Dragón de Parc Güell. Óleo. Sin autor. De Google. |
La brisa marina había cesado. Abrió las puertas para ventilar
la casa, tras la comida, y se puso a mirar papelotes. Encontró aquellas cartas
de amor oxidado. Bajo ellas, una foto sepia desprendió el último aroma de aquellas tardes marchitas.
Ante el leve escozor de su ventrículo izquierdo, le asaltó un
hambre antigua. Imposible de ignorar. La muchacha de blusa blanca y falda
oscura, estaba exactamente como él la viera por última vez. Apoyada en el sedán
del sesenta y cuatro, mirando el mar que sesteaba tras una barandilla.
Un instinto más fuerte que su artrosis le hizo rasgar la foto.
Fue despedazándola en pequeños fragmentos, quedando cuarteada para siempre, en
la mesa camilla de su vejez, iluminada por un sol invernal.
Alineó los cuadraditos irregulares, sobre el tapete de ganchillo
blanco. Se llenó una copa del vino que comprara para la
cena de Nochebuena. Se sentó apoyando la espalda en el silloncito de mimbre, y
se dispuso a celebrar la eucaristía más dulce que jamás soñara.
Alternando los pedazos de papel satinado con sorbitos de
vino, fue tragando, masticando concienzudamente, cada recuerdo de ella, todos
los que no había conseguido enterrar.
Se sintió renovado. Imaginó cada bolo alimentario, bajando por su esófago. En cada tramo notaba una distensión mayor. Un placer más acusado. Una muesca más en la tabla
de su redención.
Cuando el espejo de la salita le regresó la imagen del dragón grisáceo, acabando la ceremonia, es cuando empezó a sentir en su cuello
el sabor del fuego, en su avance hacia la boca.
Bocanadas de una libertad jamás
sentida. Cada vez más acusada. Arcadas de amor se sucedían, de forma natural. Plácidamente volvía a sentir esa sensación única.
La llamarada prendió fuego en la cortina, pero él se quedó
contemplando la mesa. Vacía de rastros de vino en copa alguna. No quedaba la
menor señal de ninguna foto. Nada que siguiera rezumando, como rescoldos, en su
corazón. Los tizones se habían deshecho al fin. Entre las cenizas.
La vecina apagó el pequeño fuego, con el agua sucia de la
fregona, y solícita le ayudó a salir al balcón, porque respirase. Iban comentando la mala
suerte de ser viudo por tres veces. Durante ese rato, Laura no se percató de cómo la miraba el anciano de ojos
grises, mientras ella miraba el mar. Apoyada en una barandilla verde.
Caramba! Sensacional descripción de la soledad de amores y sus consecuencias anímicas.
ResponderEliminarUn beso.
Gracias por tu lectura, Alfred. Creo que la imagen habla de soledad pero sólo en parte.
EliminarUn beso, y Felices fiestas!
Descorazonador.
ResponderEliminarNo quiero ese final ni nada parecido.
Besos.
Yo tampoco, la verdad. Ni siquiera ser la vecina. Pero la antropofagia es un poco a través de esas ceremonias.
EliminarUn beso, Toro. Feliz Navidad.
He podido oler el humo, y el agua de la fregona...increible!!! Un abrazo. Aries
ResponderEliminarMe alegra que haya llegado la sensación. Laura ahora sigue visitando con asiduidad al viejo dragón, pero se abrocha la bata o la rebeca con más cuidado. Porque ella olió de cerca la mirada rojiza de un fuego interior!.
EliminarUn abrazo más, Aries, que no pesan!
Definitivamente hay amores que queman mientras abrazan.
ResponderEliminarUna abrazo caluroso, propio de esta seca época en esta latitudes.
Los dragones mantienen un corazón y una sed. La forman en que aman , si lo hacen, está un tanto cargado de carbonilla. Creo.
EliminarUn abrazo. No puedo decir que acá haga calor, pero siéntelo cálido.