miércoles, 27 de febrero de 2019

Objetos de postre, en jueves

Collage de Eugenia Loli

Siguiendo una iniciativa de jueves, de la mano de Ame

Les traigo casi una receta de repostería. En la  alacena, la tableta de chocolate reposa, tan tranquila, sin imaginar que le daré caza. Parece que hay ingredientes en mi cocina para intentar .un postre. Echo mano a internet. La tableta se ha juntar con mantequilla, en un bol, y darse juntos un baño María. Aceptan el baño con pocas ganas, todo se ha de decir. Han de formar una pasta densa, a golpe de varilla y espátula. Discuten, como era de esperar. La mantequilla, tan fresca de la nevera, anda quejándose al chocolate porque la ensucia, y éste anda esquivo, por la superficie helada que quiere abrazarla, pero acaban entrelazándose en un tango arrabalero, a un ritmo de un allegro vivace desatado. El recipiente queda aparcado, y por el silencio, deduzco una emulsión perfecta poniendo fin a la discusión, en sabio pacto de acoplamiento.  

En otro bol he puesto cuatro huevos, cuyas yemas bailongas juegan con el tenedor al pilla-pilla, mientras el azúcar espera con aire circunspecto sobre la encimera, en su bolsa naranja y blanca. Estos huevos - dice el azúcar-, siempre resbalando. Doña azúcar es consciente de su importancia y los setenta gramos, de blanca nieve, los voy dejando deslizar, confirmando cómo se eriza y se entremete con los colores anaranjados de un puro ballet, en una danza del vientre que quiere salirse del recipiente por dos veces. La varilla está exultante con sus sonidos metálicos contra la loza, tanto, que alegran al canario y le provocan un trino.

El horno entretanto anda pidiendo que lo alimenten y ese calorcito por las piernas resulta confortable. La nieve ha hecho acto de presencia en la ciudad. La harina espera en el estante, tan impoluta, tan fina ella, queriendo vestir de máscara veneciana todo lo que toca Anda exaltada y nerviosa porque sabe que es imprescindible. 

Se han de fusionar los ingredientes ya usados y añadir el harina, la diva de la fiesta. Como apoteosis final mezclo todo en un bol extra grande , dejando que los diminutos copos blancos de unos setenta gramos a ojo de buen cubero, al fin se  avengan a conjugar los verbos del mezclar y del fusionar entre mis manos, que notan la húmeda tibieza del aroma a chocolate y dulce sueño de algún  bizcocho infantil.

El molde tiene forma rectangular. Es hondo, como los afectos, y está engrasado por la risa de confirmar, que tal vez, por puro azar, tras unos diez minutos a fuego medio de un horno de pan sin miga, acabe saliendo un coulant de chocolate. Quizás.

lunes, 25 de febrero de 2019

Frío y abracadabra




Entre un partido de fútbol
y una piel donde anidar.
Sin más búsqueda de arena 
que haga barro con saliva.
Sin rumbo, hacia algún alero,
y sin credos de destinos,
hallaron el paréntesis 
de otro cruce de caminos,
un bol de café y vainilla,
donde aparcar, unas horas,
los ruidos, al fin lejanos, 
y el frío de la avenida.

La escultura callejera,
músicos en sordina,
y hasta un banco de madera,
les dio donde…adivina…
dejar atrás las aceras
de mil heladas dañinas

Pusieron el punto al contrapunto
del punto exacto de las esperas.

Y no anidaron las golondrinas,
pero sí dejaron que  la noche
oliera a inminente primavera. 

miércoles, 20 de febrero de 2019

Si es jueves, esto es París

Imagen de Google

Siguiendo una iniciativa de Diario del último bufón

Horacio sujeta a Lucía por la mano, como otras veces, mientras vagan por las calles que recorrían hacía sí mismos. El pequeño Rocadamour se había quedado al fin dormido. Llevaba días  dormido, pero Lucía no había entendido que era un sueño excesivo.

Entran en la casa de su amigo,  mientras la luna se asomaba por encima de la torre Eiffel. El edificio, situado en la Plaza Saint-Germain Le Pres, es  donde se reúne el Club de la serpiente, y, como mil veces antes, van a mirar los dos cepillos de dientes enfrentados en ese vaso azul de las quimeras.

Horacio señala su reloj de pulsera, con la esfera partida en dos, un semicírculo para el más acá, y otro para el más allá.  Se dirige al espejo para decir «Asumido que a mí no me regalaron un reloj por mi cumpleaños, sino que yo fui el regalo para un reloj, quiero cruzar al otro lado del espejo, por dar vida a esos sueños que dejé en Buenos Aires y los que fabriqué para aquí”.

Lucía, con las mejillas sonrosadas por el esfuerzo de subir los diez pisos andando, recuerda los sonidos de algunas noches, y mirando a Horacio, a través de su figura en el espejo dice: “Pero por mucho que añores, Horacio, yo estoy aquí, en París, contigo, y mientras en esas noches, abrazados, murmura el surtidor de nuestro baño, alimentando nuestro sueños, sucede todo lo que  no nos atrevemos a vivir de día, pero de día estoy a tu lado”

Horacio señala los cepillos de dientes, uno rojo, y el otro azul. “Somos como estos cepillos, Lucía, estrecha e inevitablemente ligados por la corta  distancia que les dicta el vaso que comparten, nos miramos fijamente, como ellos, pero no podemos fundirnos en uno solo ”

Empieza a sonar una pieza de jazz, donde el querido cronopio de Luis Armstrong emite un flujo de música improvisada y de ritmo melodioso. La pareja deja de mirar hacia adelante y se enfrentan las miradas. “Nosotros tenemos brazos, -dice Luía-, no somos como los cepillos de dientes, que no pueden abrazarse”

Horacio la abraza, bajo la luz de una torpe bombilla huérfana de ese cuarto de baño de medio pelo de la buhardilla. “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja». Capítulo 7, de Rayuela

Lucía. - Ahora, que me has dibujado la sonrisa, llámame La Maga, Horacio, déjame que sea el fantasma que toda la vida te persiga, aquí o allá, para que podamos encontrarnos en el paraíso de la rayuela que adorna el patio interior de este edifico, que ha sido la jaula de nuestras pesadillas.

Han pasado unos días. El portero ha llamado a una ambulancia.  Edith Piaff llora “la vie en rose” por la escalera,  que huele a col y a croissant recién hecho. Nadie sabe quién saltó primero por la angosta ventana de la buhardilla. Sólo dos figuras quedaron inertes sobre la tiza blanca de un paraíso perdido, imposible de alcanzar a saltitos. Ni aquí, ni allá.

Mis disculpas por la longitud del texto, pero no supe acortarlo.

martes, 19 de febrero de 2019

Guiso con almendro


Luis puso en adobo las promesas que se hizo a los quince, con una pizca de guiños a Mafalda y un buen pellizco de Cortázar. Tenía que dejarlo reposar por siete horas, así que fue al bar de los suspiros, no por suspirar, que ya no era tiempo, sino porque el reloj de los tiempos   le dejase recuperar el aliento, tras el adiós de Laura, con su cintura de amanecer y su túnel de caricias en el delta de sus pesadillas.

Conoció a una mujer, poquita cosa, que enamoraba al aire  de las noches perdidas. Salieron juntos del local. Luego, una alcantarilla se tragó las llaves de ella. Luis no tenía intención alguna, pero la hora era intempestiva y acabó por ofrecerle, mojitos aparate, dormir en su casa. Le preparó el sofá y ella se quedó dormida al poco rato,  mientras un perro del vecindario quiso poner voz a la luna, irreverente, que iluminaba el rostro de la desconocida, tapada con una mantita a cuadros.

Por la mañana temprano, hizo un sofrito con ajo y hierbabuena. Cuando el aroma le indicó el momento de añadir las verduras, las depositó con cuidado, removiéndolo todo con una espátula de madera de chopo, bañada en luz de luna.  Dispuso entonces, en la sartén, los pedazos de promesas. Estaban radiantes, rojas y salvajemente húmedas por el adobo nocturno. Con el guiso tapado y el aroma a primavera en la nariz, se quedó sentado en la silla plegable de la cocina, con los oídos abiertos a esa música de chup-chup imbricado a los recuerdos de las comidas de su infanciaApagó el fuego y se dirigió a la sala. La vio dormir profundamente, con el hombro derecho al aire, la comisura de los labios entreabierta y un respirar profundo y un tanto sonoro. Será la resaca, se dijo.

Quería despertarla raudo, para que ambos pudieran almorzar un desayuno de ensueño, bajo la sombra del almendro huérfano del patio, pero al verla tan tranquila, y tan plácidamente dormida, se quedó mirando sin más su pelo, y sus labios. Sin poder saber qué aromas y suspiros nocturnos le decoraban los sueños, se acercó, y puso su cara sobre la de ella. Volvió a calzarse su mochila de anhelos y deseos escondidos y escurridizos bajo el pupitre, como antaño. Reincidente, inmune a la frustración, volvía a soñar, sin saber por qué.

Ella se despertó. Se miraron a los ojos, hasta verse reflejados en la pupila del otro, sin dejar de sonreír, y sin pronunciar palabra alguna. Él le ayudó a acomodarse en el sofá. Ella sabía que la noche anterior había perdido las llaves de su casa, pero nada parecía importante en la mañana de ese domingo de invierno. Se recorrieron, con las yemas de los dedos, el pecho y el abdomen, mientras iniciaban lentos movimientos de cintura en una terca búsqueda de comodidad. Ambos, simplemente, se dejaron llevar por el aroma del guiso, y por el regusto de la madrugada. Se retuvieron las piernas, y como en un baile de disfraces, pero sin máscaras, pudieron galopar al ritmo de sus latidos, precipitándose en un mar de agua salada, donde, tal vez, volver a naufragar. 

Entre rítmicas muertes, el perro del vecindario tuvo a bien sacarles de ese océano de  pasión sin tinta china, dejando que la calle, con su ruidos dominicales penetraran en la sala, mientras la placa de inducción dejaba sedimentados los azares de la vida, a cocción lenta, una vez más.




lunes, 18 de febrero de 2019

Ramillete de cuentos en flor


Ha llegado a mis manos hace unos días. Son cuentos breves que, como el título ya indica, recogen historias de la calle, de cualquier calle, de un pueblo grande o una ciudad pequeña. Tiene dos diamantes, entre perlas como puños. De lectura fácil, con algunos vocablos más colombianos  que universales, pero muy comprensibles, es un regalo perfecto para la vista, para el corazón lector y para  amantes de un género grande, a pesar de la extensión.

Por los cuentos titulados Mirar y no tocar y Una vez, nada más, ya vale la pena de gozar de la alegría de leer a este autor, amigo del otro lado del mar. Joyas oníricas, de detalles exquisitos, sensaciones escritas con precisión de cirujano y un amor hacia la palabra que nos deja la miel en los labios de estar queriendo más y más.

Un gusto de fin de semana, Entre el delta del Ebro y este libro, la vida sigue brillando, y con  ganas.


Para conseguirlo, en Amazon, sea en formato papel o para Kindle. Su blog, Vení, te cuento. Gracias Guillermo por este ramillete de verdaderos cuentos en flor.

jueves, 14 de febrero de 2019

La fuerza del amor, en jueves


Siguiendo una iniciativa de Desgranando momentos, sobre la fuerza del amor.

Aún a sabiendas de que no había lugar para su regreso, su fidelidad a la vida, con sus aves y paisajes, pero sobre todo, con su amada,  hizo posible lo imposible. Una tarde de febrero se presentó en el dormitorio donde Amanda hacía su siesta. Descansaba entre vapores de eucalipto y varios pañuelos, impregnados de espliego, decoraban todos los rincones del cuarto. El aroma familiar le traía muchos recuerdos. Se sentó en la mecedora de mimbre donde tantas horas pasara, cuando estaba vivo, leyéndole Rayuela. Tomó un libro, que no leería, porque había venido a contemplarla. Miraba su dormir agitado y sus denodados intentos de vencer un asma tan caprichoso como tenaz.

Amanda dormía entre suaves estridores, soñando su propia muerte. Vestía, en el sueño, un camisón con ribetes de encaje en puños y cuello, y su cabello lucía trenzado a ambos lados de la cara, un peinado que nunca usaría. En el sueño, miraba la mecedora, que ocupara Alfonso, con su eterno batín canela y sus ojos verdes enmarcados en las gafas de pasta. Él hacía como que leía el libro, que tantas veces recitara en voz alta, para calmar su respiración agitada, y su corazón al galope. Ella había defendido la vida hasta que él la llamara, para descansar por siempre en la paz del respirar profundo y sosegado de un amor eterno. Y es que sólo Alfonso podría podría ofrecerle un amor sin fisuras, incluso hasta un poco más allá de la muerte.  

La cuidadora la encontró muerta, con una cara de felicidad difícil de interpretar. Sin saber por qué, le colocó un camisón que había pertenecido a la madre, y le sujetó el cabello en dos trenzas enmarcando el rostro. Un libro abierto dormía en la mecedora de mimbre, mientras un sol en retirada iluminaba el cuarto con aroma a vick vaporub. 

martes, 12 de febrero de 2019

Soneto en un páramo


El sol ha golpeado mi ventana 
con la pregunta, nuevamente urdida, 
de hasta dónde quedaron derretidas 
las nubes, más que rotas, desgarradas. 

Mi mente ha organizado, con presteza, 
una lista de dudas aclaradas, 
los guiños, las sonrisas, las miradas…
en un dulce racimo de certezas. 

Sin prisa, sin lujuria, sin pecado.
Mi salero y tu pan, nuestros aperos,
asolando temores silenciados. 

No hay mentiras, ni sombras, ni secretos,
porque la lluvia dejó purificado 
un páramo de amor, con un soneto.

Este poema lo publiqué en febrero 2014  Me permito seguir el hilo de la cometa

Si el corazón en un páramo perdido,
de ausente amor anda desamparado,
debe saber que, habiendo sido herido,
por otro amor podría ser curado

cuando el hielo se hubiera derretido,
con fe, con esperanza, con cuidado,
dejando que los ecos del pasado
entierren, reposando, lo vivido
.

domingo, 10 de febrero de 2019

Gato y ratón en la tarde


Por un tema logístico me han dejado a Lego, nuestro gato, por una tarde.  Desenrollaba el cable del ratón óptico y sin querer atrapé la cola del minino. Del salto que ambos dieron, el portátil cayó al suelo, haciéndose añicos mi red social de amigos, mi biblioteca de música y de imágenes, y mis cuadernos cuadriculados, cargados de poesías que no llegaron a su destino.

Matizo que sólo es un texto, y que gato y ratón están bien. El segundo seguramente ya no será "óptico", por el porrazo, y el primero seguro que no se comería a ese ratón, ni a ninguno, porque una vez llegó una mariposa de la luz a su boca, y el pobre vomitó. 

A este gato le gustaba vernos con el ordenador, y parece que le sigue gustando eso de subirse al teclado, que nota tibio y que cree suyo. También le gusta dejarse cargar como un saquito de patatas en el hombro de su actual amo. Desde esa altura otea mejor sus dominios, esté donde esté su humano.

jueves, 7 de febrero de 2019

La vida de los otros, en jueves


Siguiendo una iniciativa de jueves de Blog de Inma

Escuchado en un bar, regentado ahora por chinos, pero que se sigue llamando El Gaucho. Los argentinos, para mí, tienen el don de la palabra, son magos del verbo Tener amigos argentinos, o uruguayos, te lleva a sobresaltos del espíritu por esa forma grandilocuente que tienen de expresarse. Son son fantásticos. Gente de fútbol, bifes, tango, y mate.

Una.- Sí, soy argentina, aunque llevo 15 años fuera y se me haya ido el acento.

Otra.-  Con razón pedías mate amargo, el otro día.

Una.- Aunque claro, no tienen. Es como me gusta. Amargo. Llevo años tomándolo sola, bueno, sola no, con la compañía de un buen libro. A los españoles no les gusta, lo encuentran amargo.

Otra.- Yo le agrego un poquito de azúcar antes de poner la bombilla. Así el primero no es tan amargo y el último, sí. Y también lo tomo sola. No se te fue el acento del todo, querida, por ahí, se te escapa algo.

Una.- Tienes razón, no puedo con el "os" prefiero el "les"

Otra.  Bueno, quince años más y te vas a acostumbrar, jaja. Te has de integrar. Por trabajo ¿vio?. La vida, que es así

Una.- Este es el tercer país donde vivo, pero adquirir otras nacionalidades no te quita el 
sentimiento de pertenencia de la primera. No me avergüenza tener doble nacionalidad, me encanta seguir siendo argentina.

Otra.- Un medio amigo dice que ya renunció a ser argentino. Me pareció superfuerte su impostura, y digo impostura porque tenía un marcado acento, ¿viste?. Me dijo que no le gustan muchas cosas del país y que por ello renunció a su nacionalidad. Como ejemplo dice que detesta el fútbol, odia el tango por ser lamento del cornudo y que es vegetariano. No sé qué tendrá que ver

Una. -Eso digo yo, qué tendrá que ver…

Apuré el café, dejando a las damas sentadas ante un té, que seguramente les duraría un buen rato. ¿Acaso existe el mate dulce?, me pregunto. Conocidos  uruguayos, quienes no se separan del termo, para prepararse mates en cualquier lugar, no hacen más que reírse de mí y de mis caras ante eso de "hacer una mate". En primer lugar es que eso de compartir la bombilla me da repelús. En segundo lugar, es que no puedo con lo amargo, y es que cero que, por mucho que me lo juren, no me acabaría de gustar, ni en mil años.

martes, 5 de febrero de 2019

Soneto en un pasado




Se me atraganta el aire en la garganta
al verte pasear por la avenida.
No hay rejas materiales que me impidan
saludarte, como al sol, que se levanta.

Sabor  a sal y sueño en las pestañas.
Sonidos de tu voz que aún anidan
entre mis despertares, que no olvidan,
tu dulce animación en las mañanas.

Con mano de azul y agua dibujabas,
en otras madrugadas, mi cintura,
como una flor, alegre e irisada.

Nos recuerdo, como unas miniaturas,
en busca de un refugio en esa cama
que vestimos de amor. Y de locura.

viernes, 1 de febrero de 2019

Cena fallida, o no, bajo la lluvia

Tomado de Google

La tele entonaba un anuncio de colonia, un pelín tardío, por cierto. La lluvia, machacona, hacía cosquillas a los cristales. Las alcachofas estaban viejas y el cuchillo no cortaba, pero Eva quería hacer una tortilla de alcachofas, para Luis. quien había insistido en celebrar el aniversario en casa. Levantó la cuarta copa de vino y confirmó que el cuchillo cortaba tan poco como recordaba. Sin saber cómo, su dedo notó un tajo y la puerta se abría, pocos instantes después, más temprano de lo habitual.  Empezó a esconder las pruebas del delito: la botella a la alacena, y el papel de cocina, empapado en sangre, a la basura. Se apretó la herida con un trozo de cinta aislante ante la imposibilidad de encontrar a tiempo esparadrapo y gasas. Sin poder disimular la alegría alquímica y ficticia del vino, recibió a Luis con un abrazo ceñido. Dentro de sus brazos se dejó acunar cual almohada cálida. Les alteró el humo de la sartén, que a falta de alcachofas para freír estaba hirviendo en solitario.

“Hoy vamos a comer albóndigas de lata, y con albahaca del balcón improvisamos una cena íntima “dijo, todavía nerviosa, tras apagar el fuego de la cocina.  De pronto, Luis comenzó a silbar una canción, estandarte de su relación, y se tomaron de la mano para bailar por la cocina. Se alternaron en recordar los detalles de los primeros alunizajes en la alameda del viejo verano, cuando el viaje de fin de curso de Luis le llevara a ese pueblo segoviano. Comieron con apetito la pizza que les llevaron.

Poco a poco fueron yendo, sin dejar de bailar, hacia la alcoba. Los cacharros quedaron amontonados en el fregadero, mientras degustaban un postre más dulce que el de la mejor cena de cualquier  afamado chef, y el repiqueteo de la luvia seguía con su enconada melodía. Habían sobrevivido a otro aniversario de boda.