Me llamo Fabiola, como homenaje a la reina europea fallecida
recientemente, como decía mi madre para justificar mi nombre. Hoy cumplo sesenta
años, trabajando en la casa de empeños,
de la Caixa, lugar en el que llevo mucho tiempo, y del que no deseo irme
a otra oficina más "normal", a pesar de que me lo han ofrecido repetidas veces.
No quiero aburrirles, porque, como imaginarán, la lista de
anécdotas vividas sería inacabable. He vivido demasiadas situaciones
inverosímiles, y algunas de ellas, en verdad tristes, por el desarrollo de
algunos préstamos pignotarios (que es como se llama de manera técnica eso de
prestar dinero, avalado por unas joyas).
Hoy ha
venido una señora, la misma que casualmente atendí en mi primer día de
trabajo, entonces en lo que ahora es Pau Clarís, y antes Vía Layetana, y no me
equivoco, en absoluto, porque el broche con diamantes y esmeraldas me llamó la
atención por su diseño, aquel día lejano, y hoy, siendo igual de armonioso y
discreto para mi gusto, estaba con el
pasador claramente usado, gastado y manteniendo la rectitud con más deseo que verosimilitud. Pero era el mismo.
No recordaba a la mujer, porque es imposible recordar una
cara al cabo de tanto tiempo. Pero sí he reconocido su voz, a través de las
pocas palabras que pueden verterse en ese cubículo, con cierre interior para el usuario y cristal
blindado para nosotros, que no sé por qué es tan oscuro. Es donde pesamos y
valoramos los objetos. Y donde regresamos las joyas.
Esa voz, aquel día me sonó como una especie de llanto
inaudible, y hoy no. La mujer, cuyo
nombre no he querido retener en mi memoria, ha manifestado una educación
exquisita y ha comentado qué cambios ha visto esta oficina de ahora, tras Plaza Catalunya. No había nadie más que ella
en toda la oficina, así que hemos comentado algunas cosas del pasado reciente, como por ejemplo el hecho de que se haya podido poner un ascensor.
Cuando salí, a las tres
en punto, la vi sentada en el Zurich, con una cerveza y un diario El Pais. Le
he pedido permiso para sentarme, y al fin me ha explicado la historia de ese broche, por el
que han pasado tantos años como los empleados en el derribo de su
matrimonio, que ahora, a su edad,
cercana a la mía, da por acabado, a través
de ese broche y un anillo de veintiún diamantes que ahora nosotros, los de los empeños, custodiamos.
Del anillo, jamás me habría acordado, pero al recordarlo
ella, me vino a la memoria uno solo, de oro blanco, pero ahora yo he guardado junto con el broche, tres, con siete
diamantes de 0,2 quilates cada uno.
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Pequeñas grandes miserias de dama empeñando joyas, que aparte de su valor material, ya no guardan ningún otro valor, para ella.
ResponderEliminarMuy bien narrado, con la patina triste, de un final en el que se pierde la pista a un anillo que ya no interesa.
Besos.
El mundo de los empeños evoluciona, como todo lo demás, pero hay pequeñas y grandes historias en cada episodio, porque cada joya albergó un deseo, o un te quiero, o una herencia amada, y seguramente cada una cobija un empeño de demostrar algo.
EliminarUn beso
Recuerdos como joyas con el paso del tiempo. Saludos van.
ResponderEliminarSin duda, sobre ellas el tiempo pasa sin oxidarlas, pero no por ello inmunes a los años de quien las lleva, o empeña, o no puede recuperar, o son robadas.
EliminarUn abrazo
No hay mayor joya que un texto, como los que tú escribes, a mi que no me digan de diamantes que esos no tienen tanto valor cono unas letras enriquecidas de imaginación que nos hagan volar y tú siempre tienes el vuelo muy alto mi querida Albada siempre es un placer venir a disfrutar de tus textos aunque últimamente vaya al paso de la tortuga.
ResponderEliminarUn beso enorme!
Gracias! Tu lectura cómplice me gusta siempre, porque sé que imaginas qué parte puede haber de verdad en mis textos.
EliminarA veces, ninguna :-). Un gran beso, dulce María, yo sí que parezco tortuga reumática a veces...y te pido disculpas