sábado, 7 de noviembre de 2015

Mujer de viento


Una compañera se había planeado qué pasaría si algunas piedras, en vez de tener una consistencia sólida, fueran de textura de albóndigas. No de plastilina, ni de gelatina, sino de albóndiga.

Tal vez esa consistencia tan prosáica del pensamiento era debida a que cuando hablábamos de posibles imposibles, la luna parecía medio queso, la merienda había sido más que escuálida, y la juventud de su mirada requería alimentos más tangibles que unos montaditos de diseño de un restaurante japonés, donde en platos cuadrados, y adornados por briznas de alguna planta, unas tapas hacían gala de la cocina sibarita, de anunciada sentencia de "calidad por cantidad".

Pudiera ser, pero ambas hemos seguido charlando de unos relatos, uno de Cortázar, “La casa tomada”, y uno de Poe, que se nos han propuesto para acompañar el concepto de creación de escenarios literarios.

El relato de Cortázar, releído por mí en más de una ocasión, me sugiere siempre la magia de la palabra, capaz de hacer imaginar lo que no se nombra, y capaz de envolverte entre óleos, arcilla, o espacios que te van conquistando, lo que te atrapa como lector. Y uno ya no puede parar de leer, por cazar, la pieza de caza que entrevé, aún sin saber de qué animal se trata.

Desde anoche que hablamos, siento una desazón que ahora me explico, y que nunca pude verbalizar porque me pareció fruto de la niebla de una tarde de noviembre.
Esta noche, de esas de insomnio porque sí, he podido recordar con precisión una jornada casi olvidada en que con mi perra Tart fui a Montserrat, esa cadena montañosa de pétrea consistencia en granitos incuestionables, que alberga claros de bosquecillos donde hay rocas inmensas, de granito, por supuesto. 

Pues bien, ese día, haciendo alarde de una fuerza que no tenía, me empeñé en bajar a Monistrol andando, rechazando usar el funicular, como era la primera intención, y que usé para subir la monasterio. La tarde tenía una temperatura ideal, y me pareció más que deseable, caminar, de bajada, por unos atajos que llevan, por senderos de tierra arcillosa, desde la cumbre hasta el pueblo.

Desde arriba, la falda de esa maravillosa mole de piedra redondeada contra el cielo, se ve cercana y asequible y no dudé en seguir a mi instinto senderista. En un claro, mi perra se detuvo en seco, para ponerse a oler luego una de las piedras de un pequeño claro donde arbustos y ginesta amarilla ponían color a una niebla que iba en aumento con cada paso.

Le puse agua en un recipiente de plástico, y me alejé de ella, por cerciorarme del estado del sendero.  Desde unos veinte metros, al girarme por ver a la perra, dos piedras se movían. De hecho los dos pedruscos del claro. Mi mascota venía corriendo hacia mí ladrando y aterrada con la cola entre las patas, y quejicosa. Dejamos el cacharro del agua y aceleramos la marcha hasta llegar al pueblo. En el bar donde entramos, donde me pedí un café con leche, un anciano con una garrota explicaba a un grupo de boys scouts que hacían corro, una leyenda.

Según ésta, la zona entera tenía unas variaciones magnéticas que nadie había conseguido explicar, que conferían a la masa geológica las mejores condiciones para la brujería y para sucesos esotéricos complejos, como que las piedras, sólo algunas, de la zona, no eran pétreas, sino que estaban tan vivas como unas albóndigas.

-          - De hecho- prosiguió el anciano, pierden la vida sólo cuando se las extrae para hacer casas, o si se usan en esculturas, pero en ocasiones, por algún misterio, algo falla, y hay estatuas que mantiene la vida que tenían.
            - ¿Como cuál?- preguntó un crío de poco más de diez años.
      -  Como mínimo una que usó un escultor de Reus, para una mujer de viento, o "la bailarina", que la llaman por los dos nombres, chaval- .
        -  Esas leyendas chicos, tienen mucho que ver con las noches frías, donde, con tantas horas de oscuridad, cerca de las chimeneas, se hilvanaran viejas historias de misterios- dijo el monitor, ajustándose el pañuelo rayado de vetas grises.

     Como vivo en Reus, echaré un vistazo más a esa estatua, que siempre me parece viva, tan quieta ella, y que me me da pena, porque imagino siempre cuántas agujetas no tendrá, por mantener los brazos alzados. 

     Eso sí, iré con la perra, y como le de por ladrar, no vuelvo a mirarla en mi vida. 



10 comentarios:

  1. Quien iba a decir que las albóndigas pudieran provocar miedo, pero es así. Las cosas tienen que estar en su sitio y con su consistencia.
    Un abrazo.

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    1. Es que vemos las cosas con unos ojos siempre con orejeras, pero quién sabe si los perros captan asuntos que nosotros no podemos.

      Es un divertimento, como bien se nota, pero realmente alguna vez me ha pasado eso de sentir que algo se mueve... y no hay viento que meza las hojas.

      Un abrazo

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  2. Si yo veo dos piedras moverse vuelvo a casa con un embudo en la cabeza y creyéndome Napoleón.

    Besos.

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    1. Tentadita estuve, pero lo achaqué a la niebla, no obstante, te confirmo que la escultura no se mueve, ratificado con la perra, de primera mano :-)

      Un beso

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    1. Si el sabor como la consistencia, es una fenomenal idea, pero no sé yo...eso de pasear sobre terreno tan poco estable....muy motivador no lo veo!

      Un saludo

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  4. Esas piedras que alimentan el espíritu de supervivencia de los viejos montañeros, asustando a una vieja perra con dificultades en el olfato, para descubrir unas buenas albóndigas de montaña perfumadas de tomillo.
    Un beso.

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    1. Esa pobre perra, que igual, con las cataratas ve poco y mal, y yo, sin gafase y con niebla creí ver lo imposible, pero los viejos senderistas nunca mueren, y la magia de las leyendas al caer de la tarde, nos subyuga.

      Un beso

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  5. ¡Que grande Paz!
    Algún día acostada en una cala de la Costa Brava hundiré mi cuerpo entre carne molida y todo tendrá sentido.
    Un abrazo.
    María José

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    1. Ese es el sentido de este hilvanado de tus imágenes posibles y las mías casi que imposibles.

      Un abrazo y feliz finde, María José

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Ponen un gramo de humanidad. Gracias por leer.