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miércoles, 24 de abril de 2013

Eclipse de luna azul sobre la piel.



Imagen de Internet



Nosotros, los insensatos que estamos mirando la luna, olvidamos que en el día, ese pedrusco nos ignora por completo.

Acabamos por dejar escrito un poema de noches sin eclipses, y de pieles que rasgan el horizonte: Entre palabras que, como tatuajes, se incrustan en la epidermis de los durmientes.

Él, con su ración de física y ecuaciones, su caminar pausado y sus anteojos, la vio desnuda y blanca. Sin más letra impresa que las de su frente.

Él, sin su escafandra de nácar, leía los cuentos de los arrecifes que ella tejía de día, mientras la luna dormía. Los que guardaba un arcón de la bodega de un velero por botar.

Ella, la que sin luna de Abril se eclipsó mientras dormía, tras un sueño de gaviotas que devoraban la luz.

Ella, que degustaba la noche como  carroña de un mar de ida sin vuelta, bajo la piel de los olvidos...se despertó un día, tatuada de las palabras ciegas. 
Esas que pueden lavarse, con un jabón de Marsella, para recobrar su aroma a sol.


lunes, 22 de abril de 2013

Como Sherezade, inmersa en el deseo de un cuento eterno



Me implico en un ectoplasma, al que doy vida, dejando que hable por sí mismo.

Le dejo navegar entre los mares. Entre los rincones. Por las dunas. Por los páramos helados, o sobre sus prados, cuajados de flores explosivas.

Me dejo invadir por su presencia, cuando revolotea en el aire con un nombre, con una idea o silueta  de promesa próspera de pretendida esencia.

Sólo entonces, es cuando me enfrento al reflejo de ese otro que bien hubiera podido ser yo. De haber tomado otro rumbo, de haber nacido en otras latitudes, de tener bajo la piel otros olores. De tal modo, que los personajes cobran vida cuando yo soy el objeto de su deseo, y ellos crecen o se encogen cuando les alcanzo, o no,  entre las redes de mis sueños.

Como un sultán que espera que se acabe el interminable hilo de un carrete. Buscando ser redimido de un engaño eterno.


viernes, 19 de abril de 2013

Ahora. Perdido el cómputo del tiempo


Ahora.
Ahora que estás.
Ahora, cuando tus ojos me ven.
Ahora, mientras las manos se pierden entre rincones.
Ahora, durante el espacio en que aletea la luz y se desmayan las flores.

Ahora, que sin poder evitar los equívocos, y aún sin saber, hemos aprendido a elongar los tiempos entre el nunca, el ahora y los errores.

domingo, 14 de abril de 2013

Escalando con mi miedo entre tus formas.

Tomado de Internet

Subí descalzo. Púber. Tenso.

La línea de tu cintura. La de tu pecho. 

La de tu cuello. La sima donde derrapar entre arrecifes.

Dibujando tu cara hasta hundirme en  el abismo de tus ojos.

Buscando lo imposible en ese sabor a esmeralda entre tu pelo.

            Hoy, desde la mínima baldosa, dejando atrás la escalera de cuerdas, 

piso con un pie la  delgada línea que separa el cielo del infierno.

Muevo mis brazos como un funámbulo  al rachear del viento.


Te veo entre la multitud expectante, con tu mirar sereno,

y anclo un corazón de lobo a mis entrañas.

Dejándome caer. Ciego. Necio.



sábado, 13 de abril de 2013

Espejo de mil cajones



A veces dejamos que las manos sigan la pluma del propio corazón, quien a su vez se deja llevar por la mente. En un vuelo sin escalas, sin límite y sin pasaporte identitario . Y ese patrón que manda cuando el corazón le deja, guarda en su gorra de plato sin galones los posos de la escuela de la  vida.

A veces desconectamos el piloto automático de las tendencias, de las filias y las fobias. En un deshojar de abalorios impostados. Y en una caída sin alas, parapente, ni chaleco salvavidas, dejamos que la rosa de los vientos deje pétalos de escamas en la piel de quita y pon.

A veces, nos duele un silencio atronador, porque escuchamos demasiado ruido dentro nosotros mismos. Y en esos ratos, hasta la luna, cautiva de las mareas, tiñe de un halo blanco el reflejo de un gato negro sobre un tejado. De zinc o de tejas de arcilla, florecida por la fuerza de la vida.

A veces, ese ruido sincopado se acopla a los latidos. Hace interferencias  como un  aparato parásito cualquiera. Y en esos minutos, deja ir a los cientos de “yos” que se esconden enraizados en el muro de nuestra alma, como enredaderas presas de unas semillas sin principio ni fin.

A veces, algunas veces,  de la sordera de ese ruido devastador, recomponemos un cuadro de algo que podemos reconocer como la imagen que nos mira con la sonrisa ladeada, desde un espejo trucado.

martes, 9 de abril de 2013

Sampedro, vida de ida y vuelta o una obra sin caducidad



Se ha muerto un humanista. Se ha muerto, con un recorrido de camino largo y denso, rico y cuajado de apuntes para no olvidar.
Porque escucharle era abrir puertas a la razón, a la verdad más a allá de consigna alguna. Y más acá de la epidermis que nos encierra en islas perdidas. Y sin rumbo aparente.
Reconozco que su apoyo al movimiento 15M, su lucidez ante la forma de leer esta crisis en forma de estafa y su testimonio valiente al hablar de que hay que temer al miedo, me ha llevado a considerarle un pensador mucho más que un economista y un hombre mucho más allá que un escritor.

Pero me permito rendir homenaje a su vida a través de mi vida. De la lectura de un libro que me sacudió por dentro como un vendaval de hojas verdes, contradictoria sensación. Ese sentir en el cuerpo una lluvia densa de hojas. De un color alegre e iluminado,  en absoluto marrones, para nada caducas, sino productora de una sensación casi física de sacudida de un árbol sobre mí, que iba dejando ir, hoja tras hoja, página a página, un canto a viaje hacia sí mismo, un pasaje hacia mí misma. Un boleto de ida sin retorno, porque no he podido volver al estado de inocencia. Ni quiero.
Leí, y gocé de la madurez de “La sonrisa etrusca”, de ese renacer desde la visión de un abuelo que se abre, a través de la relación con un nieto casi extranjero, a nuevas fuentes de vida. Que redescubre dentro de sí y casi a destiempo, fuentes y manantiales de nuevas vidas. Pero lo cierto es que la lectura de “Octubre, Octubre” significó una línea divisoria en mi trayectoria lectora. Y de esa obra les quiero contar sólo un par de cosas.

Me dejé atrapar sin pretender analizar demasiado, en el juego de cajas chinas que nos propone a través de dos historias. En el mundo que construye a través de un barrio, unos personajes y el intenso poso de sabiduría que iba desprediendo la lectura, con cada paso de página.
Sentía que todo estaba contenido. Que ese mundo que proponía  a través de Miguel por un lado y Luis y Ágata contenía las claves más claras de la comprensión de la vida.
He podido releerlo y con la edad absorber más matices en cada lectura, porque es una obra de madurez de una pluma, que huele a paisaje y olmos, a quiosco y paseos, a reposo y música. A viaje a Itaca hacia el interior de la esencia. A ese viaje que no tiene fin, porque cada día parte de un punto más allá pero más cerca.

Para mí, tras Cien años de soledad, que reconozco que siempre tiene un hueco en mi mesita de noche, es el libro que no acabo de acabar porque siempre me muestra pigmentos nuevos, como un cuadro al que tengo en especial estima, y que seguramente conozcan todos, ese que duerme siempre en vela, en El Prado.

Está ubicado en dos tiempos, en dos cuerpos de lectura. Uno situado en la década de los setenta en Los Papeles de Miguel y en los años 61-62 en Quartel de Palacio. En el primero Miguel nos hace viajar por el mundo de ese escritor que quiere conocerse a sí mismo, y en el segundo, nos ofrece la historia de una pareja  buscando en un paisaje de barrio, un amor sublime que les vista de una suerte de magia que les ampare de la sordidez de la vida que ha tocado en suerte.

Recomiendo su lectura, sin prisas. Desde una luz  sin prejuicios, sin expectativas previas y sin deseos de llegar a ningún sitio, como un paseo en una tarde de primavera, abierta a cualquier camino entre árboles meciéndose.
Para el crítico Luis Blanco Vila, esta novela es …“un gran friso en el que se puede estudiar la mejor novelística española del siglo XX. Tiene la densidad de un Joyce, la minuciosidad de un Thomas Mann o un Proust; la riqueza argumental de Baroja, el colorido de un Cela (en La Colmena, por ejemplo) y el plasticismo de un Barea en “La forja de un rebelde”.