Te regalo dos de mis tres puntos suspensivos, el 15 por 15 de mis treinta y el 100 por 100 de mis años por contar.
El punto que aún me queda me lo guardo para, con tu permiso, destinarlo a un solitario. En oro blanco, sobre cuatro diminutos ganchos de rocío, incrustaré una brizna de diamante, nacido de la tinta. Un punto que corona a una i latina, como la risa que se escapa por la boca cerrada a cal y canto y acaba saliendo a carcajadas arrítmicas y guasonas. Con los guiños del deje en tu dicción, que hacen cosquillas. En el paladar y los costados; en la piel de mi abdomen y mis brazos. Y sin poder evitarlo me desato en cada nudo que entre tramos de cordón blanco me acorrala en tu discurso.
El punto de los puntos y finales, con todos los finales de los finales ya escritos, lo guardo en una caja de nácar y terciopelo. Donde dormirá tranquilo entre algodones y se hará viejo. Donde finalmente, por desuso, acabará por desteñirse entre los siglos.