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El bar Europe es un lugar
pequeño, recogido, y diría que obsoleto, que se alza bajo las escaleras de
Montmatre. Entré porque el calor me
venció. Había dos parroquianos, de turismo, igual que yo, imaginé por las
pintas, seamos correctos, por las hechuras indumentarias. La camarera, supuse propietaria, era mayor, o así me pareció, pero amable.
Ese bar tenía como adorno único una lámina de Van Gogh, lo que me pareció
estupendo, ya que me encanta este autor y en especial este dibujo. Al salir de
aseo, uno de los parroquianos, ruso creí, vociferaba con su acompañante ante la solitaria lámina. Dolor, se titula.
Subiendo las escaleras, miré
hacia abajo. El bar, bistró en realidad, se veía con precisión, pero observé un
brillo inusual en su rótulo. Quizás el anís o el calor me afectaba a la sesera.
Llegué arriba, donde me quedé un rato, sin entrar en la Basílica. Recorrí algunas callejas. El sol se batía en
retirada, y el azar hizo que volviera a pasar por el mismo bistró, con
necesidad de usar su lavabo.
La mujer de antes secaba unas
copas tras el mostrador. Tosí, para llamar su atención y me miró con unos ojos
de pasado cargados de nostalgia. Pedí un pastís Ricard, y cuando salí del baño,
el tiempo era otro. No puedo definirlo de otra manera. Había bullicio, hombres sentados y hablando, acaloradamente, y no sé cómo, mientras degustaba mi bebida, sentada en una mesa y con los ojos como platos, tuve la certeza de estar
asistiendo a una de las veladas de primeros de siglo veinte. A este lado del
Sena, algunos pintores se hicieron cómplices, amigos, amantes, seguidores o
protagonistas de una corriente artística, e ignoro la razón, yo estaba allí. Creí
reconocer a Camille Pissarro, y tal vez a un joven Pablo Picasso, quien
discutía con Modigliani, y otros
artistas que no supe reconocer. Cuando se abrió la puerta, un Vincent
gesticulante entraba con Matisse. Sólo faltaba Degas o Toulouse-Lautrec, me
dije. Parece que mi cuerpo no estaba allí, aunque yo sí.
Cuando me cansé de escucharles,
sin poder decirles qué futuro tendrían, salí a la noche. Le Chat Noir estaba abierto, se escuchaba el
piano desde fuera. Vi a las parejas, vestidas de época, entrando en lo que
luego sería Le Moulin Rouge, y me sorprendió el olor a gas de las farolas. Me
recosté en un banco y me dormí. Al despertar estaba en este año del presente,
agradecida del fresco de noche. Regresé, confusa, al hotel.
Hoy he regresado al bistró. Había
un hombre de mediana edad. Las paredes estaban decoradas con láminas de Van
Gogh, unas cinco o seis, pero sin rastro de "Dolor". He preguntado por la señora de
ayer, y el tipo me ha respondido, por el aspecto
que yo recordaba, que tal vez fuera el fantasma de Sien (Christina
Clasina María Hoornik). Parece ser que, según este propietario desde hace dos
décadas, de vez en cuando, cuando se acerca el aniversario de su suicidio, le
da por molestar a los clientes del bar Europe, legado de un tiempo huido. Cuando me decía esto, me dió por recordar. La imagen que yo vi no es ninguna de las tres copias que se exponen, ahora estoy segura de que es la copia perdida, de la que le habló a Theo, desde la Haya, en sus cartas. Tengo la certeza de que seguirá perdida para siempre, con su trenza hacia adelante y ningún decorado.
Recordamos a Charles
Aznavour, en su tema La boheme. Pudimos brindar por los dos perdedores, por
Vincent .y por Sien. Luego han entrado dos parejas de ingleses y me he
despedido de Claude. Y con ello, de un tiempo que pude entrever, en un atardecer
de Mayo, en París.