Obra de Odd Nerdurm. De una exposición en Barcelona |
Este año hemos decidido que no
iremos a ninguna fiesta de disfraces. Aquellas máscaras venecianas que
guardábamos con celo, caducaron casi al instante en que dejamos de buscarnos.
Tal vez hemos de olvidar el carnaval de
aquella primera vez, cuando, por caprichos del tiempo, las nubes se abrieron dejando paso a la primera carroza y nos vimos. También pudiera ser pudiera ser
que tengamos que inaugurar nuevos disfraces.
Éstos parecen haber adoptado uñas y recelos a parte iguales.
Los recuerdos nos remiten a
aquella vez en la que, tras una carroza de pitufos, en un momento imprevisto e
imprevisible, nos encontramos, nos amamos y nos despedimos, deseándonos lo
mejor. Sin siquiera saber si nos volveríamos a ver, o si lo que acabábamos de vivir
era real o fruto del delirio azulado y pitúfico que lo inundaba todo a nuestro
alrededor. Aquellas tardes de carnaval fuimos uno, en realidad uno y
sólo uno, en un abrazo fundido que derrumbó las cadenas que nos ataban a esta
dimensión. Nos movimos en un Universo nuevo, creado a nuestra medida, en el que
cabían, aparte de nuestros alientos fundidos y nuestro arrollador ímpetu,
aquellos seres diminutos y azules tocados por barretinas blancas, y ese
ambiente festivo y sin culpa que nos infundía ganas de vivir y de jugar.
Durante unas semanas dejamos que
el azar dominase nuestros encuentros, y arrobados por el espíritu de Cortázar, jugamos
con las paradas del Metro de Barcelona, hasta que la luna se desentendió de
nuestros pasos y nos regresó al universo de nuestros sentidos más básicos y nos
dejamos de cuentos, para quedar en lugares públicos donde podernos encontrar .
Recaímos una y otra vez en el
arrebato de nuestros cuerpos el uno contra el otro. Pero aquel tiempo de infancia reconquistada
pasó, y hoy hemos mirado la foto del carnaval lejano, y nos hemos ido a la
cama, pero a dormir.
En la piscina-cazuela de
pitufolandia, nos hemos abrazado en el agua, sin dejar de sentirnos uno en el
espacio acuático, donde poco a poco han ido llegando los habitantes de nuestro
paraíso inventado y minúsculo. El gato Azrael nos miraba con envidia, porque
con sus uñas no le permitimos unirse al corro de la patata improvisado. A las doce, bajo el
reloj de la plaza, unas campanas oxidadas han empezado a sonar, hasta que el
despertador ha resoplado a las cinco en punto de la tarde.
Me ha encontrado en la cama,
donde la almohada ha borrado los restos del maquillaje azul inventado de mi
sueño, y un vacío ocupa el espacio de tu cuerpo. Te has ido. Tal vez a comprar
una única y nueva máscara que estrenar en el próximo carnaval.