Autorretrato con paleta. 1906 de Picasso. En Mapfre de Madrid actualmente. |
Llegué desde el aeropuerto con más cansancio que hambre, lo reconozco.
No me había sorprendido que Pablo no me hubiera ido a buscar, porque ya sabía
que andaba tras la firma del contrato de esa campaña de publicidad, que llevaba
tiempo persiguiendo como un perdiguero.
La cama para mí sola -pensé. No pensé en llamarle. Ni me pareció extraño
que tampoco lo hiciera él, para preguntar por el viaje con mi familia.
Últimamente estábamos algo distanciados. Mucho trabajo y preocupaciones por su
parte, y cierta desgana por mi parte en perseguir sus quimeras.
Me agarré al asa de la nevera pero no pude asomarme más. Un folio con su
letra estaba sujetado con el imán de Menorca, esa salamandra que compramos en
Julio, tras una discusión tonta. La reconciliación fue muy dulce, y tras ella, nos
sorprendimos cogidos de la mano, buscando un erizo de mar, rosáceo, que no pudimos hallar.
El mensaje era conciso. “No pienses en un infarto, querida. Me has
demostrado tantas veces lo nada que te importan mis proyectos, que he acabado
por creer que en verdad no tengo talento. Seré feliz si tú llegas a serlo. No llames
al SAMUR, porque no me encontrarán vivo. Un último beso. Pablo.”
No podía ser. Dónde estaba. Miré en el cuarto de invitados, a pesar de
que encajaba más con su estilo haberse echado en la cama, para que yo lo viera
enseguida. Y no. Había dormido sola en la cama inmensa. Me puse a mirar en el
aseo auxiliar, en el armario empotrado, y hasta salí a la terraza con el
albornoz aún. No estaba.
Empecé a creer que era una broma. De mal gusto, pero una broma. Miré
bajo el somier, esperando que saliera a confirmar que era una broma, pero sólo
unas pelusas incipientes me salieron a dar la bienvenida.
Llamé a su amigo Rubén. No podía decirle más que la verdad. La intención
era preguntar de forma disimulada si sabía algo, pero no pude aguantar el
llanto y, entre hipos, le dije que estaba asustada, y muy preocupada.
Se brindó a venir en un momento, dejándome el consejo de que me tranquilizase,
que tomara algo si tenía por casa, me hiciera un té y le esperase. No tardó, pero se me hizo largo, con una jaqueca a la vista, y aquella ansiedad que me devoraba.
Al verme en albornoz me acompañó al
dormitorio, cerrando la puerta cuidadosamente, para que yo me vistiera. Pero
empecé a abrir los cajones de su mesita de noche.
No puedo decir qué buscaba, porque no lo sé. Los nudillos contra la
puerta me recordaron que debía vestirme. Cuando nos sentamos en la sala, Rubén
había hecho café en la Melita, y un olor a sábado iba impregnado la casa,
porque calentaba en el microondas el agua con una bolsita de té, y traía unos
croissants en una bolsa de papel, oliendo a despertar.
Repasamos juntos lo que sabíamos de los dos días últimos de Pablo. Ambos ignorábamos si había formalizado el acuerdo con el marchante.
Leímos la nota pausadamente, y no puedo culparle por mirarme de un modo
interrogante.
No-dije. -Yo no estoy saliendo con nadie.
Era absurdo. Nuestra
relación era muy sincera y abierta en ese sentido.
Pablo en más de una ocasión había tenido modelos para sus obras. Algunas
mujeres muy bellas y bien proporcionadas, habían venido a casa. El tema de
posibles celos por mi parte, o por la suya, era un tema totalmente fuera de
lugar.
Lo que yo quería saber es dónde estaba. Vivo o muerto, pero dónde. Y le quería vivo. Deseaba tanto que fuera una broma, o un ataque de necesidad de que
yo estuviera por él, como tanto le gustaba, que me agarré a la certeza de que
dos noches sin mí se le habían hecho muy largas, y era una forma de pedirme que
no me alejara de él.
Que no contestara al móvil podía indicar que no podía contestar. Me
planteé si no podría estar secuestrado. Rubén pacientemente iba desmontando mis
posibles explicaciones. Él llegó a la conclusión de que Pablo había escrito la
nota con la intención de dejarse morir en el piso, pero que cambió de opinión
posteriormente.
Me convenció de que seguramente era una pérdida de tiempo, pero él preguntaría en los
hospitales, si habían ingresado a un hombre por intento de autólisis en las
últimas horas.
Sobre el cuantas horas atrás, teníamos dudas. Mi teléfono marcaba
una comunicación con él el viernes a las diez con veinte de la mañana. Y eran las doce del sábado. Ese era el margen. Algo más de un día, tiempo más que
razonable, para poder preguntar por él.
Me dejó en el convencimiento de que antes de la noche Pablo habría dado
señales de vida, o simplemente abriría la puerta. Me dio una pastilla blanca
para estar más relajada y me aconsejó no salir de casa, y llevar el móvil
encima.
Llamé a mi suegra. No quise decir nada. A la espera de que ella me
dijera a mí. Pero nos limitamos a quedar en que ese domingo no iríamos a comer
a su casa, porque Pablo necesitaba descansar. Yo comenté de mis sobrinos y de
mi viaje, y ella de su artrosis, sus medicaciones, y las visitas a los
especialistas que tenía pendientes.
Recuerdo que empecé a tener sueño, pero miraba la cama, y me entraba tan
congoja, que me estiré en el sofá, con la intención de descansar unos minutos,
para después deshacer la maleta.
Me despertó el móvil. Estaba tan segura de que era Pablo, que cuando la
pantallita se iluminó, creí que había soñado. Pero su nota seguía en la mesita.
En equilibrio, y a punto de caerse, porque la había releído docenas de veces,
antes de quedarme realmente grogui.
Me hubiera gustado tanto poder decir que Pablo estaba en casa…pero no
era así. ¿O sí?. Rubén estuvo muy atento conmigo, y me comunicó que nadie había sido atendido con ese nombre en ningún hospital de la ciudad, que
estuviera tranquila al respecto.
Pero vamos a ver. ¿Cómo iba a estarlo, si una nota de suicido me había
estado esperando en la nevera a mi regreso de un viaje?. ¿Qué había hecho yo
para provocar esa nota?
Recordaba momentos en que habíamos discutido, claro,
por temas económicos, o por razones domésticas. Incluso me avergoncé de haberle
desanimado a que fuera a Uganda, para hacer una especie de ejercicio
espiritual de luz, que pretendía necesario para poder buscar la inspiración ante una luz, que en Barcelona no encontraba entonces. Me vinieron remordimientos de
todo tipo. Me sentí ruin, ordinaria, insensible, materialista…y yo qué sé. Culpable de haber envilecido su vida.
Sin dejar de llorar bajé al parquing. El coche estaba allí, pero nadie
en él. El motor llevaba tiempo apagado, porque la chapa del capó estaba helada.
Como yo.
Cuando me cansé de agarrar el teléfono, y parecía que los ojos ya no me
dejaban ver, regresé al piso. Al meter la llave tuve la corazonada de que Pablo
estaba dentro, y hasta un leve olor a él parecía venir de la puerta.
Pero todo estaba oscuro. Había caído la noche mientras yo había estado
encantada y absorta, apoyando la espalda en la rueda delantera de un Polo
blanco.
Quería hacer algo. La policía no parecía que pudiera ayudarme, pero tal
vez sí, así que llamé. Me informaron que una desaparición puede formularse, aunque no hayan pasado dos días desde
que no se sabe nada de alguien. No podía
seguir encerrada. La maleta estaba deshecha, la casa impoluta, y todo en orden.
Incluso los papeles, y el estudio de Pablo, estaban en orden. Milagrosamente.
Cuando confirmé que tenía el móvil recién cargado, cogí un bolígrafo y
dejé una nota, en la nevera, sujeta con el mismo imán de salamandra. Sólo puse “No te
muevas Pablo. Quédate. Todo puede arreglarse.”
Conduje por las calles del Eixample. ¿Con qué objetivo?... no puedo
precisarlo. Sé que algo me movía a dar vueltas por sitios por donde habíamos
estado en bastantes ocasiones. Pero no entré en lugar alguno. Rubén iba
llamando cada ciertas horas, y se ofrecía para lo que fuese.
A las seis de la mañana del domingo, con ninguna necesidad de dormir,
pero agotada, aparqué en la finca y subí al piso. Esa vez no esperaba ver a
nadie allí. Ni las sucesivas veces, que a centenares, se fueron sucediendo.
El tiempo de la rabia fue cediendo al de una tristeza, que sin un
cadáver, nadie podía ubicar en lugar alguno.
Pablo se había ido. De la vida. O de mi lado. La realidad era la misma para mí. Él
no estaba. Y a nivel legal, mi marido seguía vivo, pero quedaba yo sola para
atender a las cuestiones de pagos, y movimientos de tipo social, etc.
Su madre tuvo la fortuna de morirse a primeros del año siguiente, por lo
que fue una persona menos a sufrir por su ausencia. Le convencí de una estancia en
Uganda con un grupo vanguardista, y ella acabó por irse a la tumba sin saber que su hijo
estaba desaparecido.
No era muy conocido como pintor, ya lo sé. Pero su marchante no pudo, o
no quiso ayudarme, o ayudarle. Al año ya no atendía mis llamadas. Tampoco las
atendía el interventor del Banco donde teníamos cuentas,
así que suprimí todos los gastos posibles, y con el salario de educadora de
parvulario, estuve tirando entre los ratos de tristeza, de llanto y de
esperanzas.
Ayer recibí una llamada desde Brasil. Una voz de mujer me comunicaba que
Pablo estaba muy enfermo.
Tuve la tentación de decir mil cosas, pero me limité a contestar:-“No se preocupe, que iré para allá.
Dígale que voy para allá”.
He seguido con mi vida normal, simplemente a la espera de la comunicación
de su muerte, por algún medio ajeno al móvil, que tiré por la ventana. Con tener reconocida mi condición de
viuda, estafada durante este año de pesadilla, dejaré atrás una quimera:la de que nuestro amor pudiera ser real, entre lienzos pintados con esbozos de genialidad.
Si han llegado hasta aquí, mi agradecimiento, por su paciencia en la lectura, ya que deseo que ésta, haya sido recompensada en parte.