El silencio llegó como un bálsamo a mis oídos, como la miel a la hormiga y como incienso al aire enrarecido del cubículo que habité.
Esa ausencia de ruido me llenó de la paz que me negaron cuando tras ser secuestrado en la selva me quitaron la ropa y la conciencia, la forma de medir el tiempo en este espacio sin ventanas y la certeza de ser un ser humano.
Me interrogaron tantas veces que a partir de un momento no sabía ni qué me preguntaban ni qué querían saber porque de haberlo sabido, no lo duden, se lo hubiera dicho.
Eran ruidos de mil tipos, de intensidad variable, de duración ilimitada y de tonos infinitos los que llegaron abruptamente y se instalaron allí, entre mis oídos y mi razón y ahí permanecieron no sé por cuánto tiempo, ni lo sabré jamás.
Dormir se convirtió en un desafío, pensar en una proeza y en la negra oscuridad de la nada, la amenaza continua de ese " no saber" me quitó los restos de cordura que podían quedar prendidos en mi cerebro, que llegué a sentir como una fondue.
Dormir se convirtió en un desafío, pensar en una proeza y en la negra oscuridad de la nada, la amenaza continua de ese " no saber" me quitó los restos de cordura que podían quedar prendidos en mi cerebro, que llegué a sentir como una fondue.
Cuando desapareció de forma súbita, me sentí sordo y huérfano en un primer momento. Desorientado y aterrorizado pocos minutos o siglos después.
Ahora sé que sin este silencio al fin de mi secuestro no habría podido sobrevivir, ni conocer tu canto arrullador que me cobija cada noche desde entonces y que no quiero dejar de oír porque me vuelve humano antes de afrontar la pesadilla de cada sueño que se cuela en la noche de cada día desde la mañana en que por fin me liberaron.