Siguiendo la iniciativa de
Dorotea, en Lazos y raíces. esta es mi participación.
La idea de poner un
gallinero de mi esposo resultaba como que romántica. Hecho realidad el sueño de
huir de la ciudad, disfrutamos renovando una casa de pueblo casi derruida, y
montando, con algunos golpes, arañazos y moratones, un corral con gallinero.
Lo del gallo, quien
cogió la costumbre de cantar a grito “pelao” a todas horas, más a primerísima
hora, ya tanta gracia no me hizo, para qué engañarnos. Más tarde empezó a ser
pesado eso de limpiarles la zona, aunque lo de los huevos recién cogidos tenía
su encanto, no voy a negarlo.
No sé cómo, una semana
de las que mi marido tuvo que estar en la ciudad por razones de trabajo, me vi mirando
a los animalillos, al gallo tan presumido, y a esa gallinitas pizpiretas picoteando
en el suelo el maíz que les echaba para comer, cuando me vino una inspiración
casi divina. Sí, cogí una pastilla de tranquilizante
y la disolví en el bebedero. Oye, mano de santo, el gallo se atrasó y parecía
medio afónico, las gallinas no pusieron huevos, pero andaban medio contentas
ellas, mirando las mariposas, así al sol del otoño y mira, me dio un poco de pena,
pero qué paz sentí.
Mi marido regresó,
y no volví a recordar el asunto, hasta que un día le sorprendí en brazos de una
mujer de su oficina, por supuesto más joven que yo. No le avisé de mi escapada
a la ciudad, era una sorpresa. Sí, lo fue, eso seguro. Recordé las píldoras
del gallinero, y cada vez que dice que tiene que ir a la ciudad, disuelvo
dos o tres en su último café. Casi nunca llega a tiempo de coger el tren el
pobre. Es una estrategia condenada al fracaso, lo sé, pero de momento yo aquí
he descubierto al distribuidor de maíz triturado, quien me trae a casa los
sacos de ese pienso tan ecológico, así que ya veremos si me quedo aquí, con ese
campanario marcando las horas día y noche, como el reloj que cantara Lucho Gatica,
o no. Y es que la aventura rural cada día se va pareciendo más a un bolero cualquiera.
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