He visitado
un edificio peculiar.
Me dijeron
que está habitado por un lobo al que llaman Jony que cata el agua azul de un
recipiente de silicio. En ese bol descansa una lasca del Paleolítico superior.
El arco de la entrada dirige la atención al objeto loado por Paula, la
inquilina de la planta baja, y que no es otro que una estatua de una mujer de
mármol, tapada con una hoja de parra.
La escultura
es blanca como la nieve recién caída, y luminosa como una candela en las noches
de luna nueva.
La portería
tiene olas de hierro forjado como celosía y, de hecho, Carlos fue el primero en
detectar la especial composición de la vecina de aspecto sencillo, corazón de
diamante y luminiscencia de luciérnaga cuando adopta la forma de esfera de
cristal irisado.
Cuando el
llavín penetra por la cerradura, el llamador de mano de bronce enmudece aún más
y entonces sueña con que ella, alguna vez, juegue a reproducir su antiguo
esplendor, limitado ahora a ser limpiado dos veces por semana.
Cuando esa
mujer cierra tras de sí la puerta principal, los interruptores de luz quedan
aguantando la respiración. Sin atreverse a ponerse en marcha, pues saben que
ilumina la escalera desde dentro, rellano por rellano, mientras los peldaños se
preparan para la fiesta de unos pies que no golpean.
Carlos sale
de su cuarto para saludar, inventando la excusa de colocar la tabla de planchar
y alinear los cubos de basura que yacen en orden. Por verla llegar. Por decir
“Buenas noches” Por sentir su luz.
En la primera
planta un hombre sabe que la estatua frente al piso de Paula ya la vio desde su
pose esmerada de carrara. Y que esa moradora silenciosa la intuye desde detrás de la puerta, mientras
escribe una crónica para del diario de Villamatojos de Arriba.
Este hombre,
gran amante de la verdad y para más inri versado en la justicia social porque
la siente propia, no mira jamás por la mirilla. Sabe de su llegada por el
sonido de los tacones y la leve luz que se cuela bajo su puerta, casi siempre
recordando que la cocina le espera. Si puede, sale a desearle que esté bien,
siempre amable con todos los bien nacidos.
En el otro
departamento, con su letra B en dorado, el músico detiene el metrónomo, deja
sus manos reposando sobre las teclas de ébano y marfil y luego se acerca a ver
cómo la esfera ilumina su rellano con sabiduría calma y sabor a luz que no
quema. Esa que sólo acaricia las paredes a su paso, para seguir avanzando hacia
arriba entre la quietud que sabe que devendrá en un continuar de partituras
mientras seguirá su ascenso por los peldaños.
En el segundo
piso reside un hombre que sabe de sí mismo lo que sabe. Con alma lobuna
gregaria. Es ese vecino que siempre anda dispuesto a echar una mano con la
cesta de la compra, el que tiene a orgullo ser quien es. Ese que valora como
nadie lo que tiene. La sabe subir, nota esa suave luz por el rellano, pero
sigue tras la puerta con sus princesitas. Ellas saben que se siente muy
orgulloso de vivir en ese edificio singular y que con ellas jamás se siente
solo, pero conocen el valor que da al vecindario.
Al otro lado
de la barandilla, en otra puerta B, la esfera se detiene siempre. Porque en ese
rellano su luz se entremezcla con la que sale del interior. Igual que todos
oyen los tacones en la subida y el olor que la esfera va dejando, ella como
esfera percibe las risas y las caricias de la vida que ilumina esa vivienda.
Percibe el olor a mandarinas perpetuas y las conversaciones entre cariños
cuidados de la mujer detallista y feliz que reina allá, morando corazones como
hormigas en el suelo de los mejores pastos.
En el tercer
piso vive la mujer de azul y risas. La que siempre lleva a mano la palabra que
anima. Aquella que se interesa por todos los habitantes de esta Rue del
Percebe. La blanca esfera sabe que no se acercará a mirar porque considera la
ascensión algo tan privado que aún sabiendo que es el artífice de los prodigios
de la electricidad indisciplinada, jamás querrá saber nada que alguien quiera
ocultar.
Ante su
vecino de altura, ante otra puerta B, la blanca esfera, que llega ya cansada,
retoma aire de nuevo. Está habitado por un peluche amarillo. Un hombre tan
serio y tan formal que se disfraza de lo que siempre fue, aquel niño que no
quiere dejar atrás. Como lleva rato escuchando sus tacones, y notando que se
acerca la luz que emana, abre la puerta para desear felices sueños, o feliz
descanso, o explicar jocoso algo de la actualidad de la ciudad.
En el cuarto
piso, mora una mujer pétrea de convicciones, cambiante como el agua que
permanece intacta corriendo siempre. Está
al acecho de lo que hay en las orillas y anda tras la puerta sabiendo
que la esfera luminosa sigue su ascenso. La identifica por el tímido olor a hierbabuena de las cosas
imperecederas. Esas que no deja ir antes de emprender el último tramo hasta su
casa.
Justo antes
de emprender el último jalón, la puerta B pintada de tres colores cobija a una
vid de terciopelo, como una parra de enredadera que da sombra a los sueños en
verano. Es un pintor de pinceles de besos y frases de peso abiertas en canal.
Este vecino, el último en desearle un feliz descanso, anda siempre cazando
mariposas que pintar de bandas tricolores entre cantos de libertad.
En su ático,
la luz de su esfera se mantiene, pero adopta forma de mujer para ser esa que
desayuna vida recién exprimida, con tostadas de sensatez y dos pastillas rojas,
para reforzar el hierro que la hace ser magnética y saberse republicana.
Se deja mimar
por el amor de la envuelve y tras despedirse de las estrellas, deja que los
sueños la hagan renacer, de luz blanca, al día siguiente.
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