La
incorporación al proyecto de las Olimpiadas de José Prieto, fue una convulsión
para el edificio de la calle Valencia.
Tal vez la
sensación de estar de paso influyese en que alquilando ese ático, no lo
sintiera su hogar en ningún momento. Este abogado engreído, relamido y parco en
urbanidad, era consciente de que su curriculum le avalaba. No es que
despreciara a la gente, sino que se valoraba en alto precio porque se sabía
mejor que el resto de los mortales.
Había buscado
el piso en alquiler a través de la más renombrada agencia inmobiliaria,
poniendo como condición que fuera un ático, con poco vecinos y en una buena y céntrica zona, por lo que al
entrar en el portal observó los detalles de la portería, la estatua femenina de
mármol de carrara, y la amplitud que daba
el techo con su artesonado, concluyendo que si el piso era de su agrado, no
dudaría en alquilarlo.
Soltero
empedernido, usaba esa condición como motivo para jactarse, y para él, los
áticos poseían ventajas incuestionables. Jamás molestaban ruidos de habitantes
sobre su casa, solían tener terrazas muy amplias y la excusa de mirar la ciudad
bajo las estrellas era siempre un acicate para llevar a la cama a la mujer que
tuviera cercana.
Con el
agente, midió la amplitud de la habitación
principal y la disposición del comedor, así como la holgura de la
terraza. No dudó en dar la paga y señal para formalizar el contrato esa misma
tarde de Febrero.
Su mudanza la
hicieron de forma profesional y rápida y los vecinos le vieron instalarse en un
santiamén.
El ascensor,
con su asiento de terciopelo verde, su gran espejo plomado y sus botones
dorados le acogía a diario, ya fuese solo o en compañía de alguna mujer,
generalmente de buen ver. De hecho, en
ocasiones, era el lugar donde iniciaban el ascenso hacia el cielo desde los
besos y arrumacos en el mismo camarín con su asiento evocador.
Pronto
observó que el muchacho del primero B practicaba el piano de cuatro a cinco y
que ponía empeño, pero le faltaba mucho para que su hora de la siesta no
tuviera un desagradable fondo a desafinados errores de partituras.
Los niños del
segundo A eran dos gemelos que bajaban y subían por la escalera a su regreso de
alguna actividad deportiva sobre las nueve de la noche, llenando la escalera de
voces, o incluso de rebotes de pelota y multitud de risas.
Pero lo que
más le molestaba era el vecino del cuarto, porque tenían un dálmata y un niño
que ponía la tele con el barrio Sésamo a todo volumen. No podía saber que el
chaval tenía hipoacusia por unas otitis crónicas, pero las pocas veces que
usaba la cocina, ésta se inundaba de olores que no le molestaban en absoluto,
pero casi siempre de voces del piso de abajo. Unos hablaban alto mientras
cenaban, y los otros, al menos un hombre de voz muy grave, cantaba o silbaba
mientras cocinaba, con lo que, para sus costumbres, el piso era perfecto si se
obviaban estos inconvenientes.
El mayor
trayecto del ascensor era el que él realizaba, pero hacía lo que es habitual,
saludar, y con una vecina muy atractiva hablaba del tiempo.
El perro le
ladraba cada vez que coincidían y siempre sospechó que el asiento había sido
ensuciado de sus babas, pues aunque el amo intentaba calmarle,
invariablemente el animal plantaba sus
pezuñas en el suelo, le miraba a los ojos y gruñía, para ladrar luego hasta
salir del ascensor.
José asistió
a una reunión de vecinos, donde se trataba el tema de la acometida de agua al
edificio, que habían encontrado deficiente y en mal estado en una revisión
rutinaria de Aguas de Barcelona. Escuchó educadamente, pero como el tema era
del interés del propietario y a él no le afectaba, había acudido para que se
tratara el tema de los ladridos del perro, de la hora de ejercicios pianísticos
del chaval del primero y del horario de recogida de basura por parte del
portero.
Se tuvo en
cuenta sus objeciones y se llegaron a acuerdos, delimitando el horario del
chaval de cinco a seis de la tarde, prohibiendo la entrada del perro al
ascensor, salvo que estuviera enfermo o su vejez le impidiera usar las
escaleras, y atrasando una hora la
recogida de bolsas de basura de las puertas.
En ascensor estuvo
presente en la planta baja todo el tiempo de la reunión. Y su espejo reflejó
los movimientos de los vecinos y el momento de la firma del acta de la anterior
reunión, a la que el Sr Prieto no había asistido. Por lo que saludó con un lacónico
“buenas noches”, dio la mano al propietario y subió a su casa.
Con la
disminución de molestias durmió más tranquilo.
El dálmata
subía y bajaba por la escalera, pero si en ese periodo de tiempo Don José iba
en el ascensor, ladraba, le ladraba. Aunque sólo a él.
La noche de
San Juan, cuando se celebra el día más corto del año, es tradición en Catalunya hacer hogueras con
los muebles viejos, festejar verbenas con un tipo de bizcocho que llaman
”coca”, (palabra que viene de cok, no de sustancia alguna extraña), y también
es tradición tirar petardos.
Fue pura
casualidad que Don José tuviera un arma en su casa. La guardaba en una caja de
zapatos del armario del dormitorio de invitados, y pertenecía a un cliente,
cuya defensa llevaba de forma impecable.
Los áticos se
usan mucho para hacer verbenas esa noche, como es natural, pues la frescura
permite disfrutar de los farolillos o adornos, la buena compañía y el
sitio privilegiado desde donde ver las hogueras
de la zona y desde donde tirar petardos.
El vecino del
ático organizó un encuentro, a demanda de dos compañeros del gabinete y al que
asistieron seis personas. Todo fue normal y divertido, hasta se podría decir
que muy bien. Consumieron cava, comieron coca, bailaron los temas que llevaban
para la ocasión, y tiraron petardos hasta bien entrada la noche.
Asomó el sol,
aún escuchándose los sonidos de los borrachos, de los coches madrugadores y de los
petardos tardíos. Y entonces, no supo cómo, al ver al viejo dálmata suelto por
la acera y con una mujer satisfecha durmiendo en su cama, agarró la pistola, y
casi sin apuntar, disparó, oyendo un sonido como el de un petardo tardío más.
Tras poner en
un tupper la pistola, se orinó sobre las manos y luego las lavó
concienzudamente para acomodarse después abrazado a Pilar y quedarse dormido.
Despertaron
tarde y con resaca. Desayunando,
sintieron que había pasado algo, porque el patio interior emitía ruidos
diferentes a los habituales.
Al bajar con
Pilar, para acompañarla a su casa, el ascensor se paró en el segundo piso,
donde una mujer explicó que habían disparado al perro del vecino del cuarto.
Los tres comentaron lo peligrosas que son las armas y el miedo que tienen los
perros a los petardos, llegando a explicar la buena señora que al dálmata le daban Valium
esa noche desde siempre, y que se metía bajo la cama del niño con pánico por
los petardos.
Cuando
salieron a la calle José vio restos de sangre en la otra acera, así como bolsas
de basura por doquier.
Por la tarde
cogió el tupper y se fue al rompeolas en una Golondrina, tirando la pistola al
fondo del mar, olvidando que había que tener mala suerte para acertar borracho
y desde treinta metros a un blanco móvil. Aunque pudiera ser que el casquillo
no fuera de su arma, pues las armas ilegales de la ciudad se disparan para
probarlas esa noche, o el día de fin de Año.
Cuando al día
siguiente sus dos compañeros le felicitaron por la fiesta, que no quisieron
llamar verbena en ningún momento, dijo: -”Gracias”, y siguieron la jornada de
forma habitual.
Por la noche
le llamó el portero desde la planta para avisarle de una visita. Una señorita
llamada Vanesa preguntaba por él. Carlos la vio entrar en el ascensor con esos
andares de una falda de tubo y las medias con las costura rectas como trazadas
con tiralíneas, pero no le sorprendió pues el Sr Prieto recibía visitas de
mujeres atractivas con frecuencia.
Lo que no
pudo ver, fue cómo cogía un manojo de billetes en un sobre cerrado que además
contenía una bolsita con cinco pastillas blancas y una azul.
El portero se
retiró a sus dependencias a su hora y no la vio salir. Como era frecuente. Lo
que le sorprendió fue que un compañero del vecino del ático, el conocido Arturo
Bonavía i Fontanals llegara al mediodía, asustado porque el Sr Prieto no había
ido a trabajar y no contestaba al teléfono fijo, ni al armatoste del móvil.
Entraron
juntos con la llave de portería, encontrándole en la cama, frío y del color del
mármol de la escultura de la entrada. Llamaron al juez para hacer el
levantamiento de cadáver, pero no se hizo autopsia porque la funda de la
pastilla de Viagra estaba en la mesita de noche y en su historial médico, su
médico de cabecera le tenía diagnosticado de hipertenso y con una insuficiencia
cardíaca.
La familia se
hizo cargo de todo. Los vecinos que se cruzaron con aquella madre hundida y ese
hermano diligente, les dieron el pésame y hablaron muy bien de él. Comentaron
la gran pérdida para todos de estas muertes prematuras, pero no asistieron al
tanatorio, que preveía el traslado del ataúd.
Por supuesto nadie
planteó hacer llegar alguna corona de flores al entierro que se llevó a cabo en
una ciudad de Murcia, de donde era oriundo.