Una compañera se había planeado qué pasaría si algunas piedras,
en vez de tener una consistencia sólida, fueran de textura de albóndigas. No de
plastilina, ni de gelatina, sino de albóndiga.
Tal vez esa consistencia tan prosáica del pensamiento era
debida a que cuando hablábamos de posibles imposibles, la luna parecía medio
queso, la merienda había sido más que escuálida, y la juventud de su mirada
requería alimentos más tangibles que unos montaditos de diseño de un restaurante
japonés, donde en platos cuadrados, y adornados por briznas de alguna planta,
unas tapas hacían gala de la cocina sibarita, de anunciada sentencia de "calidad
por cantidad".
Pudiera ser, pero ambas hemos seguido charlando de unos
relatos, uno de Cortázar, “La casa tomada”, y uno de Poe, que se nos han
propuesto para acompañar el concepto de creación de escenarios literarios.
El relato de Cortázar, releído por mí en más de una ocasión,
me sugiere siempre la magia de la palabra, capaz de hacer imaginar lo que no se
nombra, y capaz de envolverte entre óleos, arcilla, o espacios que te van
conquistando, lo que te atrapa como lector. Y uno ya no puede parar de leer, por cazar, la
pieza de caza que entrevé, aún sin saber de qué animal se trata.
Desde anoche que hablamos, siento una desazón que ahora me explico,
y que nunca pude verbalizar porque me pareció fruto de la niebla de una tarde
de noviembre.
Esta noche, de esas de insomnio porque sí, he podido recordar con precisión una jornada casi olvidada
en que con mi perra Tart fui a Montserrat, esa cadena montañosa de pétrea consistencia
en granitos incuestionables, que alberga claros de bosquecillos donde hay rocas
inmensas, de granito, por supuesto.
Pues bien, ese día, haciendo alarde de una
fuerza que no tenía, me empeñé en bajar a Monistrol andando, rechazando
usar el funicular, como era la primera intención, y que usé para subir la
monasterio. La tarde tenía una temperatura ideal, y me pareció más que deseable,
caminar, de bajada, por unos atajos que llevan, por senderos de tierra
arcillosa, desde la cumbre hasta el pueblo.
Desde arriba, la falda de esa maravillosa mole de piedra
redondeada contra el cielo, se ve cercana y asequible y no dudé en seguir a mi
instinto senderista. En un claro, mi perra se detuvo en seco, para ponerse a oler
luego una de las piedras de un pequeño claro donde arbustos y ginesta amarilla
ponían color a una niebla que iba en aumento con cada paso.
Le puse agua en un recipiente de plástico, y me alejé de
ella, por cerciorarme del estado del sendero. Desde unos veinte metros, al girarme por ver a
la perra, dos piedras se movían. De hecho los dos pedruscos del claro. Mi mascota
venía corriendo hacia mí ladrando y aterrada con la cola entre las patas, y
quejicosa. Dejamos el cacharro del agua y aceleramos la marcha hasta llegar al
pueblo. En el bar donde entramos, donde me pedí un café con leche, un anciano
con una garrota explicaba a un grupo de boys scouts que hacían corro, una
leyenda.
Según ésta, la zona entera tenía unas variaciones magnéticas
que nadie había conseguido explicar, que conferían a la masa geológica las
mejores condiciones para la brujería y para sucesos esotéricos complejos, como
que las piedras, sólo algunas, de la zona, no eran pétreas, sino que estaban
tan vivas como unas albóndigas.
- - De hecho- prosiguió el anciano, pierden la vida sólo
cuando se las extrae para hacer casas, o si se usan en esculturas, pero en
ocasiones, por algún misterio, algo falla, y hay estatuas que mantiene la vida que tenían.
- ¿Como cuál?- preguntó un crío de poco más de diez años.
- Como mínimo una que usó un escultor de Reus, para una
mujer de viento, o "la bailarina", que la llaman por los dos nombres, chaval- .
- Esas leyendas chicos, tienen mucho que ver con
las noches frías, donde, con tantas horas de oscuridad, cerca de las chimeneas,
se hilvanaran viejas historias de misterios- dijo el monitor, ajustándose el
pañuelo rayado de vetas grises.
Como vivo en Reus, echaré un vistazo más a esa estatua, que siempre me parece viva, tan quieta ella, y que me me da pena, porque imagino siempre cuántas agujetas no tendrá, por mantener los brazos alzados.
Quien iba a decir que las albóndigas pudieran provocar miedo, pero es así. Las cosas tienen que estar en su sitio y con su consistencia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es que vemos las cosas con unos ojos siempre con orejeras, pero quién sabe si los perros captan asuntos que nosotros no podemos.
EliminarEs un divertimento, como bien se nota, pero realmente alguna vez me ha pasado eso de sentir que algo se mueve... y no hay viento que meza las hojas.
Un abrazo
Si yo veo dos piedras moverse vuelvo a casa con un embudo en la cabeza y creyéndome Napoleón.
ResponderEliminarBesos.
Tentadita estuve, pero lo achaqué a la niebla, no obstante, te confirmo que la escultura no se mueve, ratificado con la perra, de primera mano :-)
EliminarUn beso
Caminar sobre piedras de albóndigas, que buena idea!
ResponderEliminarSi el sabor como la consistencia, es una fenomenal idea, pero no sé yo...eso de pasear sobre terreno tan poco estable....muy motivador no lo veo!
EliminarUn saludo
Esas piedras que alimentan el espíritu de supervivencia de los viejos montañeros, asustando a una vieja perra con dificultades en el olfato, para descubrir unas buenas albóndigas de montaña perfumadas de tomillo.
ResponderEliminarUn beso.
Esa pobre perra, que igual, con las cataratas ve poco y mal, y yo, sin gafase y con niebla creí ver lo imposible, pero los viejos senderistas nunca mueren, y la magia de las leyendas al caer de la tarde, nos subyuga.
EliminarUn beso
¡Que grande Paz!
ResponderEliminarAlgún día acostada en una cala de la Costa Brava hundiré mi cuerpo entre carne molida y todo tendrá sentido.
Un abrazo.
María José
Ese es el sentido de este hilvanado de tus imágenes posibles y las mías casi que imposibles.
EliminarUn abrazo y feliz finde, María José