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Comprendo que parece
extraño que vaya escribiendo de avatares domésticos. Lo lamento, porque tengo
unos poemas por ahí, a medias, que quieren que les remate, o que les mime, o
que les deje volar. Pero, por desgracia, hay actividades cotidianas que me
tienen un poco entretenida (y un mucho de confusa).
No es lugar este blog. Lo
comprendo. No es un tablón de anuncios de segunda mano, ni tampoco un foro de
consultas. Ni del más acá, ni del más allá, pero en alguna parte he de expresar
que no sé qué pasa con mis electrodomésticos!.
Mi secadora es ruidosa,
como todas, de carga superior, y con bastante capacidad de carga. No me
pregunten de hasta qué quilos, porque ese instructivo tampoco lo he leído, pero
a lo que iba.
Tengo una toalla que me
regaló una amiga, Martina, tras coincidir en un viaje a… bueno, a una ciudad
con playa, del norte español. Me acompaña cuando voy a la playa. Casi siempre.
Tengo otras, pero esta me la siento como que muy a mi medida. No he tenido
ningún problema hasta la semana pasada, en que se la presté a una chica, con la
que coincidí en un camping.
Mujer joven, muy
partidaria de unas sesiones de magnetoterapia en un centro de medicinas
alternativas de Barcelona , y con tal necesidad de ser escuchada, que me tuvo
toda la noche de mi último día de vacaciones, al filito de la piscina de un camping.
Uno precioso en las Montañas de Prades. Pues ahí sentadas bajo una luna enorme,
estuvimos toda la noche. Enterita.
¿Qué tenía el cuerpo de
esa mujer?, pues estoy contactando ahora con recepción del camping, por ver si con los pocos datos que sé de ella
me pueden facilitar los datos para ponerme en contacto, porque esa toalla no se seca. No desde aquella
noche en que la cubrió por completo al salir de la piscina, helada como la muerte, y sonriente como una niña por Navidad.
El sol ya asomaba entre
las copas de los árboles cuando nos despedimos a la entrada de su cabaña. Entonces
me regresó la prenda, mojada, como es normal. Yo no me había atrevido a bañarme
en ese lago cuadrado de agua helada, pero ella se zambulló, nadó poco y se
mantuvo haciendo el muerto un par de veces. Así, boca arriba, iluminada por la
esfera inmensa de esa noche sin nube alguna me pareció una visión extraña, me
recordó a algas. No sabría decir si por su melena tan larga flotando o por qué
imagen me inspirase. Siempre creí que había sido mi escucha atenta y mis gestos
amistosos lo que la dejó tan feliz al despedirse de mí con un beso sonoro, pero
ahora no sé qué pensar. Hace una semana y la bendita toalla no hay quien la
seque. Ni al sol, ni a la sombra. Que no
hay manera. He probado ese electrodoméstico que intento poner poquito, pero si
escribo este post, es porque no funciona.
La secadora hace el
sonido propio que hace siempre. El calor que exhala se nota desde fuera, y se
respira al abrirla, pero la toalla sigue húmeda y con olor a barro. A ese olor
a la arcilla que compramos para las actividades del cole de los niños. Ese
olor. De alfarería.
Les tengo que dejar
porque ahora intento buscarla en Facebook. También se llama Martina, ahora que
me percato, pero el apellido es muy poco usual, y no puedo ponerlo aquí. Ya disculparán.