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jueves, 27 de agosto de 2020

Un relato: 8 años, 13 argumentos, en jueves

Imagen del blog de demiurgo

Este jueves El demiurgo nos propone, coincidiendo con sus ocho años de blog, que usemos una de las trece propuestas que adjunta. Me ha gustado la número 5.
5) Entre la vigilia y el sueño, un personaje es tentado para usar una máscara con un poder oscuro. Esta es mi aportación.

El viaje a las pirámides de Teotihuacan me había dejado inquieta, sudada y agotada. La cultura azteca, violenta, pero tan elaborada, me había fascinado. Me costó muchísimo convencer a un vendedor ambulante, de un color de piel oscuro y cuarteado. No había forma de que me vendiera una máscara de arcilla que reposaba en su taburete. Me llamó la atención por unas mazorcas de maíz talladas, a modo de penacho, sobre una cara con rasgos indígenas.

En el autobús, el guía me dijo que tuviera cuidado, porque lo que había conseguido comprar en un regateo agotador, le parecía una obra original, y no una réplica, como tantas otras. Sopesó el objeto, y me sugirió que la abandonase cuando pudiera. Por supuesto la mantuve en la mochila. En el hotel la apoyé en la ventana. Estaba agotada y creo que me quedé dormida nada más apoyar la cabeza en la almohada. Tal vez soñé que la máscara adquiría movimiento y que se me plantaba en mi propia cara. Sea real o soñado, me vi siendo un guerrero vencido, que iba subiendo los escalones de la Gran Pirámide del Sol. Cuando llegué arriba quise despertar, salir de la angustia de ver al sacerdote con un puñal ceremonial sobre mi pecho, pero fue mi propio grito quien me despertó a las tres de la mañana. Sentía humedad en mi costado y un dolor agudo.

La sangre era un simple reguero que salía de debajo de mi pezón izquierdo. A mi lado yacía un cuchillo de obsidiana con empuñadura de metales preciosos.

El médico del hotel no sabía con qué me había cortado. Por suerte era un corte superficial. Regresé en el primer vuelo que salió de Ciudad de México y ahora descanso en la sala del psiquiátrico, donde esperan entender qué me posee en las noches, cuando, llevada por la curiosidad, saco el puñal y la máscara del escondite, de ese doble fondo del armario.

Palabras: 321

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miércoles, 19 de agosto de 2020

Steampunk en jueves

Imagen del blog de Mag


Siguiendo la iniciativa de Magda, La trastienda del pecado, mi aportación es la que sigue.

Nunca se pudo saber la causa directa del accidente. Unos dijeron que los protocolos estaban mal diseñados, otros que hubo un fallo humano en su aplicación. Otros más creyeron que los movimientos de las placas tectónicas, inestables ya en la segunda  mitad del siglo XXI, fueron el desencadenante de una serie de   fallos en cadena, como fichas de dominó. Algunos pocos lo achacaron a la voluntad de Dios. Lo cierto es que hace treinta años, en el 2120, los supervivientes de las explosiones en las centrales nucleares se dieron maña para armar artefactos cerrados, con todos los sistemas de ventilación y  de desinfección de agua que pudieron, así como réplicas de cereales y verduras, en invernaderos verticales.

Vivo en lo que era mi ciudad, de treinta mil habitantes, de los que sobrevivimos unos cinco mil en su momento. Nuestra nave es un Ariel 320-D, de dimensiones superiores a un rascacielos pequeño, y con muy poca potencia de movimientos. Todos los Ariels se desplazan. No queda más remedio, porque los que seguimos vivos necesitamos encontrar lugares donde hacer acopio de semillas y de agua. Además, los humanos no queremos abandonar el sueño de fundar una nueva ciudad.  

Mis padres, fallecidos como casi todos los adultos, me contaban cuentos de pequeña. En ellos, y en los pocos recuerdos que conservo, la Tierra era un planeta seguro y lleno de vida, pero los árboles que nos encontramos siguen amarillos o negros, y la radioactividad, según los técnicos, sigue siendo muy peligrosa. Parece ser que al principio nos topamos con varios refugios habitados, aunque en tres década, ya casi era imposible que pudiéramos encontrar alguno más. Pero ha sucedido. Un tipo de barba poblada y larga apareció en la puerta disimulada de una colina artificial. El brazo del Ariel pudo abrirla. El tipo dice llamarse Germán. Como sólo he visto a los varones de mi nave, bueno, yo y todas las hembras que conozco, su llegada ha sido para nosotras un espectáculo, y un manojo de nervios, de miedo y de novedad para mí.

Somos trescientas mujeres en edad de procrear, si bien algunas ya lo han hecho, con miembros del grupo, pero treinta seguimos sin hijos. Nadie nos obliga a nada, somos una democracia, pero está mal visto que no queramos tener relaciones sexuales, visto el descenso continuo de habitantes, muchos con piezas biónicas incorporadas, yo incluida. También explican que los varones necesitan de esas relaciones para no incurrir en discusiones o peleas, que son un problema en este espacio cerrado.

A mí me ha gustado Germán. Su voz es diferente, y su mirada también, tal vez por haber vivido bajo tierra tanto tiempo.  Dice haber leído muchos libros. Cuando se ha ofrecido a leerme algunos de los pocos que ha traído al Ariel, no he podido evitar recordar las lecturas en voz alta de mi infancia. Y he vuelto a soñar.

Palabras: 476

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domingo, 16 de agosto de 2020

El amor en tiempos del Covid

Imagen de Aquí


En los cinco años de relación habían llegado a conocerse, pero poco. Estabilizadas sus dolencias, él muy mejorado de su cardiopatía, y ella pudendo caminar con soltura, la relación estaba basada en la ternura y la complicidad. El confinamiento les obligó a estar juntos todas las horas de día, y las bromas de él, o su insistencia en llamar la atención, pasaron a ser más difíciles de tolerar. La necesidad de soledad de ella, o la ausencia de momentos de relax, como caminar o ir a la piscina se hicieron inalcanzables. Y así, en el aire enrarecido, cualquier cosa podía ser una chispa para una explosión. Ésta podía haber sido pequeña y de fácil control, pero él primero, por ese orgullo viril tan latino, y luego ella, por estar cansada, decidieron dejar que la explosión hiciera halo.

Él debía marcharse, pero el virus condicionó un mes y medio de convivencia tensa. Él en sus dos habitaciones, ninguna soleada, y ella dejando el comedor y la cocina libres para la comodidad de él, quien no quería cruzarse con ella. Suerte que uno de los aseos era sólo para él, pensaban ambos.

Pudieron alquilar un piso donde él anhelaba. Tocando al mar, con las dos habitaciones que necesitaba, luminoso y amplio. Los meses fueron pasando. Él no podía aceptar haber sido invitado a irse, pero cuando se le cuestionó por qué pedía más dinero del pactado, el rencor fue creciendo hasta suponer que ella le había ayudado y cuidado sólo para dejarle tirado después. El coronavirus se había transformado en una confabulación. En la excusa del tsumani perfecto planeado por ella, para humillarle, y ya nada podría hacerle entender que esa paranoia estaba fuera de lugar. Tal vez llegaría el instante en el que viera, con claridad meridiana, que su amor fue correspondido. Pero tarde.

jueves, 13 de agosto de 2020

Un objeto, en jueves

Imagen tomada de Alfredo La plaza del Diamante

Siguiendo la propuesta de La plaza del diamante, mi aportación es esta. 

En el psiquiátrico todos hacíamos medio bromas con el objeto que una paciente se negaba a dejar, ni para ducharse. Era, es, una esfera algo mayor que una canica, con un contenido que parece humo.

En sus delirios afirmaba, desde el primer día, haberlo encontrado en una zona escarpada del Pirineo aragonés.  Había sido una mujer normal, con cincuenta años cuando hizo el hallazgo. Fue a partir de ese día cuando su carácter cambió. Era muy concreta al explicar cómo, tras abrir la esfera, los espíritus de diferentes animales la poseían. Empezó, según ella, con ser buitre, majestuoso, dejándose llevar por las corrientes de aire hasta elevarse tan lejos, que la tierra parecía un tablero de juego. La segunda incursión, ya que la primera prueba le pareció soberbia, la llevó a ser un oso. Se sintió muy poderosa, con una fuerza extrema, y una sensación de libertad muy plácida, según su versión.  Cuando lo comentó a su familia, ya que regresaba a la normalidad tras un par de horas, nadie la creyó. El psiquiatra tampoco. En esta década de ingreso yo he llegado a creer un poco en ella, quien poco a poco dejó la costumbre de delirar. Nunca sabremos si usaba o no la esfera durante la noche, aunque alguna sospecha sí hemos tenido.

El objeto quedó al fin en su mesita de noche, cuando le dieron el alta, y yo lo he encontrado. Lo tengo en casa, al abrigo de miradas indiscretas. Tengo la tentación de abrir la esfera,  pero no sé si estoy preparada para ser al espíritu de un animal.  Seguramente no. Entretanto sujeto la esfera, la miro a contraluz y recuerdo a Maite, la paciente de  la 204.

Palabras: 282

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viernes, 7 de agosto de 2020

En el azul del mar

Imagen de oceanramsey

Javier se había propuesto desde niño ser un profesional valorado. Su madre al principio estaba muy ilusionada, eso de que quisiera ser veterinario le parecía una profesión bonita, muy del estilo del hijo, quien con las mascotas tenía buen ojo y buen corazón. Eso de que tuviera que hacer los estudios de grado en Canarias le parecía extraño en un primer momento, pero luego supo que sólo allí se cursaba Ciencias de Mar, así que, con poca alegría, aceptó el plan de estudios.

Javier fue un alumno aplicado. Su madre nunca supo el trabajo concreto que hacía, pero cuando la llamaron para avisarle de que estaba hospitalizado, se le encendieron todas las alarmas. La foto que le habían hecho antes del incidente le puso los pelos de punta. En el avión sólo daba vueltas a cómo era posible que su hijo hubiera sido tan irresponsable.

─Pero vamos a ver, ¿a quién se le ocurre hacer de dentista de tiburones? -preguntó así que le vio en la habitación del hospital
─ A mí, mamá,-respondió Javier- Parece que esas locuras solo se me ocurren a mí.  Pero no sabes qué dolor parecía tener en un diente.

Tras el incidente Javier regresó a Barcelona, y ahora ya cursa tercero de veterinaria, donde su mano biónica   ya no causa curiosidad  a nadie.

miércoles, 5 de agosto de 2020

Plop- plop en jueves


Este jueves, Dorotea nos propone un texto sobre los plop plops,  y, echando mano a mis recuerdos, parece que las musas andan de vacaciones, mi  aportación es esta.


El charco albergaba dos hojas mustias, una funda de chicle, una peladura de pipas y un botón rojo. Las nubes se habían abierto paso por entre el azul de agosto y a poquito a poco habían construido un cielo gris denso y plomizo. El primer trueno se oyó lejano, pero el segundo le pareció más que cercano, así que le puso a Laura sus botas katiuskas. Nada mejor que ese calzado para ver gozar a la nena, se dijo.
Las gotas, rotundas, primero separadas por unos instantes y luego arracimadas, fueron cayendo sobre la ciudad y sobre el barrio. Laura, mojada a pesar del paraguas con el que su madre pretendía protegerla, las vio.
─ Mira mamá, salen plops plops. Mira qué chulos.
─ ¿Qué son?
─ Esas burbujitas diminutas que nacen y mueren tan deprisa sobre el agua.
─ Ah, pues es verdad. No sabía que tenían nombre, pero claro, todo tiene nombre.
─ Claro. Mira, ahora una le pregunta a otra qué son mis botas.
─ ¿Y qué le responde la segunda plop?
─ Que son de una cosa llamada plástico, que impide que me moje los pies.
─ Muy buena respuesta.
─ No creas, la primera no sabe lo que son los pies, ni el plástico.
─ Cuando quieras nos vamos, porque no sé si acabarán por saber qué llevas puesto.
─ Escucho un poco más, espera- dijo la nena-.

A los dos minutos se incorporó, tomó la mano de su madre y siguieron por la acera, rumbo a la tienda de frutas y verduras. El chaparrón duró media hora, para irse yendo luego, tan despacito como pudo, dejando más charcos sucios en las aceras.

Al pasar por el que le había llamado la atención a Laura, ésta se detuvo.
─ Mira cómo flota la cáscara de pipa, mamá. No queda ni un plop plop
─ Entre efímeros que son, y poca memoria que tienen, mal podrán aprender nada, pobrecitos
─ Eso, como los peces de nuestra pecera, que saben hacer plop plops pero no consigo que aprendan a hacer nada. Bueno, no sé si tienen cosas interesantes que enseñarme, o que aprender.

Las vi seguir por la  acera, y recodé mis katiuskas negras, allende el tiempo, hace ya tantas vidas, y sonreí.

Palabras:371 

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lunes, 3 de agosto de 2020

Mujer fatal

Imagen de Sally Man, tomada de Bic naranja

Silvia se derretía por el muchacho rubio que pasaba en el tren de cada viernes, desde la capital al pueblo. Con su hermana Lola, ataviadas de mujeres fatal, aunque madres en miniatura, se plantaban, posando, en busca de una foto que inmortalizara el instante en las retinas del chico. Se iban a la explanada donde el convoy desaceleraba antes de entrar a una curva. No faltaban ni un viernes, aunque costó unos cuantos que el chico las mirara y siguiera con la vista, para coger la costumbre de levantarse y aplaudir luego, y acabar diciendo adiós con la mano.

Al llegar el invierno siguiente Lola se cansó. De su muñeco de trapo estúpido, de caminar para esperar un tren cuyo viajero a ella no le importaba en absoluto, y de los aires de marquesa que su hermana mayor iba adoptando de mes en mes. Pasaron los años. La muñeca en su sillita de paseo desapareció, y cuando cumplió los quince, Silvia posaba con vestidos cada vez más escotados, y con atrezzos más sofisticados, que seguía robando a su madre. No faltó ni un viernes a su cita con el destino, que había planificado hasta la extenuación.

Cuando consiguió encontrar al chico, Raúl, hecho casi un hombre ya, Silvia intentó engatusarlo. Era el número uno de su promoción de ingeniería en telecomunicaciones, pero no consiguió tentarle, si bien sonreían juntos al recordad a las niñas de la explanada, haciendo de mujeres estatuas. Cambió de planes, y se casó con un empresario de la comarca, rico y mucho mayor. Viuda joven, miraba a su hermana con envidia. Lola había iniciado una relación con Raúl, y se habían prometido. Silvia dudó mucho entre el director de una revista de moda y su amor platónico de infancia, pero acabó haciendo lo que desde niña era capaz de hacer.

El accidente de Lola, un tanto incomprensible, dejó roto a Raúl, quien por segunda vez hizo caso omiso a los encantos de Silvia. Ahora, con cuarenta años y dos esposos enterrados; con una hija de cada esposo, la fortuna heredada en bienes raíces y títulos del IBEX, se la puede ver en la terraza de su ático en el barrio de Salamanca. Siempre sola, mira el cielo de Madrid cada tarde. Mientras piensa, recuerda, o deja ir su imaginación, acaricia la cara de esa hermana lejana que muestra la instantánea añeja. 

Algunos miembros de la servidumbre dicen haberla visto llorar. Por supuesto, yo, que acabé siendo la tercera hija, no me lo creo. Me dejaba en la sillita, tras un árbol, durante el tiempo en el que “posaba” para Raúl. Y nunca le importó si yo me moría de frío, o de hambre, o de rabia, hasta que mi madre sospechó de la marca de su mano en mi carrillo, y le prohibió sacarme de paseo.

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