La huelga de metro me pilló a la ida, y las nuevas medidas de seguridad me pillaron a contrapié. Primero con los zapatos, que tanto me habían costado abrochar. Luego con el pitido del arco detector de metales, que provocó un cacheo por parte de una agente concienzuda, tal vez con tendencias lésbicas.
En el avión todos
sentimos las turbulencias, pero sólo yo derramé un café con leché, por llamarle
de alguna forma, sobre su propio pantalón. La estancia
bien, para qué decir mentiras, pero al cambio todo me parecía barato, así que
compré cosillas de recuerdo. En cada lugar. La última noche hice el equipaje de regreso. Me costó lo indecible cerrar la maleta roja.
En el
check-in, la señorita insistió en que había de disminuir el peso. El de la maleta. Ya me parecía
a mí que eso de costarme tanto moverla era porque pesaba más de veinte quilos,
así que abrí y rebusqué entre los objetos pesados, para dejar atrás
lo que no me era tan preciso. Quedó una colina informe a mis pies, entre
suvenires y ropa.
El avión de mi
vuelta venía a rebosar de españoles con bolsas. Ni siendo un crack con el
tetris se podía acomodar tanto bulto. Mi maletín de mano acabó entre mis
piernas. No hubo turbulencias pero el tipo de al lado, obeso y roncador,
impidió que yo pudiera dar ni una
cabezada.
El Prat nos
recibió con luces en las pistas y con una huelga de taxis. En mi caso, además,
con una sed del demonio y un estado de nervios de aquí te espero. Tuve que
entrar en un bar para beberme un botellín de agua. Digo yo que sería allí donde
me dejé las llaves, pero al fin llegué, exhausta, a la puerta de casa.
Rebusqué a
fondo en el bolso pero no contenía ni el rastro de unas llaves. Al fin tuve que llamar a
Pablo, quien aún conservaba un juego. Precisamente tuvo que ser mi primera
llamada al llegar. A mi ex marido. Se mostró atento y cargó con la maleta, pero
al llegar al piso quedó claro que mi viaje no había hecho que se olvidara de
mí. Me arrinconó sobre el mueble del recibidor, entre bromas sí, pero sin
gracia alguna. Cuando se fue llevé el maletón al dormitorio y vi el
desorden, los cajones abiertos y el joyero boca abajo, y entonces ya sí que
hundí. Me metí vestida en la cama, entre lágrimas de rabia. Mañana miraría el comedor, donde no esperaba encontrar portátil ni consola, pero mañana ya sería otro
día.