Collage de Eugenia Loli |
Siguiendo una iniciativa de jueves, de la mano de Ame
Les traigo casi una receta de repostería. En la alacena, la tableta de chocolate reposa, tan tranquila, sin imaginar que le daré caza. Parece que hay ingredientes en mi cocina para intentar .un postre. Echo mano a internet. La tableta se ha juntar con mantequilla, en un bol, y darse juntos un baño María. Aceptan el baño con pocas ganas, todo se ha de decir. Han de formar una pasta densa, a golpe de varilla y espátula. Discuten, como era de esperar. La mantequilla, tan fresca de la nevera, anda quejándose al chocolate porque la ensucia, y éste anda esquivo, por la superficie helada que quiere abrazarla, pero acaban entrelazándose en un tango arrabalero, a un ritmo de un allegro vivace desatado. El recipiente queda aparcado, y por el silencio, deduzco una emulsión perfecta poniendo fin a la discusión, en sabio pacto de acoplamiento.
En otro bol he puesto cuatro huevos, cuyas yemas bailongas juegan con el tenedor al pilla-pilla, mientras el azúcar espera con aire circunspecto sobre la encimera, en su bolsa naranja y blanca. Estos huevos - dice el azúcar-, siempre resbalando. Doña azúcar es consciente de su importancia y los setenta gramos, de blanca nieve, los voy dejando deslizar, confirmando cómo se eriza y se entremete con los colores anaranjados de un puro ballet, en una danza del vientre que quiere salirse del recipiente por dos veces. La varilla está exultante con sus sonidos metálicos contra la loza, tanto, que alegran al canario y le provocan un trino.
El horno entretanto anda pidiendo que lo alimenten y ese calorcito por las piernas resulta confortable. La nieve ha hecho acto de presencia en la ciudad. La harina espera en el estante, tan impoluta, tan fina ella, queriendo vestir de máscara veneciana todo lo que toca Anda exaltada y nerviosa porque sabe que es imprescindible.
Se han de fusionar los ingredientes ya usados y añadir el harina, la diva de la fiesta. Como apoteosis final mezclo todo en un bol extra grande , dejando que los diminutos copos blancos de unos setenta gramos a ojo de buen cubero, al fin se avengan a conjugar los verbos del mezclar y del fusionar entre mis manos, que notan la húmeda tibieza del aroma a chocolate y dulce sueño de algún bizcocho infantil.
El molde tiene forma rectangular. Es hondo, como los afectos, y está engrasado por la risa de confirmar, que tal vez, por puro azar, tras unos diez minutos a fuego medio de un horno de pan sin miga, acabe saliendo un coulant de chocolate. Quizás.