Tomada de Internet |
Se cruzaban cada día en el mismo metro. De Sants a Virrei
Amat, en un trayecto de poco más de veinte minutos. Ambos iban al trabajo, y
eran lo más diferente que uno podía imaginar.
Ella, de unos cincuenta años, vestía en tonos pastel, le
sobraban unos quilos y portaba siempre
un libro de lectura. Él, de unos veinte años, llevada rastas recogidas, vestía
pantalones de cintura más que baja inexistente, unos piercings, y presentaba
una extrema delgadez. El joven se calzaba los auriculares nada más agarrarse a
una barra del convoy, o si podía sentarse, con los auriculares puestos
igualmente, jugaba con un pájaro obús
que había de destrozar a unos cerditos de la pantalla de su Smartphone.
Una mañana chocaron, literalmente, por dejar sentarse a una
señora con bastón, y por vez primera supieron el uno del otro.
Desde ese día, sin acuerdo tácito, se esperan en la parada de
Sants, sin esperarse de manera expresa, se esperan el uno al otro para abordar
un vagón. El que sea, de la línea cinco, la de color azul, para viajar juntos.
Ahora, en esos minutos, se comentan las noticias, y desde ayer, se muestran algunas
fotos de los móviles de cada uno. Las de ella son de Laia, su hija, de
veintitrés primaveras exultantes, y las de él, son de Lego, un gato
asilvestrado, rubio y necio que se anda instalando en el patio de unos bajos de una casita de la
calle Vallespir.
Eulalia Soler i Formentera es una mujer de pelo cano, curvas
en declive y mirada de primavera tras las gafas de ver. Para ir a trabajar a
una tienda de La maquinista, toma el metro cada día, desde que se trasladó a la
calle Vallespir, del barrio de Sants, donde vive con su hija Laia, estudiante
de biología, con vocación de musa y cientos de pecas por reivindicar cada
verano.
A esta mujer le fascina leer narrativa, de no importa qué
autor ni qué narrador omnisciente o cuasi interno le hable. Porque espera que
la lleven en las alas de la imaginación hasta mundos donde perderse para acabar
por reencontrarse. Desde que un día
chocara con un joven en el metro, recuerda una y otra vez a aquel primer novio,
con sus dedos de pianista y su atuendo de hipee que dejara perder, o perdió por
los recovecos de las obligaciones y los laberintos de la vida.
Sus ojos, de un verde esmeralda huido, se enmarcan en un
azabache de noche por disparar, como los de aquel amigo del primero de carrera. Siendo de
la edad de su hija, y a sabiendas de que estas conversaciones, ahora diarias,
no son más que un pasatiempo de trayecto, no puede evitar saberse viva cuando
se sientan juntos. Tan viva como el gato
que él le muestra, haciendo travesuras, o tan palpitante como su propia hija
luciendo poses cómicas, en esas imágenes que acaban por compartir en un metro
cargado de soledades.
El imposible de una relación amistosa entre soledades, mostrado con el cariño de la espectadora, fiel cronista de las historias sorprendentes que acontecen cada día en nuestro suburbano.
ResponderEliminarBesos.
No sé si es imposible, pero tal vez es la única manera de romper la jaula de las soledades. La amistad, entrecomillada entre estos pasajeros, es una fuente de salida a las intimas ferocidades que nos empujan a estar entre las rejas de la soledad, cual isla amurallada.
EliminarUn beso
Esas pequeñas vidas incrustadas en la vida se convierten muchas veces en alicientes que nos ayudan a sobrellevar la monotonía y los sinsabores de todos los días.
ResponderEliminarUn abrazo.
Esos pequeños regalos de la vida...que hay que estar para saberlos ver
EliminarUn abrazo
Qué maravilla, Albada:
ResponderEliminarDos soledades que se aproximan y forman una amistad.Tu relato me hace soñar...
Un abrazo enorme
Dos soledades, que desearían estar cerca muchas veces. Me alegra que te gustara
EliminarUn abrazo