Reconozco que le dejé una nota muy ambigua,
pero realmente estaba un poco harto de su desgana hacia mí y sobre todo, a mi obra.
Total, hablar de un posible infarto, tampoco
estaba tan lejos de la verdad, ya que en mi familia, los varones éramos
propensos a sufrir y morir del corazón, a edades tempranas.
La campaña para la compañía de automoción me
había ido muy bien. Yo diría que excesivamente bien. Mis bocetos tan oníricos
como impactantes habían causado sensación, según
me dijo Rubén, más que mi marchante, mi mejor amigo. Necesitaba poner un punto
y aparte en mi relación con Laura. No
podía imaginar estar cerca de ella con la libertad de usar mi estudio a mi
criterio, dejando que ella entrase, a su gusto y placer.
Laura había sido un error. Educada, amable,
de aspecto sano y moderno, era una mujer que me dejó impactado desde el primer
día que la conocí. Con ese saber estar, esa elegancia natural, y su charla
amable sobre temas dispares, me había hecho creer en la fantasía de que era la
mujer perfecta. Para cualquier hombre. Pero no para un cualquiera, como me
sentía yo a mis veinte años, cargado de ilusas esperanzas y una fe en mis
pinceles que nadie parecía compartir.
Mi empeño en hacerme el encontradizo dio sus
frutos, y en pocos meses, la relación parecía ser perfectamente armoniosa. A
ella le gustaba tocar el violín, y ejercer de profesora de parvulario en un
centro bilingüe de Gràcia. Es cierto que
nutría mi ego. Jamás se negó a que yo siguiera formándome, excepto cuando
empezó a poner pegas por mi deseo de irme a África. También lo es que me acompañaba a hacer retratos de
paseantes por las Rambas, cuando aún no
había la normativa tan estricta y onerosa de este Ayuntamiento.
Es ahora
cuando reconozco que es cierto que era la mujer más divertida y seductora. Nadie
podía haber animado a posar a quienes ella creía que podían ser buenos modelos. Nadie como ella, con ese encanto y dotes de persuasión.
No sé cómo en estos años esta relación ha
cambiado tanto. No entiendo dónde han quedado las risas de esas tardes del
muelle. Aquellas en las que hacíamos collages a cuatro manos. Tenían mucho
éxito. Yo pintaba, y ella tejía motivos inventados, o recortaba telas, y se nos ocurría pegar los materiales en
conjuntos imposibles. Esa complicidad nos
dejaba con dinero en los bolsillos, amor en los ojos, y besos en la recámara de
nuestras armas de amor.
No he querido asustarla, sino desaparecer.
Parece tan difícil decir adiós, y que fuera de una forma rotunda, que se
ocurrió sin más.
La excusa perfecta era su viaje a París para
ver a una prima. O a quien fuera, porque en verdad se me ha escapado el amor o
el interés por retener su cuerpo a mi lado. Y su alma, como la mía, que también
hay que reconocerlo todo, andan alejadas por más que podamos unir los cuerpos,
en un alarde de pasión de artificio calculado.
Ahora, cuando ha pasado un año y medio, y en
este local, he recobrado la pasión por pintar, es cuando no se me ocurre otra
cosa, que esperar que aún le importe un poco. Como amigo, si no puede ser de
otra manera. La pasión no retorna, cuando se deshace como azúcar en un
fregadero.
Laura
no ha contactado con Cahiba. Ni su móvil está operativo. Ni sé si esta
necesidad de retomar mi vida con ella es sólo un espejismo, o si la seguiré
buscando en cada trazo que se desgrane de mi soledad.
No soy Picasso y nunca lo seré. Mi alma no está formada por
las vísceras de mi ego y el poder del minotauro. Por no haber hecho, no he ido detrás de ninguna modelo, aunque
reconozco que Cahiba me arañó las
entrañas, pero no hay musa para expresar lo que sigue latiendo bajo mi corazón.
He de esperar por ver si quiere tender una mano al pasado, donde encuentre lo
que dejamos grabado en él.
Úrculo, de la exposición en El Corte Inglés. |