El gato llevaba cinco años en una situación de docilidad impuesta.Con sus rutinas de cajón de arena, su brazo de sillón preferido, su cuenco con pienso y mirando desde la ventana la vida que fluía por la callejuela angosta.
A veces no comía por desidia, aburrimiento o simple hastío y en esas ocasiones, le compraban una tarrina de hígado de pollo y atún que, aunque muy gustosa, apenas conseguía acabar. Le acariciaban más y jugaban un rato más con él. En esas ocasiones, porque por lo general, le acariciaba sólo el niño de la familia. Y le disfrazaba. Y le hablaba del colegio. Y lo abrazaba cuando se encontraba triste por algún revés con la madre.
Lo castraron al día siguiente de maullar, por primera vez, toda una noche por una gata en celo que iba y venía por la callejuela, libre y altiva, sucia y preciosa. Era de tres colores deslucidos, como saco de carbonero, por ir libre por las calles del pueblo costero, por no tener amo ni cojín, ni futuro, ni apegos.
Se refregaba esa noche de luna nueva contra la cal de la casa, con un ronroneo pletórico que le estuvo volviendo loco. Literalmente loco. Su mente se concentró en la gata, y el olor que desprendía como promesa de felicidad. Y no podía hacer nada más que seguir su instinto. Probó de huir de la casa pero fue en vano.
Al despertar de la anestesia se lamió los puntos, y ya no hubo gata que le produjese el intenso deseo de escapar. Ni el deseo de salir a recorrer el callejón, a ver de cerca las piedras sobre las que se alzaba una pared encalada. Ni el deseo de correr como un poseso tras la luz del lásser del puntero del niño. Todo deseo se ralentizó, o disminuyó o se evaporó.
Pasaron los años y a medida que iba engordando iba perdiendo pedazos de anhelo en cada estación. En cada invierno se internaba más en su cálido cojín. y dormía más horas sobre el edredón del niño mientras éste hacía los deberes escolares. Su vida era un dormitar vacío, sin objetivo ni emociones. Un estado parecido al estado vegetativo en el que ni las moscas o mariposas le provocaba algo más que curiosidad. Un día incluso, sin saber cómo, llegó a la casa un ratoncillo y lo miró sin más.
Una noche de verano la ventana quedó abierta, y vacilante y torpe se atrevió a salir a la calle. Sin saber cómo, llegó a la playa del pueblo. Olía a salitre y viento. Regresó a su memoria un tiempo en que se moría por una gata y recordó al veterinario amable que le rasuró una pata.
Hizo el gesto de desparasitarse con brío hasta herirse la piel.
Entró en el mar azul negruzco de los derroches de luz y, perdiendo el miedo al agua de los gatos, entró al mar en calma, caminó por la orilla y miró la luna. Se internó sólo hasta confirmar que el oleaje suave mojaba sus patas y nada más.
Siguió saboreando el olor a libertad, y a algas, y a conchas, y a aire. Pasaron los minutos o las horas y seguía siendo noche, y seguía habiendo calma. Cuando por fin salió del mar ya no era el gato castrado y triste que logró escapar. Salió rugiendo un gran león sacudiendo su melena. Con parsimonia. Con majestuosidad. Con una seguridad en él que ni creía que existiese. La vida le pertenecía para siempre.
Ya no había prisa ninguna, porque ya era él al fin.
Una noche de verano la ventana quedó abierta, y vacilante y torpe se atrevió a salir a la calle. Sin saber cómo, llegó a la playa del pueblo. Olía a salitre y viento. Regresó a su memoria un tiempo en que se moría por una gata y recordó al veterinario amable que le rasuró una pata.
Hizo el gesto de desparasitarse con brío hasta herirse la piel.
Entró en el mar azul negruzco de los derroches de luz y, perdiendo el miedo al agua de los gatos, entró al mar en calma, caminó por la orilla y miró la luna. Se internó sólo hasta confirmar que el oleaje suave mojaba sus patas y nada más.
Siguió saboreando el olor a libertad, y a algas, y a conchas, y a aire. Pasaron los minutos o las horas y seguía siendo noche, y seguía habiendo calma. Cuando por fin salió del mar ya no era el gato castrado y triste que logró escapar. Salió rugiendo un gran león sacudiendo su melena. Con parsimonia. Con majestuosidad. Con una seguridad en él que ni creía que existiese. La vida le pertenecía para siempre.
Ya no había prisa ninguna, porque ya era él al fin.