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miércoles, 5 de octubre de 2011

Laia insomne recuerda las Olimpiadas.

Soñó con la letra de la canción de Sting del tema “la forma de mi corazón”.  En su sueño  sonaba esa música a la guitarra acústica, sin más, fragmentos de ella tan sólo. Y en él Luis y ella bailaban, ya fuera entre callejones del Gótico, ya en una playa y veía sus ojos, una y otra vez. Era un sueño disperso e inconexo que acababa en un nacimiento: nacía un bebé prematuro y alguien decía: - “Es Laia” y ahí  despertó. Naciendo. Sudorosa. Dolorida.

El calambre de los gemelos de la pierna derecha era tan intenso que tuvo de levantase de la cama y apoyarla en el suelo y  caminar un poco por la habitación  hasta que se le fue pasando. Eran las 6 en punto. Apenas había dormido unos minutos. Abrió las cortinas tras beber un vaso de agua y al asomarse a la ventana distinguió la torre Agbar, iluminada aún e ignorando los motivos empezó a recordar las Olimpiadas y su mente aterrizó en la noche de Montjuich con Fredy Mercury y Montserrat Caballé, en su canción “Barcelona” rompiendo el aire de la noche mágica. La gran dama desbordaba vida y potencia con su voz, Freddy dio lo mejor que  pudo dar. Aquella noche se le erizó el vello con ese aire de estreno, se le humedecieron los ojos como un suspiro tras una gran aventura incierta que acaba bien.

Sin darse cuenta rememoró los meses previos a ese Octubre. Cuando hacía Segundo de Biología en la Facultad de Bellaterra. Una compañera le dijo que se había apuntado como voluntaria  y ella  se apuntó también. Quiso recordar la forma exacta de la antorcha que se les dio a cada uno de los voluntarios  que formaron ese cuerpo invisible de  cuatro mil personas y la especial amistad tramada con un muchacho que estudiaba Periodismo y con una chica pelirroja que estudiaba Turismo. El uniforme que les dieron no le gustó en absoluto pero echando la vista atrás, hasta Cobi, la mascota controvertida, tenía un sentido. Se preguntó dónde habría acabado la reproducción de la antorcha. Daba igual.

Recordó esa noche donde su cometido fue acomodar o vigilar el entorno cercado e informar a quien se le dirigiera y en la que tuvo la suerte de poder estar pendiente del escenario bajo las fuentes de Montjuich y de la gigantesca pantalla que emitía en directo la ceremonia en el estadio, con una puesta en escena sobrecogedora.
Los cohetes tras la actuación fueron los más bellos que recordaba a pesar de que en estos casi 20 años había contemplado bellísimos despliegues de magia entre pólvora, estruendo y   emoción en Tarragona donde en los últimos años se estaban desarrollando concursos pirotécnicos de gran calidad. Sería la emoción de ver tanta gente unida, o tal vez el  ambiente de camaradería y la forma de ver acabada una revolución urbanística sin precedentes en una Barcelona que supo aprovechar las Olimpiadas para rehacerse, pero sobre todo, para recuperar el mar que le dio vida mercantil y que permanecía oculta para todos tras los Tinglados de almacenaje

La Barceloneta era un barrio pobre, de pisos  pequeños donde cada sábado de Marzo y Abril  del 91 estuvo yendo con una amiga cuyo novio trabajaba de camarero los fines de semana. Cenaban arroz “a banda”. Habían coincidido con un personaje que posteriormente salió en la tele, un tipo delgado y con orejas de soplete que con una guitarra se paseaba por varios de los bares-chiringuitos que se apilaban en un par de calles.

En ese restaurante tenían una pecera enorme con langostas  destilando burbujas silenciosas . Le recordaban el fondo del mar en miniatura, con sus algas y su coral artificial. De forma especial le gustaba un ánfora pequeña,  de unos diez centímetros  con un agujero en su mitad y gustaba pensar en ella como una ocarina de delfín recién nacido.

Intentó dormirse pero fue en vano. Aprovechó para entrar en su correo. Nada de interés. Puso la tele: en la BBC siguió las condiciones de Libia, que estaba a punto de caer y aparecieron las imágenes de unos vándalos en algunos barrios de Londres.  Miró preocupada y sorprendida. Las imágenes no parecían las de una copia de un 15 M español, con sus pancartas, acampadas y consignas. Parecía vandalismo puro y duro. Cuando dieron las 7 bajó al spa a la cinta de caminar. 


Fue entonces cuando pensó si Luis la llamaría, cuándo y para qué. 

domingo, 2 de octubre de 2011

El hacedor del bebedizo.


Conocí a un hombre sobre el que me habían hablado antes, por lo que la historia que voy a contar puede ser real, puede ser inventada, o tan sólo una leyenda, pero para mí está basada en la realidad. 

Se hace llamar Befranc aunque nadie sabe si es su verdadero nombre ya que en verdad es un tipo misterioso.  Ahora entiendo el rumor de que por sus venas corría sangre infantil, a pesar de ir cumpliendo años, pero justo en la misma proporción que sangre coagulada a pesar de estar tan vivo. Tendría unos cuarenta  y trece o poco más. Su piel era clara, sus lentes incuestionables, su delgadez indisimulada y un halo afable de elfo a media tarde le envolvía. Su cuerpo no impresionaba lo más mínimo, pero su mirada sí, sus risas un bastante, sus dibujos una enormidad y sus silencios y puntos suspensivos te invitaban invariablemente a la escucha.

No entendía el desencuentro entre los seres humanos. Para él la torre de Babel era un cuento chino y las razas un invento. Entendía que en el alma reina de día, pero gobierna la noche con timón fijo y destino por decidir.

Seguramente es cierto que pasó arduas jornadas entre libros y montañas de pergaminos , para hallar las fórmulas científicas que ayudasen a ser feliz, También pudiera ser que buscó  en diversas disciplinas y que, seguramente, cansado de no hallar en la química de la tabla periódica lo que andaba buscando, se internase en la alquimia y el arte de hacer brebajes, diseñando al fin un bebedizo para ofrecer en copa chica compuesto por: deseos de no mentirse en 3 noches de plenilunio, un ramito de albahaca rociada con besos de colibrí y un pellizco de risas desde el rincón de la infancia.
Nunca dio por acabada la fórmula, y siguió perfeccionándola  de trabajo a trabajo y de ciudad a ciudad,  año tras año, sintiéndose satisfecho siempre pero sabiendo que era mejorable cada día y día a día.

El bebedizo lo llevaba en una caja de nácar, pequeña y manejable, que cada mañana, mientras amanecía a la nueva vida que renacía en su corazón, desde el bolsillo, asomaba la nariz. El bebedizo, aún en esa cajita primorosa, siempre quería más vida, un poco más de esencia de vida, sólo un poquito más cada día y así aunque el contenido de la botellita no crecía nunca, jamás menguaba por más que le ofreciera a un hombre o a cien. Por más que dispersase incluso en rociador en el aire de blanca lucidez o de negra locura, no se modificaba su volumen: 2 mililitros de sustancia azulada que brillaba irisada a través del botellín. Ni uno más, ni uno menos. Exactamente lo que la vida le dio.

Dicen que antes llevaba una ocarina de madera y una esfera de obsidiana que a veces tocaba y que el bosque le podía responder. Pero yo no le vi con estos artefactos.

Cuentan que un día quiso configurar el curso y el caudal del riachuelo con un vaso de plástico azul. Primero recogía el agua y la analizaba y luego la regresaba al mismo río y al  mismo sitio. Estuvo todo el día confirmando que el agua parecía químicamente igual pero  no era la misma. Cuentan que al caer la noche se sintió observado por algo inmenso y plácido y que llenó el frasco  con el agua de ese "ahora", confeccionando con ella el famoso bebedizo.

Los ancianos del lugar recuerdan que en la mesa de la taberna dijo: -“Este pan está especialmente bueno, me resarce el paladar de tanta hambre”. Dicen que ya comido, y con una mirada recién estrenada, se sentó en un banco de piedra que había en esa plaza con su fuente de piedra en medio. Y que, a pesar de la gente, volvió la cabeza cuando el viento le preguntó- ¿” ya has llegado”?

Yo le he conocido y creo que, desde ese día, contesta cada mañana, como ante la  fuente…-”voy llegando”.