Regresaba de Soria. Con sus padres
había discutido, por enésima vez. Confirmó que Joan tenía desconectado el móvil.
Aparcó con un suspiro y en el bolso rebuscó, en vano, el maldito llavín del
trébol de cuatro hojas. Empapada y hambrienta llamó al timbre. Esperó unos minutos, que bajo la lluvia le parecieron siglos. El hambre y la lluvia le azuzaban el ánimo, y pronto empezó a nadar
entre presagios y malos augurios. Miró arriba de nuevo. La ventana parecía
abierta, pero no había luz. Llamó una última vez al timbre antes de llamar al interfono de la vecina. No había de
otra que pedir a doña fisgona que le dejase pasar por el patio de luces. Su galería estaba siempre abierta, así que respiró hondo, y atusándose el pelo llamó
al timbre del tercer piso derecha, asomando una sonrisa tímida e impostada. Tras una
explicación sucinta, se vio a sí misma saltando de ventana a ventana por la
galería. La lluvia dificultaba el proceso, pero no menos que los gritos de Doña
Obdulia, la vecina, quien, apostada en su ventana, y con la excusa de la
seguridad, le toqueteó las nalgas a conciencia.
Entró en su terraza, clavándose la
punta del tendedero en el hombro izquierdo. Disimuló el dolor mientras agradecía
a la vecina, por la ayuda brindada, y, entrando en la cocina, suspiró hondo. Caminó con sigilo por el corredor, notando cómo sus latidos
se aceleraban a medida que se acercaba a la puerta cerrada del cuarto, a través
de la cual, se distinguía el sonido inconfundible de jadeos entrecortados.
Contuvo el aliento, llegando al fín a la
puerta. Se detuvo un segundo antes de abrir,
para pensar qué decir o qué hacer si tras la puerta le esperaba la conversión
en certeza de lo que hasta ahora era simple sospecha. Tras recuperar un ritmo
cardíaco normal, abrió decidida, y se encendió la luz.
Allí estaba
Joan, su hermana, su cuñado y Lola, su compañera. Con gorros de papel y
matasuegras en los labios sonreían y gritaban a la vez ¡Feliz
cumpleaños!. Dios qué susto, gritó. Miró el reloj: eran las 0,37, así que ya era día quince. Cumplía cuarenta años, y no tenía la menor idea de qué hacer.
Tras tragarse el discurso que habían preparado, apoyada en la puerta,
improvisando una sonrisa, saludó a todo el mundo sin poder olvidar las
sospechas que llevaba tanto tiempo arrastrando, porque la manera en que Joan
miraba a Lola era sospechosa, más desde la
Nochevieja, en que desaparecieron tantas horas. Tomó la decisión que le nació del
corazón sin pasar por las razones: Recordando la conversación con el domador del
circo que estaba en su ciudad desde el martes, brindó con todos, les besó y tras cortar y repartir la tarta, comunicó que
había decidido dar un giro a su vida.
Mañana sin falta partiría a embarcarse en
un sueño largamente acariciado. Anunció. Le habían ofrecido el puesto de trapecista
humorística suplente en el archiconocido Circus Popoff, e iba a aceptar. Observó
las caras de escepticismo, pero lo tuvo claro
desde joven, el humor y el circo serían su trabajo. Ni la carrera, ni el Master,
ni el matrimonio, ni el piso, ni el coche le hicieron olvidar lo que en Soria había vivido en su juventud. El Circo Popoff, cada Junio, sin falta, la sumergía en el sueño de poder trabajar en él. Esta vez, una nueva oportunidad del destino, podría cristalizarse en conseguir su objetivo juvenil.