Benlliuere. Relieve del pedestal a Goya. En calle Felipe IV de Madrid |
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lunes, 26 de diciembre de 2011
La sombra.
jueves, 22 de diciembre de 2011
Gorro arlequinado.
jueves, 15 de diciembre de 2011
Llamada perdida.
lunes, 12 de diciembre de 2011
Miembros fantasmas.
Tomado de Google |
Perdí las alas en una jugada de black-jack. La banca tenía un as de corazones. Con un 10 de tréboles me las jugué, a falta de más efectivo o de mejor aval. Cayó como una losa un seis sobre el tapete. Pero los halos de mi musa me ronronearon en mis oídos, pidiéndome una nueva carta. Con seis, de picas, me pasé.
El juego no perdona. Podían enviarme al infierno sin más, pero prefirieron cercenarme las alas, con la intervención de un anestesista vía MIR, que agradezco, pues en vez de usar una desnuda espada vengativa y justiciera, que cayera del cielo caída del sin más, no sentí dolor alguno.
No consigo desplegar esos apéndices que ya no tengo, pero que sigo sintiendo como un miembro fantasma más.
Guiso de amor.
Óleo de Modesto Trigo Trigo |
Puso en adobo las promesas que se hizo a los quince, con una pizca de guiños a Mafalda y un buen pellizco de Cortázar. Tenía que dejarlo reposar siete horas, no había prisa. En la noche le presentaron a una mujer que, de entrada, no le sugería gran cosa. Tenían, eso sí, algunas aficiones comunes, y exhibía un gran sentido del humor, sobre todo cuando las llaves de su apartamente se le cayeron del bolsillo al abrir el coche. Ese gesto le permitió ofrecerle su propia casa, hasta hallar un cerrajero o al encargado de alcantarilla.
La noche llevó a la madrugada, tras una leche con Cola-Cao que se les antojó a media noche, unas risas con la torpeza de ambos para desabrochar un sujetador, y una entrega pasional improvisada. Todo entre los ladridos de ese perro furibundo del vecino y el fresco que la bomba de frío, anárquica, mandaba a chorros.
Cuando el aroma y el color le indicaron que era el momento de poner las verduras, las depositó con cuidado, removiéndolo todo con una espátula de madera de chopo, bañada en luz de luna. Sabía de la importancia de cocinar sin prisas este guiso, para que todos los ingredientes pudieran desprender su aroma, parecido al de las aulas donde reinan las gomas de borrar y el pegamento en barra. Dispuso luego en la sartén, los pedazos de promesas. Estaban radiantes, rojos y salvajemente húmedos por el adobo. La luz de la cocina hacía brillar los hilos de esperanza que constituían las fibras de esa carne, el ingrediente estrella.
Tapó la sartén con una tela ignífuga, hecha de la seda de un gusano especial. Uno criado en las moreras de un lugar recóndito, que tiene la virtud de producir un tejido que atrapa el amor entre sus finos hilos, sin dejarlo escapar jamás. Con el guiso tapado y el aroma a primavera en la nariz, se quedó sentado en la silla plegable de la cocina, con los oídos abiertos a la música que el chup-chup iba deslizando por el alicatado, por encima del ruido de los coches de la calle, e incluso por encima de su propio corazón, adornado ahora con una arritmia galopante.
El sonido del hervor de agua cargada de mañana, que compartiría con esa desconocida, le despertó una enorme sed de savia de todos los árboles frutales, de absolutamente todos los jardines de su reino.
Se recorrieron, con las yemas de los dedos, el pecho y el abdomen, mientras iniciaban lentos movimientos de cintura, que acompañaban un terco asedio de la posición supina. Pablo se dejó llevar por el aroma del guiso, y por el regusto de la noche, con esa mujer, que en unas horas le había regresado la dicha de saberse vivo. Se retuvieron las piernas, y como en un baile de disfraces, pero sin máscaras, pudieron galopar al ritmo de sus latidos, precipitándose en un mar de agua salada.
Al fin, aún en ayunas, salieron al sonido del barrio y sus reclamos. Tras desayunar, desenrredaron juntos el nudo en el que no podrían dejar de entrar y salir una y mil veces, desde aquel día. Podrían degustar, cuando quisieran, lo que llamaron "el guiso de la vida".
Comida rápida.
En el quinto día sin comida caliente miró su bocadillo por la cara y el envés. Dio dos mordiscos calculando el agua que necesitaría para engullir la totalidad. Se levantó del muro y con cuidado depositó el resto, perfectamente enfundado en su papel de plata, en una papelera.
Cansado de cocinar para quemarse, lavar con el “nanas” los fogones y por fin tener que quitarse el reloj para lavar un solitario cubierto, fue al Opencor a comprar las cápsulas All-eat. que acaban de sacar a la venta y que vio anunciadas. Tomó una verde y una roja y de postre una manzana que sí disfrutó en masticar. Le pareció un gran invento. Ahorraba tiempo pero sobre todo el desorden de la cocina. A nivel económico tendría que hacer cálculos a posteriori. Tras esa primera comida de cápsulas se dispuso a esperar el sueño.
Normalmente nada le despertaba cuando el cansancio le dejaba caer vencido en el sillón, tras las comida. Ni siquiera la alarma del comercio de los bajos que, a veces, se disparaba a las cuatro más o menos.
Cuando esperó en vano mirando la tele la llegada de un sopor que no llegaba y como se aburría, se puso a cocinar. En el momento en que el olor a quemado le despertó chocó con el mármol chaspeado de la encimera y apagó el fuego, con la rabia de saber por experiencia que ese desaguisado costaría de limpiar.
domingo, 11 de diciembre de 2011
Cita a ciegas 2.
Óleo de Daniel Cuervo |
Ya suponía que no acudiría a la cita. Los puñados de palabras intercambiadas en los dos meses de intensa correspondencia, le habían puesto en alerta.
Los cuentos de hadas le habían atraído de niño. Las princesas existían en su mente con rasgos indefinidos, pero portadoras siempre de manos delgadas e increíblemente blancas.
La vida se había ocupado de desmantelar los trucos y espejismos de los primeros amores. A estas alturas de su vida conocía los andares, y la forma de mirar, más allá de las mujeres que acaban vomitando tras una copa que les abre el alma. Las que acaban regresando a sus enajenaciones tras abrocharse la falda y recoger a duras penas sus pertenencias, entre las que nunca faltan el sentido del ridículo, ni un romanticismo colgado en la percha de la puerta de sus ojos. Este lo recogen cuidadosamente para hacerlo invisible en su vida cotidiana.
Esta mujer parece poco habladora, muy pudorosa, y de forma independiente al número de personas que la rodean, siempre está sola. Él sospecha que es tenaz, y que seguramente fue una niña fantasiosa, capaz de fabricarse un universo a su medida donde aislarse de un mundo que le parecía hostil. La imagina distante, y poseedora de un secreto que nada ni nadie conseguirá arrancarle.
La noche antes, y por un acuerdo tácito de no intercambiarse foto alguna, habían concertado el primer encuentro en la entrada de un teatro céntrico. Ella postulaba decididamente porque no llevaran indumentaria ni complemento alguno que les hiciese identificables. Se mostró terca en la certeza de que se podrán reconocer entre la multitud, como ella es capaz de notar un garbanzo entre colchones. Cuando él escribió, en el último momento -“llevaré una revista Time”, no llegó a saber si ella lo llegaría a leer..
Con media hora de antelación, hoy entra en un bar, desde donde puede ver el teatro y pide un café con leche que toma sin dejar de observar la calle. A las 12 en punto está ante el teatro, mirando la acera, a un lado, y luego a otro. Una mujer se acerca a la cartelera. Su aspecto es cuidado. Cuando él la mira para llamar su atención con un gesto de interrogación en su mirada, ella al instante baja la vista, y se aleja sin mediar palabra.
Con la revista enrollada en la mano derecha mira el reloj y a la gente, alternativamente, y cuando el frío le cala los huesos se aleja hacia la boca del metro.
Ella bajó del taxi inquieta y se rompió un tacón. Aun maldiciendo al tipo que con su coche en doble fila impidió que llegase a una hora razonable, mira la acera, se detiene, se acerca a las taquillas y vuelve a mirar su reloj. Le imaginó muy puntual. Poco dado a cuentos chinos. Ve una revista que yace en la papelera.
A él se le había olvidado, que la garganta es quien juega a cara o cruz el tono de un sí o de un no. Y salió cara. Subió las escaleras y atravesó la calle, para contemplar, fascinado, a una mujer con un zapato en la mano, haciendo contorsiones ante la entrada del teatro. Con la otra sujetaba el bolso. y se subía el cuello de un abrigo azul marino de paño. Su cabello colgaba asimétrico por su cara y ante la imagen no pudo evitar sonreír.
Sin haberlo previsto, se encontró escondiéndose tras un poste de publicidad municipal, y sólo quiso seguir ahí, sin moverse, observándola. Era una película para él, que sin pretenderlo se había convertido en un espectador privilegiado de una función cómica en plena calle.
Ella le vio en uno de los movimientos de su cabeza, y se quedó mirándole. Quieta, con la mano del zapato dirigida hacia él. Ambos rieron, muertos de frío, por un borrón, en la primera línea de un cuento por leer.
viernes, 9 de diciembre de 2011
Cita en martes y trece.
Si algo me trae un nudo a la garganta me niego a hacer caso al momento porque prefiero pensar que puedo pisar la desazón con la punta de los pies. Hasta la reunión general.
Suelo pactar un día y una hora para verme con el dolor, la tristeza y el desaliento. Una cita sin más, por permitir que esas sensaciones molesten al paladar, sólo un periodo de tiempo acotado y circunscrito a un espacio, en la esfera del reloj de mi propio tiempo. Aunque sé que la esfera es variable en función de la impronta que traen en las manos. El disconfort trae con él variados repliegues de risas forzadas, surcos de alguna lágrima o huellas al fin dejadas por ese mal momento. Con su aroma a miedo o rabia y su amargo sabor .
Pretendo apagar con la punta de los pies esa sorpresa invasora. Esa que una página, o una imagen o unas notas de pentagrama consigue introducirse en mi mente como un ladrón de pacotilla, con ruido de estornudo y un disfraz de alquiler cutre.
Acostumbro a convocar a mis fantasmas, monstruos, ogros, miedos varios y letanías por deshojar a las cinco de la tarde de un martes trece cualquiera. No tengo nada en contra de esos días. Más bien es por precaución y comodidad ya que no la marco en el calendario de la cocina, que es el que rige las cosas importantes en realidad. Y correría el riesgo de olvidarme de asistir.
Curso la convocatoria en un mail de artesanía, para cada destinatario escribo en un tipo de letra y color diferenciado y luego las envío, de una en una. Siempre con tiempo suficiente y adjuntando una propuesta de orden del día.
A mi vez me apunto en una libreta roja diminuta, de propaganda de una pizzería, lo que puedo alegar con cada convocado. Anoto cada estropicio emocional que he ido recogiendo por la calle de esta avenida de líneas continuas y discontinuas, de único sentido de circulación. A veces los miedos son reincidentes. Otras veces aparecen nuevos asistentes y en más de una ocasión me sorprendo bregando con fantasmas de un pasado tan antiguo que deberían oler a rancio pero que insisten en salir a escena ( hay divos nostálgicos cuyo afán de protagonismo es insaciable y atemporal. Y son los que dan más guerra) .
Cuando llega el día dejo el piso en penumbra y con las ventanas abiertas. Me acomodo en un silloncito de mimbre verde con un cojín de tela ya gastado y ahí van llegando los invitados, cada uno vestido para la ocasión. Les escucho atentamente. Y luego me escucho a mí.
Al cabo de un rato, a veces largo rato, buscamos un pacto de no agresión multilateral, para que yo pueda seguir hasta la próxima amarga sensación pasando de puntillas por los miedos. Sabiendo que no faltaremos a ninguna cita ni ellos ni yo.