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Foto de Belibeli |
Recogido el hatillo de corazón de vidrio, encendido el motor
interno, se dispuso a rodar por ahí. Sin conciencia de ser.
Revoloteaba entre otras compañeras, en una peana de cristal amorfo, transparente y limpio. Ésta estaba sustentada por dos flejes a unas
esquinas, aunque ella no podía divisar desde la aparente ingravidez, qué
mecanismos eran responsables de la inmaterialidad fingida.
Era feliz, sin saberse. Sin sentirse. Sin ser más que esa
esfera de vidrio con vocación de cristal de cuarzo perfecto.
En cuanto llegó un ave a la estancia de la quietud permanente
y plácida, la vibración del aire hizo desestabilizar el escenario.
Ella detectó una aceleración hacia un extremo. Sintió miedo.
Tomó conciencia. Adivinó sin cerebro ni experiencia que su destino estaba
marcado por un gradiente en la peana, que la conduciría a su propia aceleración
centrípeta y con ella a su final.
La canica tomaba velocidad de forma imperceptible ante mis
ojos, y con ella, iba asimilando todos los conceptos del ser. Supo de su
inicio, de su existencia, de su
presencia…exactamente cuando experimentaba la certeza de su vida y de su
muerte.
La vi caer de refilón, irisando el reflejo del sol sobre la
pared blanca de mi despacho. Eché mi mano hacia el aire, en un gesto automático
para detener su marcha.
Rebotó suavemente en mi plama, y la contemplé en su caída al
suelo, con un sonido a último suspiro,
dotado de vida consumada, al consumirse.