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Sebastián ha cumplido los cincuenta hace dos días. Se mira en
el espejo y tras acomodarse el pelo, cano ya en muchas zonas, se agacha a acariciar
a Sansón, el perro lobo blanco que le acompaña desde que lo rescatara de un
taller de coches viejos donde estaba, siendo apenas un cachorro, amarrado a un poste. Ese chucho sucio
y delgado como un santo cristo había sido, tal vez, su salvación. Tras ducharse, le enseña la correa. Es manso, y paciente. Es su mejor amigo, tal vez el único que le queda.
Ríete tú de la movida madrileña. Él ha vivido en La Mina desde los ochenta, y eso
sí que era un carrusel de emociones, de heroína y de navajazos. Su paso por la Modelo, hoy ya convertida en un
lugar bonito de ver, fue peor para su adicción que estar fuera del trullo. En los diez años que permaneció por robo con violencia, hasta el noventa, iba sabiendo cómo sus amigos
iban cayendo, uno a uno, por el SIDA. La heroína inundaba las galerías radiales, y aún no sabe
cómo no sucumbió al VIH, porque el treinta por ciento de presos lo tenían, pero
superó la prueba.
Había conseguido desengancharse de la droga dentro, uno de
los pocos en realidad de tal proeza, pero no del ambiente de su barrio. La
heroína inundaba las galerías y pasó a ser la que mandaba en la cárcel, pero un
médico le salvó a tiempo de una sobredosis, y no sabe cómo entendió que no hay
otra vida, y que una segunda oportunidad la mayoría de sus amigos no la habían tenido,
y en un arranque de decisión, decidió dejarlo.
El barrio le volvió a acoger, con sus leyes, sus vicios, sus rincones oscuros, ya con las
ausencias delictivas que habían sido su vida y su familia. Pudo recaer, pero al enterrar a su hermano comprendió que la única salida era seguir limpio. Nunca dejará de
agradecer al azar haberse topado con el perro rubio del mecánico más guarro y
eficaz que había conocido nunca. Arreglaba casi todo con alambres y cinta
americana, y dijo que sí cuando una pena inmensa rozó el alma de Sebastián ante
Sansón y solicitó podérselo llevar. Fue el regalo del milenio. De hecho lo adoptó
el día posterior a los Reyes. Tal vez fuera el perro, con la rutina que
comporta tenerlos, quien hizo que se
levantara pronto a diario, buscara curro y pudiera buscar un piso para ellos dos. Allí vivía todavía, en la
Barceloneta, cercano al restaurante donde le contrataron de pinche de cocina, a
pesar de sus antecedentes penales.
El perro le ha acompañado y defendido de todo y de todos en
estos años. Hoy, cuando he visto a Sebastián en el parque, haciendo su rutina
de ejercicios bajo la atenta mirada de su guardián blanco, no he podido dejar
de observar cómo cuida que tenga siempre agua en un envase vacío de ensaladilla rusa del
Mercadona, que siempre lleva consigo.