Siempre supe que amar y odiar son términos separados, opuestos y antagónicos. La religión me lo enseñaba con sus preceptos. La filosofía no se cansaba de ensalzar que es mejor hacer el amor que hacer la guerra. Y hasta la neurología investiga la influencia objetiva de los pensamientos positivos en la fisiología del ser humano por la producción de las diversas hormonas.
Yo también creía en la bondad del amor. Lo creía hasta hace poco, hasta hoy para ser exactos.
Todo mi mundo se fue a pique una tarde de Junio en el patio del colegio. Andrés era el guaperas arrebatador del instituto. Me enseñó a hacerse el nudo de corbata uno mismo desde mi espalda para reproducir los movimientos sobre mi cuello. Noté cómo la tela cerraba un tanto mi garganta. Temí un instante y disfruté otro instante. De forma casi simultánea. Sin saber cómo acabé inmerso en una obsesión que conjugaba amor y odio en la combinación exacta de la proporcionalidad perfecta: malo si me miraba, peor si no lo hacia. Fatal si me llamaba, insufrible si no lo hacía. Destructivo el verle e insoportable no haberle visto.
Los años pasaron y con mi hija de la mano le vi venir hacia mí. La casualidad me gastó la broma de que acabase de instalarse en el piso de al lado. Al cabo de una semana yo sabía que él sabía. La pistola reglamentaria dormía en mi cinturón esa mañana cuando ante el ascensor coincidimos. No dijimos ni media palabra.
Por su manera decidida de mirarme sabía que era el momento. O apretaba el gatillo o moría yo mismo. Porque más pronto que tarde su regreso me estaba matando ya.
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