Mi padre era barbero y mi abuelo también lo fue. Desde pequeño he
vivido en la barbería del barrio. Mi casa estaba arriba de ella. Conserva el
cartel giratorio rojo y blanco anclado en la pared. Aunque me he deshecho de
muchas cosas, sigo conservando ese cilindro bicolor que era mi guía cuando
regresaba a casa, y el sillón para niños que tanto esfuerzo le costó encontrar a mi padre. Cuando lo trajeron, yo
tenía unos cinco años. Me subía a él con
dificultad, a escondidas, porque mi padre decía que no era para jugar, pero yo
me refregaba en su espalda cuando la tensión se apoderaba de mi calma. Y eso
sucedía muchas noches. Sobre todo cuando mi abuela Herminia contaba historias
de niños ahogados, o perdidos, o enfermados, por desobedecer a los padres. Repetitiva ella en sus cuentos
con moraleja.
No imaginen un sillón elevable, porque no lo es. Tiene forma de caballito de carrusel. Es
negro, musculado, brioso y altivo, y sigue hipnotizando a los niños, cuando
conseguimos que se monten en su grupa. Me es útil para poder cortarles el pelo
sin que se muevan demasiado. Está deteriorado por los flancos, por espuelas
invisibles, pero sigue imponiendo su perfil desde el rincón.
Hay algunos momentos en que
disfruto mucho con mi trabajo. Tras haber pensado cambiar de oficio, me sigue
siendo muy grato ser barbero. No lo cambiaría por nada.
Uno de esos momentos especiales,
es cuando el corte de pelo de un niño, lo piden a navaja. Dirán que la
combinación de pelo infantil recién lavado, con los afeites de barbería, no
tiene nada de especial. Pero ustedes no saben hasta qué punto tiene un toque a
naturaleza incitante. Me hace subir un centímetro los talones para inundarme de
un placer a siesta. Es por ello que suelo demorarme, pero dejo una cabellera
esculpida a navaja, que les aguanta tres meses. Y las madres tan contentas. Tengo
una tarifa de niño muy económica, pero es porque disfruto con ellos. Les veo
llenos de asombro por todo. Con miedos injustificados y risas excesivas por
cualquier cosa, y algo en esos ratos me deja al abrigo de las nubes continuas y
de los sinsabores de la soledad.
Otro momento único, es cuando me
piden un afeitado, y puedo usar las toallas calientes. Tener a un hombre con la
imagen de su cara tapada, ablandando la barba, me produce una sensación de
poder absoluto. Posteriormente entran en escena las brochas, con el jabón de
afeitar, y mi navaja barbera. Me hace encogerme un centímetro en los talones,
adentrándome en el olor a secretos, que yo pudiera desvelar.
No tengo hijos. De hecho no me he
casado, pero tengan por seguro, que si mi hijo quisiera seguir mis pasos, le
animaría a cambiar de oficio. Porque en mi barbería se oyen muchas cosas, se
imaginan en gran cantidad, pero se viven muchas menos experiencias de las que
yo creo que acabarán por suceder.
Cuando llegó el señor canoso, con
barba de unos días, y unas ojeras malvas, me sentí tentado de ofrecerle una
toalla caliente empapada en cloroformo, para permitir su descanso.
Se tomó a bien que le ofreciera
afeitarle. No, no teman, que no tengo cloroformo en la barbería. Pero le vi tan
relajado, tras la toalla que había aderezado con unas gotas de aceite de
almendras...que jugué con mi navaja ante su cuello.
Llegué a tenerla a un par de
centímetros de su piel tensa por la extensión de las cervicales. Parecía roncar
flojito, así que, ante la ausencia de nadie en el local, y tras cerrar las
cortinas de la ventana, acerqué un poco más el filo. Un poco más unos minutos
después, pero eso no debo decirlo.
Era una tentación que nacía bajo
mis manos, por primera vez, pero tan poderosa que me tenía hipnotizado. No
miraba su bolso, ni la billetera que asomaba del bolsillo interior de su
chaqueta colgada, sólo podía mirar la nuez que iba haciendo unos movimientos
rítmicos y pausados.
Tuvimos la suerte de que sonara
su móvil. Salí precipitadamente de un estado anómalo, para decir.-¿todo Bien?,
mientras le ayudaba a quitarse la toalla de la cara.
Todo bien, por tanto, procedí a un afeitado muy apurado, del que quedó más que satisfecho, por la propina que me dejó. No le volví a ver. No era del barrio.
Cuando unos meses después llegó
un joven rubio, me sorprendió que solicitara afeitado y corte de pelo, por esa
barba no compactada aún por la madurez,
y por ese color tan claro que me llamó
la atención, porque no abunda en hombres con un pelo marrón oscuro.
Era bellísimo. Su perfil contra
la claridad de la ventana era perfecto. La nariz recta, en ese rostro joven y
sano era impensable en mi barrio. No pude demorarme más en el corte de pelo,
porque empezó a mirar el reloj, que marcaba la una, hora que suelo cerrar para
comer, y me explicó que había de tomar un avión a las cinco.
Cuando le puse la toalla, tapando
con ella sus ojos, y su nariz, y su barbilla perfecta, me senté sobre el
caballo negro.
Por mirarle. Desde la grupa de mi
alazán de la infancia le contemplé. Ante el impulso de acercarme me contuve lo
que pude, y sólo cuando no podía evitarlo más, me acerqué, con la navaja en mi mano,
que brillaba con destellos ante un sol que orillaba la ventana. Estaba con las
cortinas abiertas, y podía ver la calle, con sus mil ruidos, y movimientos de
regreso a casa de los niños del colegio cercano. Tomé su carnet y apunté sus datos. No sabría decir por qué. Lo cierto es que guardo en el bolsillo de mi bata un papel doblado.
Ante la tentación de acercarme con
ella a su cuello, la tiré contra la pared, con tan mala fortuna que impactó en la esquina del mueble de los afeites y lociones, rebotando luego hasta la grupa del caballo de cartón piedra, produciendo un áspero
sonido a madera carcomida. Con el golpe, el joven se incorporó,
quitándose la toalla de la cara bruscamente, y luego salió corriendo
de mi barbería, amenazando con ir a la policía.
Me asomé a la calle, y pude ver que hacía gestos a un taxi que pasaba a unos metros. No llegó a mirar atrás en ningún momento. Seguramente fue directo al aeropuerto, pero, aunque se fue sin pagar el mejor corte de pelo que jamás volverá a tener sobre sus facciones de
príncipe al galope, no sabrá nunca que yo sé dónde vive.
Yo haré porque no sepa jamás quién le despertará un día, con una navaja en el cuello mientras le contemple dormir.
Son muchos años con la tentación tan cerca de la tráquea.
ResponderEliminarLos barberos deberían pasar exámenes psiquiátricos de forma regular.
Besos.
Las tentaciones, mejor lejos. Opino igual que tú. Pero ya sabemos que a veces la carne es débil, o la mente. Tienden a ser suicidas.
EliminarUn beso.
Un escalofrio me recorre la espalda, recuerdo con satisfacción cómo me contemplaba mi hijo cuando afilaba la navaja de afeitar, notaba en sus ojos la admiración y el respeto por mi destreza, siempre quise inculcarle buenos principios profesionales.
ResponderEliminarAhora, cuando comtenplo su actuación me siento orgulloso de mis enseñanzas, aunque encuentro que le falta un poco de decisión.
Ay padre, si tú supieras la de veces que he recordado verte afilar la navaja, con más decisión de la necesaria...
EliminarLa cincha la guardo embetunada cada noche, para poder seguir usándola mientras la uso, recordándote cada vez con igual precisión que un recuerdo trazado con bisturí.
Qué bestia me salió, perdona, Alfred. Un beso grande, como tú.
Me dan escalofríos esas navajas. Mientras a mi me cortaban el pelo en una silla 'acomodada' a mi estatura, afeitaban al abuelo en otra mi próxima a mi. Pensaba que me iba a quedar bizco forzando tanto la vista.
ResponderEliminarCaramba, no salió mi contestación. Te decía que esos recuerdos, amén de la vista forzada, seguro te dejaban imágenes con olores.
EliminarUn abrazo grande.
Las tentaciones de un barbero. La imagen que me llevo es una pelicula de mafiosos. Ahi han cortado mas de un cuello. Muy bueno.
ResponderEliminarcarlos
Gracias por leer. A mí me resultan como misteriosos esos seres en blanco y negro que recuerdo, porque a mí me cortaban el pelo en casa, y asocio la imagen a Italia, ya ves qué cosas.
EliminarUn cordial saludo
la próxima vez que vaya al barbero llevaré un collarín...jeje. saludos
ResponderEliminarAnte barberos extraños, con infancias en destellos de caballos negros...yo también iría con más que precaución, temor. Me paso por tu blog.
EliminarSé bienvenido a este rincón.
Un saludo, Alejandro.
Y es que hay que tener vocación para ser barbero, no todos pueden serlo.
ResponderEliminarMe encantó tu relato Albada.
Un beso.
Este no sé vocacional o por tradición, pero muy profesional no lo imagino. Fiable a estas alturas...pues tampoco, para qué engañarte. Gracias por comentar.
EliminarUn beso, María.
Ya le cortaban el pelo a mi abuelo. Fui fiel a los profesionales de la Peluquería Rex (sobre la que hice una entrada) hasta que la cerraron. Después me cortó el pelo uno de ellos, que se estableció por su cuenta. Cuando decidí ampliar mi afeitado diario hasta la cabeza por escasez de materia prima, fui a explicarle el motivo. No quería que pensase que estaba poniéndolo los cuernos.
ResponderEliminarla fidelidad a una barbería me parece de lo más justo, porque escuchan las cosas que se comentan. Es como un lugar de comentar, y se genera una afectividad, así que bien por seguir en las manos de alguien en quien se confía la cabeza!
EliminarUn abrazo, Macondo. Hoy recordé que Macondo es más real, con sus Buendías que muchos escenarios que salen en la prensa, y cuyos habitantes reales o protagonistas de verdad, ignoramos.
Un día de estos pretendía cortarme el pelo a tu barbería, pero mejor lo dejo... Un look a lo Robinson Crusoe tampoco está mal y -misterios insondables- he ido cogiendo cariño a mi cuello. Espero que no sepas donde vivo.
ResponderEliminarAbrazos, siemrpe
Me parece de lo más prudente ese cariño al cuello propio, por más que el precio pudiera ser unas greñas de orate. :-)
EliminarUn abrazo.
Gracias por tus palabras y un cordial abrazo.
ResponderEliminarGracias a usted, por pasar por este pequeño rincón.
EliminarUn saludo, maestro.
Seguí tu huella desde Macondo y vaya que buena sorpresa me he llevado! Por momentos la historia me remontaba a la infancia (mi abuelo Esteban tenía una navajas preciosas y me tenía prohibido tocarlas) y luego me sentí transportada en medio de un thriller genial! Con tu permiso, me quedo! Felicitaciones y muchas gracias por tus palabras en lo de Chema. Un beso!
ResponderEliminarMe gustó mucho poder conocer tu blog, donde con tu permiso, me quedo yo también.
EliminarGracias por esa lectura, espero que no desde un sillón de barbería, tan abierta.
Un beso y bienvenida.
Un precioso relato. Sorprendente que un caballo de calesita se convierta en aliado de alguien que debe cortar el cabello a los niños.Mi primera experiencia a manos de una peluquera fue fatal. Acababa de recuperarme del sarampión - nada menos! - que me llevó hasta los umbrales del Mas Allá, y mis preciosos bucles que mi Mamá peinaba, se caían por mechones.(Soy hija única) Terció mi pediatra para que me hicieran un corte a Cero. Al final mi madre transigió en que fuese algo así como un corte a la garçón. Tardé en comprender que con el tiempo, hasta el cabello crecía. Cordiales saludos.
ResponderEliminarEste caballo, en una barbería, de existir, existe. Qué horror esos consejos de un pediatra para una niña, y tras pasar el sarampión. Y eso que había hecho el juramento hipocrático! Bravo por el corte a lo garçón. El cabello y la barba crecen, pero hay recuerdos que mejor que una cosechadora deje trasquilados para siempre.
EliminarUn cordial saludo, Beatriz.
Recuerdo, con algo de nostalgia, la visión de ese barbero que tenía al lado del trabajo y que ante, en la infancia, veía cada día cuando subía al colegio. Gracias por hacer que volviera a la memoria una persona y una profesión que tanto me impactó, en su momento, y que hoy es simplemente un recuerdo.
ResponderEliminarUn abrazo en la noche.
Un recuerdo, sin duda. Quise poner un caballo como sillón para niños. Por un motivo. había una barbería donde yo vivía, y tenía de verdad un alazán para los niños. Mis hermanos pequeños pudieron disfrutar de él, pero por supuesto, a mí el pelo me lo cortaba mi madre, era cortar unos dedos la melena, así, recta y horrible :-) tal vez de esa batería nació este post. Porque el señor que lo llevaba, con una bata blanca, a mí me daba miedo ya que solía afilar su navaja con una cincha marrón y amí me fascinaba el reflejo de la hoja.
EliminarUn abrazo y una noche sin pesadillas navajeras ni barberiles :-)