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jueves, 27 de junio de 2019

La hora maldita, en jueves


Siguiendo una iniciativa de Dorotea, la mejor hora les paso este texto, que se aleja de ser una buena hora, pero espero que les guste 

La mudanza se me antoja una nueva carrera de maratón. Embalar es ver qué cantidad de trastos hemos acumulado, lo que nos recuerda cosas que una vez nos importaron o nos fueron útiles. Es remover el pasado entre cajones repletos de asuntos y artefactos obsoletos. Es una situación de hacer balances que siempre me causa pavor y cansancio.

He sacado la orla de la licenciatura, de encima de un armario. Mi madre se empeñó en enmarcarlo, imagino que por verme con birrete y sentirse orgullosa. Ella me dejó hace ya diez años, y por supuesto yo nunca la miré. Mirarlo ahora, sin embargo, me hace recordar a mi madre. Ay, cuanto la echo de menos todavía.

Me sorprende la ausencia de algunas fotos, así que miro los nombres que rotulan las oquedades. La imagen de Sonia no está. ¡Pues mira que la lloré en su funeral!. Ella fue mi confidente en las noches en las que consumimos los últimos cartuchos de una edad inocente en retirada. Nos recuerdo enfrascadas en amores incipientes, o dolientes, o exultantes,  entre apuntes de derecho canónico o mercantil, o entre cervezas. Tampoco está la sonrisa de Pablo, mi único amor, ahora que lo pienso. Qué habrá sido de él, me he preguntado durante mucho tiempo. Le recordé durante décadas, y jamás hice por contactar con él. Lo que es la vida.

Voy mirando otras ausencias, por intentar recordar caras de nombres del pasado que ya no me dicen nada. El espacio de mi foto se está difuminando. Leo mi nombre y mis dos apellidos con claridad, pero la imagen se está diluyendo, mientras un dolor, que siento sordo y mantenido en mi costado, hace que la orla se estrelle contra el suelo. Me agarro el hombro izquierdo, dudando si alcanzar el móvil para llamar al ciento doce, o pulsar el rectángulo de Publicar de este blog.. 
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Publicando.

martes, 25 de junio de 2019

Un puente del ayer al hoy

Imagen de Aguirrefotox

Anclando la cabeza en tu antebrazo, empezaste a dibujarme. Tus dedos recorrieron mis labios, ya huérfanos de carmín. Seguiste el trazo de mi mentón alto, y por el aire, sin tocarme,  tu mano fue perfilando mis parpados, cerrados. Rodeaste  mis lóbulos, paciente, esas orejas que anhelaban tus versos desbocados, las melodías de tu boca, el dulce despertar de las palabras.

Las manos se tocaron, chocando en las esquinas de laberintos de pasados. Las pieles fueron levantando anhelos que creímos olvidados, y la tarde se fue desgranando en caracolas, en olas de suspiros, en luces con gemidos, dejando aparcadas las farolas de tantos años perdidos. 

Con el carnet caducado, tomamos la ruta sesenta y seis del este al oeste del ocaso. Saltaron mil esquirlas por los aires, dinamitando las compuertas. Los diques de mis labios, desbordados, los frenos de tu afán, desoxidados. Sentimos las hormigas del deseo, recorriéndonos los pies, de sur a norte. La pálida luna, incluso, hizo extraños aspavientos cuando las amapolas soñadoras emprendieron el vuelo, al dejarnos resbalar por las auroras, desembaladas sin prisas, y con acierto. 

Se hizo el silencio. Ese grato y gozoso silencio. Calmados, se apaciguaron nuestros pulsos, y salimos de la mar y su oleaje, mojados, para volver a escuchar, de nuevo, los coches de la avenida, el perro del segundo, la  radio de los cuarenta principales de vaya a saber qué piso. Habíamos creado un oasis sin cocotero, o un puente entre  dos décadas de ausencias. Quién sabe si un pasaporte hacia un mañana.

jueves, 20 de junio de 2019

Silencio en jueves

Imagen de Eric lacombe

Siguiendo una iniciativa de La trastienda del pecado, paso mi post sobre el silencio, en este jueves.

El silencio me llenó de la paz que me negaron cuando me secuestraron en ese rincón amazónico. Me quitaron la ropa y la conciencia, la forma de medir el tiempo, en ese cubículo húmedo y sin ventanas, y hasta mi certeza de estar viva. Me interrogaron tantas veces que, de haber sabido dónde estaba escondido un  cargamento del que no sabía nada, lo habría confesado.

Eran ruidos de mil tipos, de intensidad variable, de duración ilimitada y de tonos infinitos los que llegaba, instalándose allí, entre mis oídos y mi razón. Dormir se convirtió en un desafío, pensar, en una proeza, y razonar, en algo líquido que mi cerebro no conseguía separar de un cuenco con vegetales, y una bacinilla como único contacto con la realidad y el tiempo.

Cuando, tras una refriega de tiros, se abrió la puerta, el sol hirió mis ojos, los ruidos cambiaron, primero en forma de un jeep. Luego en un helicóptero, hasta llegar por fin a una cama de hospital.  Me sentí sorda y huérfana en un primer momento. Desorientada y aterrorizada pocos minutos,  o siglos después. Sin el silencio de la ducha, de las sábanas blancas, de la ausencia de ruidos, no creo que hubiera podido reponerme. Sin embargo, ahora, pasadas  unas semanas, necesito el sonido de tu respirar de noche, de los coches en la calle, de los niños en el parque, cualquier sonido que me aleje del silencio en el que me asalta el terror de aquellos sonidos selváticos. Voy recuperando quilos, sí, y disimulo mi pánico al silencio, pero hay alguien dentro de mí que añora el ruidoso bosque vivo, infinito.

lunes, 17 de junio de 2019

Isabel " La cabrera", en versión libre


En el contexto de la guerra de Cuba y su fracaso para España, intento rendir un homenaje a una pequeña gran mujer y a tantos supervivientes de esa derrota.

Juan Fernández Palomero había sido reclutado para el servicio militar del ultramar. Al ser hijo de campesinos no había podido pagar para evitarlo. Era noviembre del año 1895 y les habían hecho una despedida por todo lo alto. Su batallón partía de Badajoz hacia Cádiz , dejando atrás a novias, a madres y tal vez a un futuro. Les habían embarcado en un vapor, y llegaban a La Habana con más miedo que fe en ganar unas batallas  imposibles.  Los mosquitos se les comían, el clima era insoportable, las marchas agotadoras y el rancho incomible. Intentaban deglutir esas galletas que "Ni las mastica un tiburón, ni las digiere un grullo", como había escrito el médico del campo, justificando cómo hacían mella las enfermedades en esos jóvenes. 

Los meses fueron derritiendo los sueños, borrando las esperanzas, consumiendo las carnes y dejando cicatrices, en el cuerpo, y en el alma. El joven había sobrevivido, como otros, haciendo de tripas corazón, apretando los dientes y sudando fiebres, y en los ratos sin batallas, pensando en la mocita de ojos negros de su pueblo, y en los guisos de su casa. Llegó el ansiado día del retorno, tres años más tarde. En su caso, con quince quilos de menos y una humillación de más. Él, y lo que quedaba de su batallón, con aspecto de vagabundos, recababan en Vigo, donde  les trataron bien. Se había corrido la voz de que regresaban enfermos y de que eran contagiosos, así que no les sorprendió enterarse que en muchos apeaderos no les dejarían parar. Cargados en un tren, casi como ganado, hasta llegar a Salamanca no les dieron de comer. Las horas pasaban y la sed iba haciendo mella en los desastrados. El tren de los fracasos se  detuvo a las afueras de Plasencia, lugar donde Juan pudo sonreír al fin.    

Isabel Perez Martin tenía cuarenta y ocho años años, ocho hijos y aún había de parir un último a la edad insólita de los cincuenta. Su oficio era de lechera, lo  que le obligaba a caminar mucho, para trajinar y vender la leche de sus cabras. Una tarde, cerca de las vías del tren, escuchó quejidos,  peticiones de agua, y llantos sordos. El aire olía a desamparo. Sin dudarlo, se acercó   y les ofreció los cántaros que llevaba. Juan creyó ver en sus ojos, pequeñillos y profundos, la mirada inquieta de su madre. La mujer, vivaracha, se restregó las lágrimas con el dorso de su mano y se acomodó el moño, dejando que una onda se marcara sobre su frente. Respiró hondo, ahuyentando la tristeza, y, contemplando el número de repatriados, regresó a su calle. Animó a otras mujeres a que llevaran comida, o agua con anís, o vendas de sábanas rotas, o mantas, o una mano amiga. Lo que fuera, porque esos hombres necesitaban el calor humano que se les había escamoteado.


Anochecía bajo las estrellas, y Juan soñaba con su madre, quien en sueños, le acariciaba el hombro. Entretanto, una mujer de pueblo, sintiendo un latido de sus entrañas, le despertaba, mostrándole unas migas con chorizo que olían a regreso. La odisea de uno acababa,  o más o menos, mientras el halo de coraje se iba formando alrededor de unas mujeres, animadas sin duda, por la ternura de ser madres, y por el ánimo de una espléndida mujer.







PD. Una prima insiste en que esto no es una biografía. Para biografías futuras es bueno saber que aunque los nietos vivos la recuerdan siempre sentada en el balcón de la calle Ancha, no sería muy menuda, sino más bien grande. A mí me gusta la valentía y el coraje en los humildes, aunque ella llegara a tener unas ocho fincas, trabajando como una mula, imagino. Por ella. Por las valientes.  

viernes, 14 de junio de 2019

Ritos culinarios

Del blog de Diario fértil

Siguiendo una iniciativa de Diario fértil, les paso mi aportación. 

Puso en el diminuto mortero dos dracmas de chocolate, tres pizcas de esencia a rosas y dos dientes de león bien trinchaditos.

Con un pistilo de vidrio, y quebrantando todas las promesas y juramentos hipocráticos, obtuvo una pasta anaranjada que dejó reposar en el alféizar .  Luis cocinaba poco, pero se esmeraba, aun llegando cansado de la consulta de primaria en un barrio del extrarradio de Valencia. 

Permitiendo que el oxígeno de la brisa marina, y el tiempo, hiciera su tarea, se tomó un baño de hinojo y salvia, entonó un aria mal cantada y salpicó de sonrisas los azulejos del baño. Con un albornoz, a sotavento de un mandil con bolsillo de quita y pon, siguió la segunda parte de la receta. La preciada precisión tan esquiva.

Tenía que buscar el punto justo de cocción. Ese almíbar ambarino estaba destinado a llegar a la temperatura adecuada. Calentó un mechero de alcohol,  y con una cucharilla de plata fue removiendo hasta que un aroma intenso se desprendió, quebrantando los latidos de todos los habitantes del bloque siete, su bloque de pisos, de norte a sur de los anhelos. Hasta el gato del quinto agitó sus bigotes y se relamía gozoso de un sueño de sabores.

Cuando miró a través de la gota a punto de hebra fina entre su índice y su pulgar, contempló a través de ella. La perfección, esa Eva desnuda, entrando a la cocina, era el instante exacto de apagar el fuego y dejar que la hoguera auténtica ardiera, una vez más.

miércoles, 5 de junio de 2019

Mercadillo en jueves

Imagen de Bitácora de Mar

Siguiendo una iniciativa de Bitácora de mar, les paso mi aportación.


Desde que coincidieran en opinar que la música puede verse, un hálito de complicidad se había instalado entre ambos. Ella, por algún motivo que nadie acertaba a explicar, a veces se quedaba absorta al mirar rótulos de precios en un mercado del barrio. Explicaba cómo veía los números, blancos sobre el fondo negro de pizarra, en la superficie irisada por el sol, como con incierta de sonrisas,  en cada cifra,  pero, en especial, en los ceros. Le contaba, divertida, que estos aros ovalados se volvían locos felicidad y que hacía arrumacos a las decenas. O a los céntimos, cosa más habitual en las paradas de verduras y hortalizas. Blanca se excitaba  al referir que los veía jugar,  mecerse, y que observaba una especia de guiño a las unidades, a los ochos en especial. 

Quería hacer sentir a Luis, con una mirada iluminada, que la cimbreante cintura del ocho,  trazado en blanco tiza, se acercaba con lujuria a la coma, para tener más cerca a los dos ceros, del otro lado. Era tan apasionada y hablaba de las cifras con tal lujo de detalles que, por prevención, él la alejaba de las secciones donde era previsible que hubiera productos a ocho euros.

Los años pasaron, los mercados dejaron de usar esas pizarras, y Carla fue perdiendo la facultad de ver la vida que habitaba en las cifras, en esas superficies imperfectas. Los carteles de plástico, con casillas para cambiar las cifras, siempre al alza, no tenían vida propia. Los de fondo negro, artificiales, no producían contorsiones de ningún género, nk sensaciones en ella, y se olvidó del espectáculo cuasi circense. El otoño pasado, el coche les dejó tirados en un pueblo de Granada, donde podían pedir un recambio que llegaría al día siguiente. En la plaza mayor , se dispusieron los puestos verduras, era jueves, el día de mercado. Carla empezó a sonreír. Las perronillas que acompañaban al café del bar estaban divinas, pero entrevió esas pizarras, sí, como las de antaño. Luis adivinó que el número de su arrobamiento estaba a apunto de empezar. La siesta fue amenizada, además,  por un acordeonista del lugar que destilaba pasodobles, con esas figuras imposibles que manaban de las notas, colándose por la ventana. 

Carla no ha dejado de insistir  en ir a pasar unos días por la sierra de Granada. Luis quiere sorprenderla por su cumpleaños, por revivir la locura de estar junto a la mujer que es capaz de vivir la magia de los números en su propia piel. Una sinestesia especial.

Imagen de Aspasios


domingo, 2 de junio de 2019

No me llamo Raquel, ni fui meretriz

Tomada de Aquí


Tan a gusto que estaba, y han conseguido saber mi apellido, y con ello, mi historia, después de tantos años. Una británica tenía que ser. Claro que trabajaba en un burdel, en Arlés, pero como limpiadora y no como meretriz. Era muy joven, dieciocho años, y la noche de antes de Navidad, Vincent vino con su oreja derecha ensangrentada, envuelta en un pañuelo. La policía estuvo preguntando por Gauguin, alojado en la casa amarilla de Van Goh, pero el francés prefirió abandonar la ciudad pocos días después.

Un perro me había mordido en el brazo izquierdo, y mis padres, campesinos, se habían endeudado por mis tratamientos, así que acepté limpiar allí por llevar un sueldo a mi casa. Había salvado mi vida por una vacuna experimental contra la rabia, de Pasteur, pero arruinó a mi familia y esa fue la razón de mi estancia allí.

Yo creo que fue Gauguin quien le cortó la oreja con una espada, porque sé que era un buen espadachín y como discutían mucho, en plena disputa bien podía haber cercenado la oreja a Vincent, si bien acordaron contarle a la policía que había sido una lesión autoprovocada. Hasta hoy se pensaba que la envolvió en un trapo y que la llevó a una prostituta llamada Raquel a su burdel favorito, pero no, era una ofrenda para mí, y no fui, ni entonces ni después, prostituta.  Las cicatrices de mi brazo, por las mordeduras del perro primero, y luego por la cauterización de la herida, me habían dejado con un aspecto horrible, y él, piadoso donde los haya, quería ofrecerme parte de su cuerpo para recomponer el mío. Sangrando profusamente le vi como a un niño, como postrado delante de una Virgen, con su ofrenda. Cuando yo me asusté, él se puso a llorar. La verdad no podría decirla, porque no la sé 

Tomado de Aquí

No, él nunca me amó, ni yo lo pretendía. Me había contado que de muy jovencito trabajó para una agencia de comercio, en La Haya primero y luego en Londres y que allí, bajo tanta lluvia, se había enamorado de Eugénie Loyer, hija de la dueña de su pensión. Lo que él no entendía, ni yo, es cómo, al cabo de un año, y en París, se sintió enamorado de un pintor, Jean-François Millet, lo que llevó a un  desengaño amoroso y una confusión mental que provocó su inmersión en la lectura de la Biblia. No negaba que estudió en Amsterdan para pastor, ni que fue enviado a una zona minera belga, de donde fue despedido por la cercanía que estableció con sus gentes. Desengañado de la religión, pero sin menguar su fe, se decidió a pintar, como forma de glorificar a Dios, según él, y le creí.

En febrero de 1888 había llegado a Arlés, a ese pueblecito al que quedó unido su leyenda, donde imaginaba su comuna de pintores y donde me conoció, porque, en su soledad, iba al burdel a desahogarse, de su cuerpo, sí, y conmigo, de su alma. Esperaba tanto de su proyecto, que, cuando llegó el artista tan genial e irascible como él, Paul Gauguin, estaba como loco de felicidad. Le escuchaba horas y horas hablar de sus proyectos. Sólo yo sé qué tan bravas estaban sus aguas, en esa etapa de nostalgia, cuando me enseñó el retrato de su madre y de una hermana leyendo una novela.

Le perdí la pista, porque se ingresó en una institución de  Auvers-sur-Oise, bajo la atención del doctor Paul Gachet, y luego supe que su hija Margarita fue una de  sus últimos modelos femeninos, sentada al piano. A mí nunca me retrató, porque jamás  se lo permití

Lloré su muerte, cuando me enteré de ella, y una meretriz, Susanne también la lloró. Ambas fuimos a una capilla cercana a orar por su alma. Al funeral no pudimos ir, porque nos quedaba muy lejos, casi en Paris. Ella creía que uno de sus últimos pensamientos habría sido para ella, porque hacer el amor con él eran como de verdad hacer el amor, como si te amara,  según me explicaba. Yo estoy segura de sería para Margarite, la hija del doctor Gachet, pero nunca le llevé la contraía. De hecho, nunca hablé, ni con mi marido, de mi amistad con Vincent, porque la vida siguió su curso. Olvidé mi trabajo en Arlés, me casé y estuve en la granja de mis padres, con mi esposo y dos hijos que tuvimos y morí de vejez acabada la II Guerra Mundial. Me he removido en mi tumba para dejar mi nombre limpio, ahora que se hizo pública la verdad.


Imagen tomada de Aquí, Margarite