La chica de la lencería me miraba. Y yo la miré en su rotonda. Paré para romper el dolor de verla, vendiendo, impúdicamente, unos minutos de evasión.
Mis cálculos de edad, historia o posibilidades de romper el hechizo que la atrapaba se quedaron huecos al preguntarle qué hacía allí y por qué. En un español con acento del Este me repitió un precio por completo y diez menos por felación. No usamos esas palabras, pero tampoco nos entendimos.
Mi hija adolescente no me esperaba en casa, pero sentí un enorme arrebato por pisar el acelerador y pensar que pronto esa chica estará en otra rotonda, y quizá olvidaré la necesidad de salvarla de sí misma.
Tremenda crudeza en exponer una situación, que no por mucho repetida deja de dolernos.
ResponderEliminarLa presencia de esas jóvenes me permitió hablar con mis hijos de lo que es y lo que no es una relación física. Amén de comentar con ellos, de forma abierta, que cualquier ser humano jamás debiera considerarse propiedad o mercancía.
EliminarUn abrazo.
Muy bella introspección de una circunstancia desgraciadamente real y al mismo tiempo digna de nuestra comprensión.
ResponderEliminarAbrazos
Gracias por tu amable comentario.
EliminarUn fuerte abrazo Groucho
El título es perfecto y no dejamos de vivir cada día dentro de estas torres. Torres que para más desgracia forman parte de nuestra propia esencia.
ResponderEliminarUn beso
Gracias por tu lectura, Todos podemos comprender y hacer como que no entendemos ( un idioma, una situación...).
EliminarHay situaciones que siendo casi imposibles de arreglar nos siguen produciendo estupefacción a pesar de lo cotidiano que parecen ser.
Un abrazo