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Interior del Palacio Güell. Barcelona. Foto de mi autoría |
El divorcio de Paula le había
dejado con el entrecejo fruncido, un sabor amargo en el paladar, y una cuenta
corriente tan escuálida como la radiografía de un silbido.
El piso se lo quedaba
ella, y Pablo debía pagarle la mitad, de poco en poco. Ese trato le permitiría
alquilar un piso, con opción a compra, que aunque un poco anticuado, estaba en
Sants, y le quedaría, por tanto, más cerca de su trabajo.
Quedó con su amigo Lucas, de
hecho su único amigo, y la primera vez que se encontraron, tras el divorcio, en
ese bar de la Diagonal, sólo pudo
explicarle, entre cervezas Coronitas,
qué tanto le había dolido, pero en el fondo, qué tanto le aliviaba dejar atrás esa historia de diez años de islas irreconciliables.
- - Y suerte que ella no se animó a tener un hijo. Porque habría sido muy duro para mi.
- - Si, menos mal. Porque igual habías sido un
padrazo y ahora estarías hecho polvo.
Brindaron con
una última jarra y quedaron en verse más asiduamente, como así fue.
Lucas le
invitó a una exposición de talentos emergentes y allí le presentó a María Luisa
Gracián, la decoradora de moda en Barcelona. Mujer alta, con una gabardina
entallada con su cinturón y un look en blancos y negros que le dotaban de una
elegancia que resaltaba su estilo sobrio y femenino. Del que quedó prendado, imposible negarlo, así como de sus manos, de pianista.
Como sin
querer, le comentó sobre su piso actual, y de su deseo de reformarlo, aunque fuera
un poco, para hacerlo más confortable. Y ella, encantada, se dispuso a visitarle para tomar medidas, y valorar, juntos, qué podían hacer para mejorarlo.
Ese día, ella
con el metro en la mano, su cabello rubio recogido en un moño que a ratos
sujetaba con el lápiz, tomaba notas sobre una libreta, y durante la comida, que
pagó Pablo, le hizo ver un boceto de los cambios que ella imaginaba.
Entusiasmado
porque esa reforma le permitiría estar con ella, aceptó encantado las ideas que
plasmaba y explicaba, quedándose en cada minuto, más abducido por su belleza, y por su inteligencia, práctica y elegante.
Ella le presentó un
presupuesto un par de días más tarde, durante una merienda, que de nuevo pagó
él, y luego aceptó hospedarse en un hotel sencillo pero muy cómodo que María Luisa le
aconsejase, mientras durara la reforma.
Cuando la
acompañó a tiendas de suelos, de mármoles y encimeras, de pinturas y de papeles
pintados, verla así, vivaz y etérea, mientras se movía como pez en el agua,
sólo consiguió enamorarle más y más, hasta que la invitó a su hotel con una excusa
boba, y ella a aceptó, pasando una noche inolvidable.
Pablo ya había
pedido dinero a sus padres para los primeros gastos de la reforma, pero cuando,
ya acabadas las obras, ella insistió en tirar los muebles, un poco sí que se asustó. Irían de
compras de mobiliario. Ya lo creo. Fueron, en efecto.
¡Y qué
muebles!, todos ellos de diseñadores en alza. Cada pieza, cada silla, o mesita, complemento
o simple percha, era una loa al buen gusto, a la simplicidad y a unos precios desorbitados.Pero ya él no se podía
echarse atrás, y ella estaba "en el bote". Se imaginaba a los dos en su nido de amor, a pesar de que ella vivía en un ático
de Sarriá.
En el banco le
concedieran una hipoteca sobre su casa, a quince
años y con un interés muy bajo. Y sin saber cómo, se vio firmando una condena, justo a tiempo para poder abonar la totalidad de esa reforma por amor, y lo que debía a sus padres.
Paula, por
esas cosas de la vida, y de la crisis, tuvo que aceptar la realidad. Ella debía volver a casa de su madre, viuda y con espacio de sobra, porque le rebajaron el sueldo. El pacto cambió y ahora era Pablo quien debía quedarse con el piso y pagarle a ella la mitad. Eso sí, firmando ante notario el compromiso mensual, porque,
enterada de la relación de su ex con aquella decoradora de moda, no iba a dejar
pasarle ni un mínimo retraso.
Poco después
de inaugurar su nuevo piso, cual bombonera exquisita, María Luisa le comunicó que
al fin se casaba con su novio de juventud, quien había reaparecido en su vida, y
le rogaba asistiera a su boda, porque, según le dijo, habían tenido una relación
inmejorable con él.
Él hoy busca
inquilino para su piso de casado, paga a duras penas la hipoteca y el alquiler de la bombonera. A veces se
retrasa en su pago. Sí, del pisito que acabó saliendo en las portadas de las
revistas de decoración.
No hay amores
baratos, es bien sabido, pero haciendo cuentas, esta pasión hacia la musa de
Barcelona, le había salido muy caro.