Gisela
acaba de decirle que se iba el fin de semana con sus padres.
Había salido del dormitorio, como cada día. Despeinada
y a caballo entre sus sueños y sus bostezos indisimulados, dejando el aire
prendido de amanecer en ese instante. Salía de la ducha tiñendo el pasillo de canturreo infantil y el
pelo mojado y ese instante específico, preludiado por el cese de las flamas en el calentador, era el pistoletazo
de salida para Luis desde el lunes aciago en que la encontró por compañera de
piso.
Loco de un olor que incendiaba las baldosas que ella
iba ocupando en su trajinar por el piso, no había conseguido apenas comer ni
dormir desde el instante en que la vio. El jueves, aturdido, descompuesto,
desaliñado y con ojeras violáceas, le había dicho que se moría por ella. Y Gisela,
ignorante del corazón masculino, le había contestado, muerta de risa, que era
lo más estúpido que le había dicho jamás. Ajena a la compleja maquinaria de los
relojes hormonales, no podía calibrar el efecto de sus amaneceres rojos, de
la luz azulina de sus ojos cuando se quedaba absorta, del hálito a pétalos
rosas de su aliento, ni del de a almizcle difuso que emanaba de su cintura.
No entendió que Luis se venía abajo, como una
escayola mojada, y no volvió a pensar en él, asumiendo que le vería el lunes. Perdida en el mundo que la envolvía como una
burbuja de jabón irisado y flotante, cerró la puerta como si tal cosa, para ir
a clase.
Cuando encontraron el cuerpo del muchacho, su sien
tenía un manchurrón de sangre reseca , que seguía un recorrido por su cara
hasta llegar a un remanso en el hueco de la clavícula. Su sonrisa era tan
limpia y bella que no cabía pensar en el suicidio, pero lo que llamaba la
atención era el olor que compactaba el aire de forma concéntrica a partir del
círculo descrito entre el ordenador y el sillón giratorio y que llegaba hasta
el pasillo, aunque ya atenuado. Era un aroma dulzón. A jazmines y sándalo, en
una mezcla imposible, que sólo consiguió que aquellos dos policías municipales
se echaran a llorar.
Sintieron la desesperación de sentir la calamidad
que ese amor hacia Gisela llevaba adherida. Esa desesperanza que había
traspasado la piel y los músculos, para
llegar y quedarse, en los huesos de ese estudiante que acababa de llegar del
pueblo para compartir piso, por primera vez, con una compañera de facultad. La que
resultó que devoró su corazón sin ser consciente del halo de su fragancia a muerte
que desprendía su insólita belleza.