He estado paseando por un cementerio. Este tiene la particularidad de estar en un barrio que actualmente, que se ha transformado mucho, quedando el pobrecilo tocando a un centro comercial y a un edificio de oficinas.
Pero no creo que a los habitantes de este lugar les preocupe la ubicación de sus tumbas o nichos, la verdad. Me ha gustado un trozo dedicado a poder enterrar las cenizas. Porque en polvo nos hemos de convertir, y el sueño de volver a la tierra ha de ser asequible a los deudos de la ciudad, sin temer contaminar bosques lejanos.
También me han gustado alguna esculturas, en posturas cotidianas, porque nos recuerdan que allí nos esperan, sentados, para seguir conversando sobre el sexo de los ángeles, o sobre la metafísica de un más allá que nos lleva atados a un muy acá que desaprovechamos muchas veces. Porque nos esperan donde todos llegaremos, no tienen ni tenemos prisa.
Me ha impactado una lápida decorada con música y pistola. Tal vez porque no son conceptos que yo de entrada hubiera puesto junto, pero sin duda, ha habido quien sí ha vivido entre los compases de unos trastes de guitarra y el resonar de alguna bala entre bambalinas. Les dejo la imagen, porque confirmen que no lo he imaginado, que bien pudiera.
Hasta mañana, poca gente hay, pero un señor trajeado ponía una foto en un nicho. Era de la playa de la Barceloneta.
Me ha comentado que alguna vez hubo un pueblo casi incomunicado, en las montañas de Ávila, donde hubo una casa antigua, con abuela vestida de negro y abrazos enharinados de hacer pan. Donde también hubo una despensa con chocolate siempre a punto para el nieto catalán de visita.
Ha traído, como cada año, una ración de culpa en su corazón, porque nunca hubo tiempo para que la abuela viera el mar. Se la trajo a su casa de San Andreu demasiado enferma para llevarla a ninguna playa ya. La marea se la llevó entre esos abrazos marinos que soñaba. Los que olían a las olas de los últimos rumores de un adorado nieto.