Translate

jueves, 29 de octubre de 2020

En el cementerio, un jueves





En su propuesta, M. José Moreno nos propone la muerte y sus alrededores. Mi aportación es esta:

Hasta el domingo, poca gente habrá en los cementerios pero hoy es un día tranquilo y soleado, con mascarillas en las bocas y el sosiego de los cementerios. Qué solos se quedan los muertos, siempre ¿verdad?.  Un señor trajeado ponía una foto en un nicho. Era de la playa de la Barceloneta.  

Me han gustado algunas esculturas, en posturas cotidianas, porque nos recuerdan que allí nos esperan, sentados, para seguir conversando sobre el sexo de los ángeles, o sobre la metafísica de un más allá que nos lleva atados a un muy acá, que desaprovechamos muchas veces. Porque nos esperan donde todos llegaremos, donde ni ellos ni nosotros tendremos prisa alguna. 

El tipo del traje me ha comentado que alguna vez hubo un pueblo casi incomunicado, en las montañas de Ávila, donde hubo una casa antigua, con abuela vestida de negro y abrazos enharinados de hacer pan. Donde también hubo una despensa con chocolate siempre a punto para el nieto catalán de visita.

Él ha traído, como cada año, una ración de culpa en su corazón unido a su fotografía. Nunca hubo tiempo para que la abuela viera el mar. Se la trajo a su casa de San Andreu demasiado enferma, demasiado débil, demasiado confusa en sus recuerdos,  para llevarla a ninguna playa ya. 

Una marea sin sal se la llevó, entre esos abrazos marinos que soñaba, tal vez como era su deseo. Esos que olían a las olas de los últimos rumores, de un nieto catalán que le llevaba el mar en sus visitas al pueblo.

Palabras 257


                                                       Cementerio de San Andrés, Barcelona

domingo, 25 de octubre de 2020

Mentiras piadosas

 


Le agradezco con otra sonrisa su mentira piadosa, pero sé que me queda poco.

Cualquiera le dice al doctor nuevo que siempre supe la verdad. O que por esa breve esperanza de vida, me atreví a llevar a cabo mi sueño. Únicamente espero que los médicos no se equivoquen. Los dueños de la mansión regresarán de su vuelta al mundo, y acabarán denunciando el robo. Nunca pensarán que el limpiacristales memorizó la combinación de su caja fuerte, pero acabarán atando cabos. Ese millón de euros contante y sonante aliviará las penas de mi familia. Que sirva de algo morir joven, por una vez.

Más relatos para la Ser


miércoles, 21 de octubre de 2020

Las píldoras del gallinero, en jueves

 


Siguiendo la iniciativa de Dorotea, en Lazos y raíces. esta es mi participación. 

La idea de poner un gallinero de mi esposo resultaba como que romántica. Hecho realidad el sueño de huir de la ciudad, disfrutamos renovando una casa de pueblo casi derruida, y montando, con algunos golpes, arañazos y moratones, un corral con gallinero. 

Lo del gallo, quien cogió la costumbre de cantar a grito “pelao” a todas horas, más a primerísima hora, ya tanta gracia no me hizo, para qué engañarnos. Más tarde empezó a ser pesado eso de limpiarles la zona, aunque lo de los huevos recién cogidos tenía su encanto, no voy a negarlo. 

No sé cómo, una semana de las que mi marido tuvo que estar en la ciudad por razones de trabajo, me vi mirando a los animalillos, al gallo tan presumido, y a esa gallinitas pizpiretas picoteando en el suelo el maíz que les echaba para comer, cuando me vino una inspiración casi divina.  Sí, cogí una pastilla de tranquilizante y la disolví en el bebedero. Oye, mano de santo, el gallo se atrasó y parecía medio afónico, las gallinas no pusieron huevos, pero andaban medio contentas ellas, mirando las mariposas, así al sol del otoño y mira, me dio un poco de pena, pero qué paz sentí. 

Mi marido regresó, y no volví a recordar el asunto, hasta que un día le sorprendí en brazos de una mujer de su oficina, por supuesto más joven que yo. No le avisé de mi escapada a la ciudad, era una sorpresa. Sí, lo fue, eso seguro. Recordé las píldoras del gallinero, y cada vez que dice que tiene que ir a la ciudad, disuelvo dos o tres en su último café. Casi nunca llega a tiempo de coger el tren el pobre. Es una estrategia condenada al fracaso, lo sé, pero de momento yo aquí he descubierto al distribuidor de maíz triturado, quien me trae a casa los sacos de ese pienso tan ecológico, así que ya veremos si me quedo aquí, con ese campanario marcando las horas día y noche, como el reloj que cantara Lucho Gatica, o no. Y es que la aventura rural cada día se va pareciendo más a un bolero cualquiera.

Palabras:357

Más relatos jueveros

lunes, 19 de octubre de 2020

Corre, dijo la tortuga

 


─No hay tiempo que perder. Corre. Ya te dije que con este calor sería difícil que aguantase en buen estado.

─ ¿Pero no habías comprado el arcón congelador?

─Sí, pero me dicen que hasta tres días es normal que tarden, por el coronavirus, así que ya puedes ir pitando a la gasolinera a por más hielo.

─Nunca entendí por qué insististe en hacer desaparecer al San Bernardo del vecino.

─Pues evidente, así no podrá delatar dónde enterramos a la tía Ambrosia.

─Que bien engañados nos tuvo. Vaya churro de herencia, tanta faena para nada.

─Si ya lo decía mamá, la tía… siempre tan petulante ella.

 Más relatos para la Ser

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

Minotauro de black friday en jueves

 




Siguiendo la propuesta de Hay un Dios en mi sándwich

Me ha causado estupor el peluche de un minotauro en los estantes del Abacus. Y el disfraz. Están en oferta por lo del viernes negro, que ni sé ni quiero saber qué es. Por si alguien aún no lo sabe, Asterión fue hijo de Pasifae e hijastro del rey Minos. Nació entre el júbilo de Creta, y su nombre significaba “Hijo de las estrellas”, pero era un monstruo, con cabeza de toro, de ahí tantos dolores de parto, dijeron las comadronas reales.  Minos, avergonzado, ordenó encarcelarlo, mientras el niño soñaba con prados verdes donde pastar, aunque comía de todo. 

Tenía un cuidador comprensivo y sabio. Cuando éste murió, Asterión se sintió terriblemente angustiado y apenado. En verdad solo por primera vez. La puerta tenía una llave, pero únicamente el anciano recién muerto sabía dónde la aguardaba. La soledad y el hambre le dejaron débil y deseoso de morir, pero el instinto de supervivencia es tan fuerte, que acabó por comerse a su preceptor amigo. Creyeron que se había vuelto caníbal.  Minos le pidió a Dédalo, su hijo mayor, que construyera un laberinto subterráneo, y para alimentarle, cada nueve años le llevaban a unos jóvenes. Pasados los años, un joven llamado Teseo llegó donde estaba el monstruo, para matarlo, demostrando así su valentía. Este joven, recorriendo con un largo hilo el laberinto, pudo salir de él siguiendo dicho rastro, afirmando haberlo matado y rematado. 

Lo que no dice la historia es que el laberinto no tenía secretos para el Minotauro y que corrió para morir de agotamiento en un rincón.  Poco meritoria su muerte, pero así fue. No suelo frecuentar los supermercados de ningún tipo, la vista de carne me produce dolor de tripas. Prefiero el campo abierto, pero cuando en Internet se anunciaba un muñeco con mi imagen, no pude dejar de venir a verlo. Nadie comprendió que odiaba comer carne, y que la humana me producía asco. Ni que en vez de ser un monstruo fui la víctima de esos líos de faldas de los dioses. Ellos que, sin saberlo, viven en sus propios laberintos de pasiones vestidos con oropeles.

 Palabras 350 Minotauro

Más relatos jueveros

viernes, 9 de octubre de 2020

Niebla para un jueves

 


Cecy nos propone la niebla, como tema para este jueves, y esta es mi participación.

Los audífonos estaban en reparación. Haber sido lavados y centrifugados había dejado su utilidad en nada, y no me gusta conducir sin poder escuchar la radio, pero no había más remedio, me esperaba mi jefe en Zaragoza y habían cortado la utopista esos del Procés. Cerca de Lleida, y como es habitual, la niebla empezó a hacer acto de presencia. Lo malo es que no veía ninguna luz de otro coche que me hiciera de “liebre”, por lo que fui reduciendo la velocidad hasta unos treinta por hora. No llegaría a la entrevista, pero ya me conformaba con poder ver algo, porque sólo me guiaba por la raya blanca de mi derecha. Entre sordo que iba, y la niebla, que parecía como de ladrillos acuosos, mi percepción del tiempo y el espacio se vería alterado, porque, sintiéndome perdido y en un escenario de irrealidad, alcancé a ver un bosque, ahí, a mi derecha, en medio de la nada. 

No lo dudé, puse el intermitente y salí. El camino no estaba asfaltado, pero la visibilidad era excelente. No había cobertura de telefonía, pero estirar las piernas, relajar los hombros, y fumarme un cigarrillo era un gustazo casi orgásmico. Brillaba un sol de octubre encantador, y un grillo cantaba ensimismado. Sonreí. Atravesé el bosque acogedor, preludiando algún pueblo,  pero lo que vi fue un carro, que venía de cara. No cabíamos los dos y metí mi rueda delantera en una zanja para evitar la colisión frontal.  El tipo vestía como en los años veinte, lo digo por las películas, y por alguna foto de mis bisabuelos. No hubo forma de que me indicara taller mecánico alguno. Él llevaba sus caballos a un herrero y se brindó a acompañarme. 

Sí, me remolcó. En ese villorrio nada me parecía ni real ni actual. Me acogieron en una casa, la de la maestra, y allí, en espera de que los automóviles se pusieran al alcance de los ciudadanos, he pasado diez años. La telefonía ni se podía intuir, pero eso es otra historia. Me creyeron un loco inofensivo. El coche sigue en el gallinero del tío Ambrosio, quien lo usa a veces para guarecer a dos cabras. Ha sido él quien, al ver la misma niebla espesa que yo encontré tras el bosquecillo, se ha ofrecido a subirme a su burro y dejarme en el primer árbol. Poco después he llegado a la carretera que yo dejé...hace una eternidad. Por suerte me recogieron en seguida. He llegado mi casa, loco de alegría, y cuando mi mujer me ha abierto, le he gritado

-Ya estoy en casa 

Palabras 415

Más relatos jueveros



lunes, 5 de octubre de 2020

Tarde, muy tarde

 

                                                                  Imagen de Aquí

─Ya estoy en casa─. Dijo el extraño. Un tipo con barba cana, y una mirada entre radiante y alucinada.

─Pero ¿usted quién es?, y deje de mirarme tan descaradamente, caradura. ─ respondió Elena, enfadada y poniéndose en jarras.

Luego tuvo un flash, y le vino a la memoria Luis, su primer marido, con quien no tuvo hijos.  Y antes de que el intruso dijera nada más, se llevó las manos a la boca, exclamando a duras penas el nombre ya olvidado.

─Ya estoy en casa─, repitió el viajero.

─ Muy tarde, Luis, ─ dijo ella, señalando una foto de ella misma y tres niños

Más relatos para La Ser