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Foto de Esmeralda Sainz |
Tengo entre manos la elaboración de masa madre cuya autoría es de una amiga italiana, de origen hebreo. Como algunas cosas que merecen la pena, tiene un tiempo para fraguar, desde los campos de trigo hasta que llega a la mesa, por lo que me permito cocinar una pócima de mayor grado de complicación por el mayor número de ingredientes.
Mi receta está al alcance de principiantes en el noble arte de la restauración y los manteles.
En la alacena, con su cortinilla a cuadros blancos y azules, la tableta de chocolate reposa para mí. La tomo, con la suavidad y el mino que los frutos de la pasión requieren, y son los doscientos gramos de aroma a merienda con pan, pues una libra de envase equivalen a cuatrocientos, y ya desapareció la mitad. La báscula no actúa, el instinto basta y sobra.
Al baño maría, se baña con la mantequilla y juntos hacen una pasta. Ese baño lo aceptan más por complacencia que por deseo de calor.
Mientras remuevo la argamasa van charlando de sus cosas. La mantequilla, tan fresca de la nevera, anda quejándose al chocolate porque la ensucia, y éste de las manos heladas que quieren abrazarla, pero acaban entrelazándose en un tango arrabalero al ritmo de la espátula en un allegro vivace desatado. El recipiente queda aparcado y por el silencio, deduzco una emulsión perfecta.
En el bol de los secretos de las noches dulces, bato cuatro huevos cuyas yemas bailongas juegan con el tenedor al pilla-pilla, mientras el azúcar espera con aire circunspecto. Estos huevos - dice el azúcar-, siempre resbalando. Ella, doña azúcar, es consciente de su importancia y los setenta gramos de blanca nieve los dejo deslizar confirmando cómo eriza y se entremete con los colores anaranjados de puro ballet, en una danza del vientre que quiere salirse del recipiente por dos veces. La varilla está exultante con sus sonidos metálicos que alegran al canario y le provocan un trino.
El horno está pidiendo que lo alimenten y ese calorcillo por las piernas me resulta muy confortable pues la nieve ha hecho acto de presencia en la ciudad, y los tejanos abrigan poco para fríos de helar las cañerías.
La harina espera en el estante, tan impoluta, tan fina ella, queriendo vestir de máscara veneciana todo lo que toca.
En la fuente de porcelana grande, como apoteosis final, mezclo el conjunto de ambos bailes, dejando que los diminutos copos blancos de unos setenta gramos, al fin se avengan a conjugar los verbos del mezclar y del fusionar entre mis manos, que notan la húmeda tibieza del aroma a chocolate y dulce sueño de algún bizcocho infantil.
El molde es con forma rectangular, como la cámara de fotos, hondo como los afectos y engrasado por la risa de confirmar, que tal vez, por puro azar, tras unos diez minutos a fuego medio de un horno de pan sin miga, acabe saliendo un coulant de chocolate.
Adornaré la ración, si sale bien este postre, con rodajas de kiwis verdes como esmeraldas de luz y una cenefa de siropo de abrazos blancos como la ternura.