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Tomada de Internet |
Como única amiga, si tiene alguna, de Lola, sé que el hecho de
estudiar en las monjas le había condicionado, cuanto menos en los conceptos de
obligaciones, culpa y pecado, que
pudieron pesar, en parte al menos, en que acabara casándose con Eduardo, ser
buena madre e infeliz.
Lo sé porque nos conocimos en BUP y compartimos muchas
noches de estudio, risas, confidencias y aventuras de chicos que jugaban a ser
hombres.
Eso sí, a los veintitrés
años, y con el himen ajado en escarceos de coche con el propio Eduardo,
pero intacto. Nunca supo si por cumplir las expectativas de su familia, o las
suyas propias viendo a ese grandullón rendido a sus encantos, y, seamos
francos, contenta por la paciencia que parecía tener antes sus negativas de
pasar a roces físicos más profundos. Yo aceptaba su manera de pensar, pero no compartía
esos frenos del deseo.
Pero se había casado, técnicamente virgen, y enamorada de ese
primer y único novio. Ese Eduardo, estudioso y miope, que amaba las clases de
Medicina, devoraba los libros de anatomía y conducía un Citroen Dyane desvencijado y
asmático que ambos empujaban al subir las curvas del Garraf, con más fe en sus
fuerzas que en los caballos de potencia del vehículo añejo. Como tantos otros.
Nos animaba, recuerdo, una convicción irracional de que nuestros embistes animaban
al trasto, como si fueran espuelas en los flancos de unas acémilas. Cosas de
juventud.
La primavera de hace quince años había traído los primeros despertares juntos,
y las primeras sensaciones completas de amor para Lola, y poco después los
primeros llantos de infancia de un primor de crío que les llenó de
satisfacción.
Eduardo fue avanzando en su carrera profesional, mientras
Lola dejó el trabajo muy pronto, ante la dificultad de criar al pequeño con las
guardias de residente de una especialidad que no llegó a terminar. No lo
lamentó jamás. En parte, porque estudió para el MIR por complacer y acompañar a
Eduardo en sus jornadas de estudio maratonianas, pero en parte, porque ella
misma, no tenía ninguna inclinación a rama alguna de la medicina.
Feliz con su bebé, todo parecía ir bien. Pero las jornadas
laborales de Eduardo seguían siendo iguales e incluso más excluyentes de la
dinámica familiar, y Lola se encontró un con un niño que asistía a la escuela,
por largas horas, y un marido ausente, por más horas aún.
Sin vocación de ama de casa, hacía a ratos de secretaria de
su marido, de limpiadora y responsable de logística de su esposo y de su hijo, y de hija-médico
de un don Álvaro, su padre, cada vez más demenciado y con peor humor.
Las primaveras llevaron al pequeño Lalo, su único hijo, a ser un hombretón reivindicador
de espacio para abrir sus alas, y ella quedó nadando en un charco de esperas,
silencios en la casa y planes de asueto compartido que casi siempre se desbarataban
como castillos de naipes.
En estos años nos hemos saludado por teléfono casi cada mes.
Y compartido merienda un par de veces al año, para tenernos al corriente de los
avatares de la vida de cada una. No me extrañó que solicitase merendar juntas
hace unos meses, para explicarme una situación que la perturbaba un tanto.
Según me contó, se sorprendió una tarde aceptando un café, de
un señor que había coincidido con ella en un tren de cercanías. Ella tenía que
hacer trasbordo y él había cogido ese tren por los pelos, pero su horario
habitual era de una hora más tarde, por lo que tomaron ese café, como
continuación de una charla distendida sobre rodillas, en primera instancia,
sobre los trabajos, en segunda, y sobre los hijos y la vida en su mayor extensión.
Se dieron los teléfonos, con la certeza de que no los usarían,
pero no pasó como estaba previsto. Me contó que llamó ella. Por saber si a los pocos días él
tomaría el mismo tren, pues tenía que dejar unos papeles de Eduardo en la
Notaria del pueblo donde tenían un piso
de veraneo.
Llamó con la esperanza de que él no pudiera coger ese tren nuevamente,
ni quisiera, para ser exactos. O que, directamente, el número fuera falso. Porque
a ella le había gustado mucho la manera de relatar de ese pasajero, y su porte,
y deseaba que otro fuera responsable de que su vida continuara como siempre.
No tuvo suerte. Luis contestó, y, encantado además, para prometer,
de manera instantánea que sería un placer tomar el tren. Aduciría prisa en el
trabajo. Tomarían un café. Con mucho gusto.
De esta forma tan simple, durante cuatro semanas el bar de
una estación cobijó sus charlas frente a las humeantes tazas de loza blanca, para despedirse con un apretón de manos cuando
avisaban del tren que Lola tomaba hasta Cambrils.
Somos adultas. No
tengo la influencia de las monjas tan interiorizada como ella, así que me
limité a escucharla. No puedo dar consejos. No soy amiga de darlos ni de
recibirlos. Menos aún me siento juez para juzgar a nadie, entre otras cosas,
porque conmigo habría sido más estricta, así que nos despedimos, con mis deseos
de que fuera feliz, hiciera lo que hiciera. Y es que los cafés habían derivado
en tardes de paseo, o de cine, bien hablados, y algún beso, y ahora, me
confesaba que dudaba si aceptar pasar una noche con él.
Me llamó de nuevo anoche, excitada y llorosa. No puede asegurarlo,
pero cree que está embarazada de Luis, el marido de Rosalía, sí mujer, la señora en silla
de ruedas.
- ¿Del
señor del tren?
- ¿De
quién si no, por Dios, Paula…?
- ¿Quieres
que nos veamos?
- Por
favor. Estoy que trino. No pego ojo. ¿Mañana?
- Por
supuesto. Merendamos juntas
- Gracias. Te dejo, que llega que llega Eduardo. Ciao.shssss