva creo que se llama, a esa capacidad de hacerse ciegos y sordos, pero la ciencia ya encontrará definición más adecuada.
EliminarUn abrazo
Qué entrañable relato. Los padres, los niños, el camarero.
ResponderEliminarUn momento divino que se disfruta.
Un beso grande
Esa ratito lo compartía con Alfred, y fue una tarde muy bonita.
EliminarUn abrazo y feliz día