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Aníbal jugaba con las palabras desde que, en el instituto,
confirmara que ninguna chica se fijaba en él. Con su gordura, y su cierta
asimetría facial, hasta el espejo le gritaba que su cara no era normal. No es
que se viera feo, es que lo era. Parecía fruto de una mala broma, o de una
elucubración de un Dios de segunda mano. Sí, era diferente al resto de los
mortales y eso le hizo introvertido y experto en buscar tácticas de
conquistador, hasta llegar a inventar un bebedizo de amor que le echara una
mano para conquistar a alguna alma gemela, bella, como la suya.
Una noche, adulto ya, se sintió, como otras veces, un auténtico
chamán, y entre anuncios de turrones, mientras
todos por la calle andaban con preparativos navideños, se dijo que bien
valía un amor de quita y pon que le devolviera la mirada azul de los estrenos.
El efecto duraba poco, y era lo que más le gustaba de su pócima. Ese sabor
dulce en los labios de ellas se acoplaba como horma a los zapatos, a sus
palabras vestidas de gala y apremio, orladas
de promesa y eternidad.
Nuevamente, jugaba con las palabras, entre sonetos y
chupitos, en la noche fría de la barra de un bar, frente a una mujer con pelo
de Magdalena y ojos de Cleopatra. Con dos bromas bien trabadas y unos versos prestados, sobre
el vasito de ella vertió unas gotas del líquido de su invención, como tantas otras
veces. Era muy sencillo, y fruto de pruebas y errores. Consistía en el
destilado de hojas laurel y alas de mariposa bajo la luna llena, por tres
noches y ningún ingrediente más. Luego dejaba reposar el brebaje en su
frasquito de cristal marrón, con tapón de cuentagotas. Esos recipientes los
compraba en una tienda de aceites esenciales y flores de Bach. Había diseñado otra pócima, sólo para él.
Para olvidar los encuentros de amor impostado, tal vez forzados para ellas,
pero que para él eran reales. Las amaba, de manera real e incontestable, y no
quería tener el desvelo de buscarlas para recrear la dicha de sentirse amado.
Eva, esa jornada, vestía unos tejanos y un halo de tristeza.
La soledad tenía la sombra más alargada por fin de año, cuando todos parecían
tener la felicidad a sus pies. En sus pestañas la luna se había dormido por esa
noche, y se entregó a escucharle dejándose amar a través de los sentidos.
Tomados de la mano cruzaron la puerta y el aire navideño les hirió en los ojos.
Las luces de la calle zigzagueaban en diversos tonos de azul, y sólo la esquina
retenía un rondel blanco de un farol viejo, tan viejo, tal vez, como sus
propias esperanzas.
La iluminaria de fiesta se reflejaba en los escaparates
cerrados, mientras los tacones de Eva resonaban por la acera. Apenas circulaban
coches, pero no necesitaban más que sus pies sobre las callejuelas, para sentir
que la oscuridad estaba llena de vida por desenvolver.
Cuando en el cuarto de una pensión sin nombre se miraron, se
reconocieron por primera vez. Se acariciaron mudos los cuellos, y sin dejar de
besarse, fueron desabrochando botones, abriendo heridas y cerrando añejas
cicatrices. En el primer asalto a un tren de mercancías caducadas,
descarrilaron los vagones cargados de miedos y desesperanzas, que cayeron
resbalando por el terraplén del pasado, dando vueltas de campanas. Desnudos, y
con el pestillo echado, la sombra de sus cuerpos fue derritiendo la luz mortecina de unas
lamparitas imposibles. Justo cuando el mundo desaparecía con la eyaculación de
él, se oyeron risas flojas y pisadas sin cuerpos. Era, casi con certeza, alguna
pareja que trepaba ebria por la escalera de madera gastada. Seguramente sin
remedio. Tal vez dejando inquieta a la carcoma de los sueños por buscar de las
parejas efímeras y de los besos usados.
En el segundo asalto adelantaron las pelvis y dejaron sin
destinatario el respirar agitado y rojo de sus pulmones.
En cada beso ella relamía las palabras redentoras que él
seguía inventando, desde su más profundo interior, que se deshacía ahora en palabras blandas y
firmes, tiernas y azules, entre sentimientos reales que le escarbaban las
entrañas.
En cada beso, él buscaba la vida en la boca de Eva como el
aire en la mañana que estaba por descubrir. Como un pez que boquea fuera del
agua. Con el afán simple de sentirse vivo. Con cada embestida, ambos desafiaron a la muerte, sonriendo
para sus adentros. Y es que se sentían vivos y amados, sin más que un presente
lleno en sus espaldas. Se supieron lejos de la amarga desazón del gris marengo
de la soledad de su día a día.
Acomodaron las cinturas de sus cuerpos nuevamente, luchando
contra las manecillas de todos los relojes, en una carrera loca de suspiros
mudos. Rebobinando el reloj, quedaron presos de esa nada donde quedarse
prendidos del placer profundo y roto por otra tanda de contracciones y
espasmos. En ese instante, mordieron cada uno su propio puño, ahogando el
imparable grito de victoria sobre la muerte, mientras las sombras chinescas de
sus cuerpos entrelazados, se deshacían en la pared desconchada.
En la mañana, cuando ella despertó, una botellita marrón vacía
descansaba en la papelera del baño, pero en la mesita de noche, junto a un poema de amor, sin firma, el sol
que luchaba con las cortinas dejaba ver una rosa azul de invernadero. Aníbal no
había llegado a dormir. Se había dado una ducha redentora y se había vestido
sigiloso para enfrentarse a su reloj chapado de soledad. Pero se sentía
diferente a otras madrugadas. Se sentía casi guapo ante el espejo del cuartito
de hostal de medio pelo. Miró su cara dormida antes de cerrar la puerta, y en
contra de todo pronóstico, palpó su bolsillo, como siempre, pero no se decidió a sacar el frasco de la mañana
después. Por una vez sentía que no habría hecho falta el bebedizo. Por una vez
algo dentro de él gritaba que su estrategia de conquista había sido un exceso.
Porque, por una vez, había sentido que esa mujer de una sola noche, debía ser
la mujer de cada noche.
Habiendo descansado en su piso de soltero, tras explorar su
corazón, encontró que no lucía su eterno gris deshilachado, sino que tras las
hilachas, se entrevenía un corazón aventurero que exigía una respuesta a mil
dudas. Al mediodía, cuando las mesas de la gente festejaban Navidad,
decidió volver a la pensión para rescatar el nombre de ese amor que desafió a
su miedo a ser desdeñado. Le costó unos billetes pero por el DNI podría
localizarla, o tal vez asistiendo una y otra vez al bar de las melancolías
donde se encontraron.
Eva se había despertado y leído el poema, un soneto perfecto
para una noche tan corta como intensa, mientras desnuda aún la rosa miraba hacia su
melena. Sin resaca alguna, pudo rescatar de la memoria cada gesto de aquella
cara difícil, casi cada palabra de ese hombre con algo de peso de más y cada
caricia que le aplicara a su corazón amordazado. Se duchó recorriendo cada
pliegue de su piel que besara y recorriese, y al fin se fue a su habitación de
piso compartido con el poema doblado en cuatro y la rosa en su mano derecha,
con la certeza de que, ese hombre esquivo, quedaría en su memoria como un
paréntesis que no se podría reabrir.
Pronto llegó el momento en que ella accedió a encontrarse con él,
y ese día plantó un geranio en el balcón de ese piso de eremita, invocando a
los dioses, para que, sin pócima alguna, ella pudiera amarle, sin imposturas, como aquella irrepetible
noche.
Cómo me llena de alegría, volver a leerte, mi querida Albada, gracias, por seguir escribiendo, porque la blogosfera estaba un poquito apagada sin la luz de tus palabras, gracias, preciosa.
ResponderEliminarMe ha parecido tu relato de lo más tierno y sensual, la pareja trepando hacia el amor, buscando los besos para sentirse vivos, desafiando a la muerte en cada embestida, qué intensidad, y ese final que recalco porque ha sido de lo más bello, para enmarcar:
"En ese instante, mordieron cada uno su propio puño, ahogando el imparable grito de victoria sobre la muerte.".
Me has hecho suspirar y latir con esta entrada, es increíble cómo manejas la situación y la das tanta vida a los personajes, ni te imaginas cómo me ha encantado tu entrada, gracias de corazón por dedicármela.
Un beso enorme.
Es inverosímil, lo sé. Dos lobos esteparios que juegan a desafiar al destino y caen presos en la urgencia de amarse. Pero era tentador pensarlo cara las Navidades. Y jugué, cómo no-
EliminarGracias linda. Un beso, dulce María
Se te echaba en falta, pero ha merecido la pena la espera.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias. N he dejado de escribir, pero el blog estaba en stand by por no saber el rumbo de mis palabras. El rumbo que quiero seguir con él o la razón de mantenerlo.
EliminarMe alega te haya gustado. Un abrazo y disfruta de la Pilarica, que llega mismo mism. Un abarazo
Anibal llevaba dos ampollas, esa marrón para realizar su conquista, pócima mágica para conseguir sus atenciones y otra verde con otro líquido más fluido, el del olvido.
ResponderEliminarCon el conseguía que cada encuentro fuera único.
Un beso.
Con tu permiso usaré esa botellita de líquido verde en futuras versiones, si las hay. Porque apuntas una realidad. A nadie se olvida que haya estado en la misma cama y te haya hecho tocar el cielo por veces. Esa era la trampa del texto, y la has cazado.
EliminarSagaz, querido Watson. Un gran beso Alfred. Nos vemos ya mismo.