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viernes, 28 de febrero de 2014

Un día de campo para Álvaro

Foto de Google.

Le llevaron al campo a los seis años. Tal vez no era por primera vez, pero es la que recuerda como tal.

Las nubes les habían ido siguiendo por la carretera, hasta que en un tramo de sol, tomaron un camino de tierra. Uno estrecho y con baches que salía hacia la derecha,  que les acabó por dejar en una pequeña explanada, ante un casa solitaria. Álvaro la encontró inmensa y fascinante, pero sus padres hablaban de la dejadez de unos primos. Hablaban de óxido, de telarañas, de la muerte de alguien, (que él sintió, más que lejano, invención de mayores), hasta que su madre sacó del bolso un objeto de metal, que resultó que era una llave.

Cuando les vio discutirse con ella, que no lograba abrir una puerta con mucho polvo, le fascinó ese agujero vertical, tan negro, en una madera con pintura tan ajada y desgastada. Preguntó si podía ir a dar una vuelta. Había visto un caza mariposas apoyado en el suelo, cercano a unos geranios. Sucio, con la malla agujerada, pero tentador. En la ciudad no había visto ese artefacto, pero estaba seguro del uso que le podría dar.  

Le dijeron que no se alejase, y contento ante un olor muy diferente a los que respiraba en  la ciudad, se alejó de la casa. Con el palo en ristre, cazaba el aire, a falta de alguna mosca que se pusiera en el camino, hasta que unas gotas de lluvia sonaron rotundas en su pelo.

Se quedó inmóvil, ante un arco iris que relucía por encima de él, inundando el paisaje de olor a tierra mojada y luz, de un sol entre vellones de nubes grises.

Corrió hasta la base, que se alejaba según él iba hacia a ella. Parecía inaccesible, pero estaba ahí, al alcance de su mano. Se lastimó las rodillas al caer sobre la tierra dura, pero corrió un poco más, hasta que cansado, se detuvo. Quedó jadeante, para luego levantarse y quedar erguido, desafiando al viento. 

Sacando valor del daño de sus rodillas, asió con las dos manos el palo de madera, lo sujetó con todas sus fuerzas, y haciendo tal giro que casi le hace caerse al suelo, atrapó el arco iris, que, en efecto, desapareció de su vista.

Ya no llovía. Siguió jugando libre por entre la maleza y las piedras, hasta que sus padres le llamaron a gritos.

Le riñeron sólo un poco, porque parece ser que en la casa habían encontrado las cosas mejor de lo que pensaban. No preguntó nada, ni nada le preguntaron cuando, sin comer, se metieron en el  coche y, entre baches, nubes y algunos aguaceros, regresaron a casa, entre el gris de las aceras, y los edificios como panales de nichos.

Nadie lo supo jamás, pero aunque dejó el caza mariposas tirado en el suelo, ante los gritos de sus padres, había tenido tiempo de guardar en su bolsillo los colores irisados.

Ahora, cuando el olor a tierra mojada le trae algún poso de incertidumbre, o algún pellizco de miedo hacia el futuro, mete su mano en el bolsillo izquierdo de su pantalón, sacando el tesoro encontrado un día en el campo.

lunes, 24 de febrero de 2014

Palabras entre humo

Imagen de Google

Se encontraron en la cola del paro. Para un día que se había animado a ir temprano, le había tocado en suerte un tipo con papeles que había de apuntarse en el INEM, tras cinco años en una panadería.

Era muy joven, con una carpeta azul bajo la axila, y unos guantes de lana gris. Se puso a explicar punto por punto, el último mes de trabajo. Enumeraba, casi de día en día, la situación con el dueño. Hasta la relación con los clientes, dejando poco espacio para digerir tanta información.

El sujeto del anorak, cansado de escuchar, empezó a defender su espacio, hablando del tiempo. En concreto de la temperatura de las noches pasadas.

El joven seguía con su historia de la panadería, con múltiples detalles, dejando escasos segundos de silencio para respirar, ni él ni a nadie de los que estaban en la cola.

Tras varios intentos educados por desviar la atención, el tipo dijo:

-  Ayer hacía un buen sol. Por fin.

-  Sí, por fin- reconoció el sujeto, avanzando un paso en la cola.

-  Me apetecía mucho ir al campo- añadió el tipo.

-  Normal- respondió conciso el joven. - ¿y qué tal le fue?

-  Pues no lo sé-dijo, tras lo que aguardó tres segundos para aclarar:...- al final no fui.

El joven encendió  un cigarrillo, alejándose un poco del tipo del anorak, quien siguió contando las baldosas puestas diagonalmente, y en las que se apoyaban sus pies. 

El murmullo de unas palabras entre humo sobrevolaba la cola del paro. Si al joven le faltaban papeles, o le habrán dado las instrucciones correctas, ya serán otras preocupaciones las que tendrá que afrontar. Y comentar.



domingo, 23 de febrero de 2014

Páramo en un soneto.

De la obra de teatro Una luna para los desdichados 

El sol ha golpeado mi ventana 
con la pregunta, nuevamente urdida, 
de hasta dónde quedaron derretidas 
las nubes, más que rotas, desgarradas. 

Mi mente ha organizado, con presteza, 
una lista de dudas aclaradas, 
los guiños, las sonrisas, las miradas…
en un dulce racimo de certezas. 

Sin prisa, sin lujuria, sin pecado.
Mi salero y tu pan, nuestros aperos,
asolando temores silenciados. 

No hay mentiras, ni sombras, ni secretos,
porque la lluvia dejó purificado 
un páramo de amor con un soneto.


Tánatos y Eros, bodegón de Modesto Trigo, la parte de Eros, supongo


jueves, 20 de febrero de 2014

En la gasolinera

Foto de Google.
Levantarse temprano era su costumbre. Sobre las seis le pasaba a buscar un compañero, por la gasolinera cercana a su domicilio, y juntos, charlando un poco, llegaban al trabajo.

Hacía tiempo mirando desde lejos las luces del poste indicador de los precios del combustible de ese día. Ante la oscuridad y el cielo, preñado de estrellas casi siempre, era el momento de enumerar en su mente que todo estuviera en orden en la casa. De no haberse dejado nada: ni llaves, ni móvil, ni cartera, ni fiambrera o agua embotellada.

El cese de las obras le había llevado al paro, en esa edad media en que es tarde para cambiar de oficio, y pronto para  rendirse.

Poco a poco volvió a la gasolinera. Primero iba de vez en cuando, pero pronto pasó a ir de cuando en vez, hasta que ahora, al año de estar en paro, va a diario.

La noche está cerrada a esa hora. El cielo se deja ver en la inmensidad del horizonte, y un hombre de unos cincuenta, abrigado y listo para empezar el día, armado con la cartera, se dispone a tomar café en un bar. Precisamente ese, que la mayoría de días está aún por levantar su persiana. En el fondo, prefiere que el dueño llegue tarde, porque le permite ver la alegría de neón de los precios variables, que alumbran profusamente la noche cerrada.

Luego, repuesto del sueño y del frío, vuelve a su casa, mientras el sol se va abriendo paso entre los edificios y el tráfico, en el extrarradio de una gran ciudad.

El muchacho de la gasolinera, (el único que trabaja allá ahora), esta mañana, al salir de bar, le preguntó que qué coche tenía.

Ninguno- dijo, subiéndose las solapas del abrigo-. No he tenido nunca coche.



jueves, 13 de febrero de 2014

El amor se escribe sin rima

Esculturas de Jassans.
Vivió el amor. Leyó,  devorando de forma incansable, sobre todos los tipos de amor.  
Pasó el tiempo. Se enamoró del hálito de esa tinta, donde la sensación de amar planeaba sobre los personajes, reales o ficticios. 

Llegó a la jubilación entre libros y poesías, los trajines de la notaría, y la trastienda de los museos. La conocí a sus setenta abriles, con su sordera, sus cataratas seniles sin mayor trascendencia,  y no pocos recuerdos,  que en alguna ocasión se avenía a compartir conmigo. 

A falta de hijos, y con un gato esquivo, mis visitas le regalaban un rato de irrealidad, donde abocar pesares, alegrías, y algunas anécdotas  que adornaban su corazón y sus sienes.

Un día, cuando pasaba las páginas de fotos en sepia, de un álbum también en color sepia, cerró súbitamente la tapa y se levantó. Ágil y apresurada, cogió un libro de la estantería de una vitrina donde, desde el primer día que estuve en su casa, yacía un caballito de cristal.

Me entregó el libro, diciendo – La realidad es  que el amor es pura literatura-, mientras reacomodaba  el caballo siempre reluciente junto a un cisne gris perla, de cristal también.  

Como me fue imposible no aceptarlo, lo dejé en la mesilla.  Se titula “Tres metros sobre el cielo”, primera obra de Federico Moccia. Que acabaré por hojear, un día de estos.

No sé cómo, recordé algunas frases que han intentado definir  esa potencia que invade los sentidos,  cuando el amor se atrinchera en los corazones, sin permitir que el desaliento, los verdugones de la vida, y los harapos de la piel, dejen ver la realidad. Entre ellas esta:

Amo como ama el amor. No conozco otra razón para amar que amarte. ¿Qué quieres que te diga además de que te amo, si lo que quiero decirte es que te amo? De Pessoa, Fernando.

Yo me digo algo similar ¿Por qué amar a esa persona y no a otra? Porque es así, sin nada que lo sustente más que el sentimiento que el que lo sostiene.

Cuando, con más alquimia que ciencia exacta, se produce la simbiosis de dos latidos, la eternidad  se queda prendida de ese instante.  De forma independiente a la duración del mismo. Porque es eterno en su durabilidad exacta.

Tampoco importa el devenir que traiga la vida a los actores, ni el pasado que arrastren en su pies, porque la potencia de lo vivido, permite un antes y un después. Dejando un poso a siempre, que permite reconocerlo, por revivirlo, aún cincuenta años después.

Según me ha parecido.

Igual sí que como dice Lola, el amor es pura literatura, y como tal, necesario para dar consistencia a la existencia, o al menos, dotarla de un valor añadido. Como decía Stendhal quizás con razón Ir sin amor por la vida es como ir al combate sin música, como emprender un viaje sin un libro, como ir por el mar sin estrella que nos oriente.

Quién sabe lo que late bajo los corazones almibarados de color rojo pasión, los días como hoy, en que la imagen de Cupido  nos obligan a hacer balance de lo sentido... locamente. 

sábado, 8 de febrero de 2014

Obra en busca de guión.


En el escenario, una treintena de artistas dialogaban. Hablaban desde la visión del arte los ceramistas, escultores, literatos, poetas, arquitectos,  escultores, pintores, músicos, y pertenecientes a otras artes o disciplinas que no supe identificar por las elocuciones.

El círculo de las sillas hacía muy difícil relacionar cada voz con una persona.

En el patio de butacas, un único espectador parecía seguir las explicaciones sobre el valor del arte.

Juntos, aun separados por una silla, nosotros, los dos espectadores privilegiados, en la isla de la primera fila, oímos cómo se apelaba al sentir, y a la capacidad de empatizar.

Los maestros divagaban respecto a la necesidad de ser testigos, de dar voz a la realidad. Unos decían que no era una necesidad. Otros defendían que era una obligación. Otros reivindicaban la belleza por el placer de dar cuerpo a una armonía.

Por la vista fija del otro espectador, deduje que estaba muy interesado, y me avine a imaginar que era un artista, de momento, no invitado al escenario de los talentos emergidos. Tal vez emergente, a punto de ser valorado.   

Cuando, en un silencio, y tras unos aplausos entre los artistas, le vi ponerse en pie, hice lo mismo, y salí tras él.

En la sala de entrada, amplia, limpia y con sillones confortables, le vi sentarse en el sillón más cercano a la salida.

Yo me quedé al resguardo, ante la lluvia que seguía regando sin prisas la ciudad. Se quedó a mi lado un momento, mientras guardaba un librillo de sodokus   en un bolsillo de un tres cuartos azul marino.

- ¿Ve usted?...- Me dijo señalando el librillo.

- El arte de crear, siempre polémico.-Contesté, por corresponder a la única frase dirigida a mí desde hacía una hora.

- No, hombre….Lo bien que viene ir al teatro para que salgan los números o las letras de crucigramas o sodokus que se nos atascan!- dijo, riendo, mientras se subía las solapas y tiraba por la calle estrecha.

Pues qué verdad más poco fiable, me dije, abriendo el paraguas y yendo a ver la exposición que tenía en mente visitar esa tarde. Pero la lluvia me había hecho entrar en el teatro. Y ya no me veía capaz de ver arte pictórico por ese día.

Me vino a la memoria la señora de la limpieza del museo. Sí aquella anécdota del año pasado.¿Recuerdan?

Ni se le ocurrió sospechar que formaban parte vital de la pieza Wenn es anfängt durch die Decke zu tropen (Cuando empieza a gotear el techo) del artista Martin Kippenberger, valorada en 800.000 euros.
El Museo Ostwald de Dortmund (cuyas primeras entradas en Google son sobre el suceso, superando a su web oficial), llegó a afirmar que "estamos intentando aclarar cuanto antes qué tipo de capacitación tiene el personal de la limpieza"


Un fragmento de una entrevista de hace unos días, a Avelina Lesper. Al leerla uno se platea cosas sobre el arte contemporáneo. Por si les apetece.

Otro día no me dejaré embriagar por el arte de hablar del arte. Seguiré a la ver la exposición que me haya dispuesto a visitar. Sin que lluvia o casualidad me desvíen del trayecto.

sábado, 1 de febrero de 2014

Difuminando fotos



Me explicó que había perdido todas las fotos. Con las interferencias y las prisas no sé si llegué a entender a qué se refería, pero no le di importancia.

Sé que a él le gusta fotografiar paisajes y edificios. Sobre todo edificios de líneas extremadamente suaves. De cara al sol, como salamandras coloridas. Como olas de lagos y senderos de bosque. O por el contrario, de líneas rectas, con ángulos lógicos o imposibles. Entre espadas de hormigón o de acero. Como espaldas rectas, verticales u horizontales, pero siempre rectas.

Hemos estado sin poder conversar. Entre su viaje, y que su portátil iba fatal, no he podido confirmar hasta qué punto representa una pérdida, el hecho de que haya perdido esa carpeta de fotos.

Ayer sentí mi reflejo más tenue en el espejo. Era como si una neblina se interpusiera entre la superficie lunar y yo.

En el bufete no he tenido tiempo de ver a nadie. He estado en el despacho toda la tarde, sin moverme. Tenía trabajo atrasado y no he podido tomar café. Que a ver si la cafetera nueva va mejor que la otra. Los cartuchos de descafeinado los tengo en la mesa.

Cuando me disponía a salir, me llamó Lola. Me decía que Susana llevaba rato buscándome, y que me había dejado una nota en el casillero y enviado un mail.

-Pues podía haberme buscado- La he dicho.

-Es que te estamos buscando desde las cinco- me ha dicho ella. Nadie te ha visto esta tarde.

-Pues era fácil llamar por teléfono como ahora- La he comentado. Pero era absurdo dar más vueltas al asunto, porque yo he saludado al llegar, por lo que todos sabían, al menos Lola, que estaba en el edificio.

La expliqué que había estado aprovechando para ponerme al día de algunos temas, y sin más que decir, ambas nos hemos despedido. Hasta mañana.

Al pasar por recepción, estaba atareada con el teléfono, y no me ha contestado cuando me despedía.

Al llegar a casa he notado la gabardina muy suelta. Me sentía como sin peso por encima. Una sensación parecida a hacer submarinismo, porque los sonidos los estoy escuchando muy bajos. Como si me estuviera quedando sorda. Aligerada toda yo, digamos.

He dejado la ropa en el armario del recibidor. Acabo de comer una tortilla a la francesa, con unas rebanadas de pan de molde.  No puedo decir que me haya sentado mal, porque no es verdad. Simplemente es como...si no hubiera comido.

En el aseo, al lavar mis manos, las  he visto muy blancas. La espuma me ha parecido muy densa. Ando pensando si no estaré perdiendo vista, o si serán las luces que pierden intensidad, porque me acabo de ver como que más ligera de volumen. Más que aligerada…ligeramente etérea.

-Me puedes decir qué fotos has perdido, Pablo?-he preguntado ansiosa tras establecer la llamada.

-Las tuyas, cielo, lo siento-he oído justo antes de que mis manos sin forma dejarán caer el móvil al sofá.

Yo sé que estoy, pero me he difuminado, tras las huellas de los píxeles de una carpeta con fotos, que dormía en un pen.