Le vi sentado en la estación de
autobuses internacionales, ante un café con leche tamaño desesperanza y un diario
tan grande como toda la mesa, en un intento de ponerse al día.
El reloj le había gastado una
broma. Parándose con tal precisión que se levantó, corriendo como loco por no perder un
bus que habría de llevarle al aeropuerto provincial, donde había de tomar un vuelo con destino a su Buenos
Aires del alma.
Pero seis horas después.
Pero seis horas después.
Cuando se hubo percatado del error horario, el culo del taxi se alejaba por la carretera, entre un discreto remolino de viento, arena y olvido.
En medio de gran nada, la estación de autobuses ofrecía a los viajeros fueguinos perdidos para encontrarse, unas pocas habitaciones con ducha, un restaurante de paso y una planicie junto al mar. Inmensa y cercada, donde hileras de artefactos rodantes dormían o se desperezaban según los relojes de las nostalgias de una Patagonia renqueante por el sur del globo terráqueo.
Tras las ventanas, un par de perros
daba cuenta de los restos de un bocadillo, mientras un gato en posición de caza
miraba embelesado una iguana. Pequeña, marrón y necia. el reptil tomaba el sol de esa
primavera austral, ignorante de un felino con afán de cazador de imposibles.
Dentro del restaurante dos chicos
mateaban en sendos cacillos adornados con figuras de un cantante de rock, y un
policía, con su pistola reglamentaria se hurgaba con un mondadientes su boca de
mil pecados.
Le vi salir luego, hacia la playa, cargado de un alud de minutos imprevistos, robados al sueño, por malgastar tal vez. Tantos minutos como agujeros negros en las noches.
Una ballena, junto a su hijo, en el horizonte austral, miraba a un viajero varado en la playa de un mar sin escapatoria posible. Si no ponía en marcha sus recursos, le atraparía la nostalgia de otras latitudes vividas más amables. Se imaginó cual pez ante un cormorán, que no gaviota, que sobrevolaba, para zamparse a su gusto, a un pececillo de plata.
Por eso, con su mochila de sueños y sus zapatos de antelina azul, se sentó contra una roca, bajó la cabeza, y decidió dormirse para hacer tiempo. No tropezase con las trampas de las nostalgias del Río de la Plata que le llevaban siempre a las curvas de Elena, en otras playas con mar.
El autobús, de recorrido circular, esperaría exactamente a su hora de salida, y ni un minuto antes, para ponerse en marcha hacia el interior de un país derramado al Atlántico y a una Antártida que reconquistar.
Qué bonito tu texto, especialmente me gustó este fragmento:
ResponderEliminar"Por eso, con su mochila de sueños y sus zapatos de antelina azul, se sentó contra una roca, bajó la cabeza, y decidió dormirse para hacer tiempo. No tropezase con las trampas de las nostalgias del Río de la Plata que le llevaban siempre a las curvas de Elena, en otras playas con mar".
Tantas son las veces que cargamos de sueños nuestras mochilas que, a veces, esos sueños pesan, porque la realidad se impone a la fantasía e ilusión.
Son tantas veces que a lo largo de la vida perdemos los autobuses y cuando queremos darnos cuenta, el tiempo se nos ha pasado, y ya es demasiado tarde para cogerlo.
Un placer leerte, mi querida Albada.
Un beso muy dulce de seda.
En otoño, especialmente, al sacar la ropa de invierno, nos renacen los recuerdos que tal vez inventamos, de tantas Elenas o Dieguitos de un ayer. Esos que nos atacan entrando como ladrones, por las rendijas del aburrimiento o las esperas en lugares inhóspitos. O sin más, porque quedaron en las mochilas de nuestro caminar.
EliminarUn beso, María, sin trampas en mochila alguna
Es tan agradable lo que cuentas y como lo cuentas, que no me importaría perderme en una estación un rato, siempre que luego me lleves a otro lado.
ResponderEliminarUn beso.
Las esperas pueden ser çoptimas ocasiones para poner a limpio los renglones que dejamos cual borrones. A veces, sin embargo, nos aterra que se cuelen de contrabando, recuerdos que aún nos queman en el paladar del pasado.
EliminarEl hombre de la mochila era de los que prefieren no tener tiempo para añorar, creo
Un beso.
Me ha gustado muchísimo el texto.
ResponderEliminarY el final es apoteósico.
Me dan ganas de subir a ese autobús y conquistar la Antártida.
Besos.
Si por timonel buscamos un patrón que sepa llevarnos a la Antartida, nos inflitramos entre los marineros de los autobuses de sueños y que nos lleven. :-)
EliminarUn beso, Toro