Me abrió una muchacha de cabello negro, liso y brillante atado en una cola
de caballo que le rozaba la cintura al abrirme paso por el pasillo.
El desorden reinante contrastaba con la pulcritud y meticulosidad que exhibía
la habitación del fondo del pasillo.
En una cama de matrimonio, de cabezal casi barroco yacía de lado,
sermicorvado, un hombre enjuto. No aparentaba menos de ochenta años. Me
sorprendió su poblada cabellera, de un color blanco impoluto y los esfuerzos
que realizaba con evidente dolor, para que pudiéramos hablar. Cuando consiguió incorporarse
sobre una almohada que la muchacha instalara bajo su cabeza, y me hube
acomodado en un silloncito de terciopelo rojo, pudo hacerme entender por qué
quería deshacerse de algunos libros y otras antiguallas.
Historia de perdedor tal vez. De viudedad y lectura. De un sobrino con nulas ganas de acompañar su
vejez y su decadencia física. De esas cosas que en la sala había ido dejando
para que yo me las llevara siempre y cuando, en mi anticuario, pusiera atención
al posible comprador.
Invitó muy educadamente a Mariana para que permitiera que yo observara y
dispusiera de libertad en la sala de estar.
Les podría hablar de objetos sin valor y de otras cosas. Pero tras acordar
con precisión qué quería que me llevase, me limitaré a decirles que los tomos de
la Historia Universal, que compró para el sobrino y una figurita de marfil, que
su esposa adoraba, me dejaron una sensación especial.
El olor acre de los libros contrastaba con el de mejillones al vapor que
llegaba desde la cocina. Pensé en Laura, escrutiñadora del alma de los libros,
de los aromas a pergamino y piel, y amante de ese dulce olor a lectura retenida
entre anaqueles de librero y polvo de las mesas camilla con sus mantelitos de
crochet.
Les dejo la imagen de unos tomos de enciclopedia, pero la figurita de
marfil, de una geisha, estará próximamente por este espacio virtual de sensaciones.