Los martinetes de la pianola fueron avanzando. Primero como borbotones de notas enfebrecidas y posteriormente entonando una melodía lánguida, que dejó el comedor saturado de lágrimas derrotadas por la nostalgia del olor a rosas frescas.
El anciano, con el batín a cuadros escoceses, secó la humedad salada con la punta de un pañuelo cuyas iniciales bordadas le ataban a su identidad.
Agarrando dos puntas de la funda de seda, volvió a cubrir el artificio, por otros veinte años más.