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viernes, 30 de octubre de 2015

Te llevaré el mar




He estado paseando por un cementerio. Este tiene la particularidad de estar en un barrio que actualmente, que se ha transformado mucho, quedando el pobrecilo tocando a un centro comercial y a un edificio de oficinas.



Pero no creo que a los habitantes de este lugar les preocupe la ubicación de sus tumbas o nichos, la verdad. Me ha gustado un trozo dedicado a poder enterrar las cenizas. Porque en polvo nos hemos de convertir, y el sueño de volver  a la tierra ha de ser asequible a los deudos de la ciudad, sin temer contaminar bosques lejanos. 

También me han gustado alguna esculturas, en posturas cotidianas, porque nos recuerdan que allí nos esperan, sentados, para seguir conversando sobre el sexo de los ángeles, o sobre la metafísica de un más allá que nos lleva atados a un muy acá que desaprovechamos muchas veces. Porque nos esperan donde todos llegaremos, no tienen ni tenemos prisa. 




Me ha impactado una lápida decorada con música y pistola. Tal vez porque no son conceptos que yo de entrada hubiera puesto junto, pero sin duda, ha habido quien sí ha vivido entre los compases de unos trastes de guitarra y el resonar de alguna bala entre bambalinas. Les dejo la imagen, porque confirmen que no lo he imaginado, que bien pudiera. 




Hasta mañana, poca gente hay, pero un señor trajeado ponía una foto en un nicho. Era de la playa de la Barceloneta.  

Me ha comentado que alguna vez hubo un pueblo casi incomunicado, en las montañas de Ávila, donde hubo una casa antigua, con abuela vestida de negro y abrazos enharinados de hacer pan. Donde también hubo una despensa con chocolate siempre a punto para el nieto catalán de visita.

Ha traído, como cada año, una ración de culpa en su corazón, porque nunca hubo tiempo para que la abuela viera el mar. Se la trajo a su casa de San Andreu demasiado enferma para llevarla a ninguna playa ya. La marea se la llevó entre esos abrazos marinos que soñaba. Los que olían a las olas de los últimos rumores de un adorado nieto.




Escultor de arcilla lunar

Detalle de Eros y Psique, de Antonio Canova
Pronto permitirán que reciba visitas. Los martes y jueves, de cuatro a seis, en el patio interior de un pabellón del Pere Mata.

Daniel había trabajado duro en su botijo de cerámica, hasta dar con una forma de trabajar la arcilla que, tras pasar por un horno especial que había mejorado con sus propias manos, consiguió emocionarle.

Animado por el efecto de la presentación de la obra, en la que tras poner agua por el orificio mayor, ésta se convirtió en una hilera de pañuelos anudados unos a otros, de variopintos colores, decidió concentrase en su obra maestra, largamente soñada.

En primer lugar atacó  la mole de arcilla, con la magia de sus manos amorosas, remarcando y delimitando las caderas y el vientre. Posteriormente le llevó días acertar con la forma, tamaño y textura de los pechos, para  darse al fin una noche de respiro antes de acometer  el cincelado  de la cabeza de esa mujer.

Cuando al fin, tras trabajar sin descanso por dos días, puso sus labios sobre los de la estatua yaciente en una la tarima improvisada con palets, la cara se le iluminó con una sonrisa amplia,  se desabrochó la camisa y abrió hasta arriba la persiana del balconcillo de su estudio, para ofrecer su pecho al sol. 

Sujetándose a la barandilla, con el pelo enmarañado, desafiando a dos palmeras y a la ley de la gravedad, le vieron dar saltitos, le escucharon reír como un loco, entrando y saliendo de un quinto piso, cada vez más agitado. Cuando se puso a gritar repetidamente,- “la encontré, la encontré”, el señor de bar de abajo llamó a la guardia urbana.

Los policías le encontraron, tras forzar la puerta, a cuyas llamadas no atendió, acariciando sonriente a una mujer oscura, que dos agentes vestidos de azul juraron, en privado, haber visto estremecerse.

Dice la prensa que en el edificio llevan días escuchando sonidos en el ático que habitara un estudiante de tercero de Bellas Artes. Ese joven que se ganaba unos euros haciendo juegos de prestidigitador en estaciones de tren, y retratos rápidos en el paseo marítimo de Calafell. La noticia añade que las dos palomas blancas que hallaron en el piso, ya están en el Refugi de animales abandonados del Baix Camp, 

En el barrio hay quien afirma que ven sombras en la noche. Unos dicen que de una mujer desnuda, y otros que de aves volando. En el bar de abajo nadie cree que sea otra cosa que el ulular del viento sobre la cortina de un balcón entreabierto.

Y es que  otoño es una estación de desvaríos, la mayoría de los cuales, sin causa concreta y sin espacio en noticiario alguno.  



miércoles, 28 de octubre de 2015

Reinventarse o morir

Imagen de un parque de Nou Barris


Por sexta vez se le había caído un plato de la bandeja en ese domingo. En esta ocasión había sido uno pequeño, con sus aceitunas danzarinas, una a una resbalando, para rodar luego sobre la acera bordada con hojas, ante la tienda elitista del Paseo de Gracia. No me importó en absoluto que dos de ellas quedaran sobre mi regazo y una más hubiera hecho puntería en mi bolso colgado de la silla de aluminio, porque la leve humedad se secaría en un santiamén.

Le vi agacharse de inmediato para recoger los frutos verdosos, pero fue evidente que se sabía observado por Juan, el camarero jefe, quien había accedido de mala gana a que le contrataran para los fines de semana.

Anselmo había agotado la prestación del paro en 2013, y con sus cincuenta y cuatro años eso de reinventarse, que aconsejan como solución para encontrar nuevos trabajos, no le había funcionado. Si bien había podido trampear la situación los primeros meses con pequeñas chapuzas, ahora sabía que su futuro laboral no era incierto, sino de un color negruzco como las nubes que asomaban ese Octubre por encima de la ciudad, amenazando con un diluvio de agua que acabaría con los más pequeños sueños que aún guardaba, de remontar su situación.

Ignorándonos por completo, miraba de reojo donde estaba Juan continuamente, mientras se concentraba en la recogida de aceitunas, que acabó colocando junto a los fragmentos de plato en su bandeja, ya libre de nuestras cervezas, de unos bocadillos y de unas patatas bravas. Nada nos dijo para disculparse. Me pareció que murmuró un “perdone” en voz muy baja y con la mirada vidriosa, cuando saqué a manotazos las olivas de mi falda, pero no puedo afirmarlo.

Le vimos avanzar con la bandeja aún en alto por los restos del destrozo, con pasos muy cortos, hacia la barra de diseño. Le observamos luego con las espaldas encogidas, ante un tipo de una edad inferior a él, quien le señalaba y nos señalaba con ademanes bruscos, hablándole con un tono de voz que destacaba sobre el murmullo de la vida en el Paseo. Entretanto, el camarero empequeñecía segundo  a segundo, con sus manos aferrando el filo de la bandeja, ya vacía, ante sus piernas, mientras iba bajando la cabeza, y sin levantar la vista en ningún momento.

No había pasado ninguna tragedia, y estábamos dando cuenta del tentempié bajo el toldo amarillo en un domingo otoñal, cuando a los pocos minutos nos trajo otras aceitunas, en una bandeja más pequeña, donde además  portaba un café para prepararlo con hielo, para la mesa de nuestro lado.

El tintineo de la taza contra el platillo, del hielo contra el contorno del vaso largo, y de la cucharilla sobre el metal de la bandeja, me hizo pensar en qué música más discreta acompañaba su temblor de manos.

Escribo esto ante la aceituna casi seca que aterrizó al lado del libro que llevo, de Saramago, en mi bolso viajero de historias para no pensar.
  


martes, 27 de octubre de 2015

Padres y café en el Gótico


Papá y mamá sacaban a pasear a los niños, para llegar a un bar donde el café es magnífico. Donde tienen siete variedades de té y donde recogerse en el Gótico, en un oasis de silencio varado, como una isla, en medio de ese trajín de las zonas turísticas con tanto museo, edificaciones eclesiásticas y sonidos de un gótico, o de un barroco, en manos de aspirantes a solistas por los rincones de una  acústica sensacional, que nos atiborra los sentidos.

Les vimos ponerse los niños en sus piernas, y pedirse dos refrescos, mientras nosotros, desterrados de un museo  con tarde gratuita, pero ya repleto en su aforo programado, nos dejábamos llevar por la conversación de nuestras actividades cotidianas.

Cuando la mamá me pidió el agua que acompaña al cortado, ese vaso pequeño cuya función es enjuagarse la boca, para poder deleitarse con los aromas y sabores de un café recién molido, por supuesto se lo di.

Nos quedamos viendo cómo lo ponía en el suelo, para dejar que sus hijos bebieran. Nuestra cara de estupor fue menor de la que ponía el camarero, ese tipo experto en no mirar a los ojos cuando le llamas, pues está al tanto de tus demandas telepáticamente. Sí, esa virtud del oficio que aprenden desde que son contratados, sin haber hecho los estudios reglados de Formación Profesional de Hostelería, pues creo que los que tienen título oficial son expertos en no obrar de manera telepática, sino abiertos al entendimiento oral, o por señas. Creo, que no afirmo.

Con la cuenta en un vasito, como pergamino redentor, íbamos a la barra, a pagar, cuando el feliz padre, justificando a su mujer, tuvo a bien mostrarnos la habitación de los niños. Su móvil estaba plagado de fotos de los niños jugando, durmiendo, haciendo monadas o posando simplemente bien sentaditos en un jardín privado.

En la pantalla de su Samartphone un cuarto con peluches, muñecos silbadores blandos y dos preciosas camitas con edredones grabados en rosa y azul los nombres de Cuco y Cuca, nos sacudían la mirada, para la eternidad de toooodo el resto de tarde.

Seguimos paseando por el barrio Gótico de una gran ciudad. Mirando unas paradas tipo mercado que había en la plaza de la catedral. Habíamos visto cómo, una de tantas parejas, lucía sus mejores galas paternales en unos perros, caniches enanos en este caso.


Tal vez porque el amor cobijador y protector se manifiesta siempre, con o sin hijos, con o sin sobrinos o hijos de vecinos, y hay que darle salida para no reventar.

La tarde otoñal se dibujaba en el aparador de la cecería más antigua de la ciudad de los prodigios, dando pistas  de bosques lejanos con olor a hojas caídas, más allá de las murallas de los olvidos.


domingo, 25 de octubre de 2015

Sueños egipcios



Ayer fue uno de esos días entre bobos y pesados que uno desea que acabe…y resultan tener 25 horas, por el cambio de horario otoñal.

Vi nuevamente una cucaracha, en la misma estación de metro donde ya he notificado tal huésped en dos ocasiones. Mi temor atávico a insectos en general es manifiesto, pero ahora lo domino, por lo que sin ningún tipo de aspaviento lo volví a comunicar a la jefa e estación.  Se salva de mis miedos las mariposas, imagino que por bellas y voladoras, y el escarabajo pelotero, ya ven, porque le debo ver yo como que un reciclador eficiente y un contumaz trabajador.

Ayer también, mi vecina me preguntó si había escuchado sonidos de su perro en su casa, pues les han entrado a robar, por la puerta. Y no, escucho tanto ruido a veces, que no distingo ladrares de perros, o ruidos de niños en cocinas.

Me senté en los asientos de movilidad  limitada, con la mirada a ratos puesta en una pantalla de tele que llevan algunos convoyes, y a ratos en mi libro, que no me atrapa de momento, pero a quien le daré una oportunidad más.

Súbitamente apareció de la nada una ranura vertical, por la que me empujaron a entrar no sé quiénes, pero ahí estaba   una esfinge con la cara de mi vecina, un ibis momificado y un pez momificado también. 


Reconocí en él a uno de los peces de colores del patio del Ateneu, quien me había mirado el otro día con intensas ganas de habar, boqueando, y me pregunté qué faraón amaba tanto a un pez de compañía, o lo que me resultaba peor, un besugo por comida, para llevárselo al más allá de un más acá.



Nadie contestaba en esa enorme pecera donde algunas personas miraban imágenes de una vida cotidiana en el Egipto de los grandes dioses egipcios, pero cuando me volvía a sentar, yo era de piedra. Negra. Poderosa. Eterna.



El sonido de wasap me trajo al vagón, que llegaba a la Plaza España, donde, si el tiempo me deja, visitaré una exposición de los animales en Egipto 






viernes, 23 de octubre de 2015

Magia en la estación



Imagen de Internet

Daniel hoy ha conseguido treinta euros de su paso por la estación del nudo ferroviario de Sant Vicens de Calders.

Aprender magia fue su sueño desde que, en una fiesta de Reyes, sus majestades le Oriente le obsequiaron con una caja de magia Borrás, que devino en su mejor compañero y objeto de largas horas de entretenimiento solitario, engalanado por unos logros que le henchían de orgullo y de mágicas emociones, que le dejaban mariposas voladoras en su estómago infantil.

A los dieciséis años tuvo su gran oportunidad. Tras ensayar ante el espejo, ante sus padres, y ante sus compañeros de instituto en las fiestas de fin de curso, tuvo esa fantástica ocasión de demostrar su mágica y preñada de promesas puesta en escena.

Fue su primera y única actuación, ya que resultó ser el empezóse de un acabose de la carrera de más corto recorrido que se sepa: la cuerda de magia potagia esa tarde, ante los focos de la tele, no se rompió. La carta de la baraja francesa, baraja que dormía bajo ja almohada de Daniel, no se dejó adivinar esa aciaga jornada de gala, en el Madrid de los programas de descubrir nuevos talentos, y hasta a su paloma Paula, tras salir mareada de su camisa de manga corta, le dio por cagarse, con perdón, sobre el carísimo vestido de una señora de la primera fila.

De nada sirvieron los consuelos de los padres. Menos aún los del presentador del programa. - Una mala tarde la tiene cualquiera.-  decían unos y otros, pero Daniel, sin pena alguna, creyó leer correctamente la señal de su destino, cuando su varita mágica, poniendo  fin al descalabro televisivo, no se dignó romperse para dejar salir una lluvia de confeti tornasolado, sino que le  golpeó en su sien derecha dejándole un chichón. Pequeño, sí,  pero incuestionable.

Se matriculó hace dos años en Bellas  Artes, y ahora, hasta que un cazatalentos se fije en él, combina un hacer retratos rápidos al carboncillo, en el paseo marítimo de Calafell, con diminutos espectáculos en el inmenso andén de una estación de cercanías y de largos recorridos donde espera a algún tren.

martes, 20 de octubre de 2015

Wasaps de literato

Ascensor de Ateneu de Barcelona


El tipo de la cazadora negra estaba de pie, ante la tienda de La Sirena, con su Smartphone en la mano izquierda, dándole a las teclas, como tantas personas más, haciendo un paréntesis en sus brazos y piernas, para contestar a alguien, o quién sabe si para desear un buen día.

Con la bolsa reciclable entré por hacer una compra sin pretensiones. Pescado y poco más, para llevarnos al cielo de la boca los sabores de un mar teñido de natación azul que levantara el día. Las nubes grises, amenazando la ciudad de los prodigios, dotaban de una luz pálida y mortecina a la plaza, así que compré en un momento, aunque me retuvo luego la cajera, Pilar, la de los ojos   grises y esa mata de pelo que enamora el aire.

Cuando ambas constatamos la cola que habíamos producido con la charla, dejamos la conversación inconclusa, y con las prisas de novata en perder el tiempo se me cayeron las bolsas de congelados, y ella se equivocó en el cambio.

Con la primeras gotas repiqueteando sobre la a acera, el señor de las teclas seguía con su labor de literato, habiéndose guarecido parcialmente en los soportales del edifico.

Miré, sin poder evitarlo, esa página de su pantalla, ahíta de letras, sin ningún simbotito en un wasaps que ya quisieran enhebrar en un taller de escritura cualquiera los aprendices de letras cosidas en filigranas de mar.



domingo, 18 de octubre de 2015

Seguimos vivos en internet

Escultura de Helena Sorolla, en la casa museo de Joaquín Sorolla, en Madrid


"En el alto otoño del mar lleno de niebla y cavidades, la tierra se extiende y respira, se le caen al mes las hojas". Pablo Neruda

La luna debutó en el cielo, 
como una uñita de nada 
señalando a una estrella diminuta. 

Cuando la distancia se impuso 

días más tarde, a contrapié,
les consoló poco saber 
que miraban el mismo punto en el cielo. 

Disfrazaron la nostalgia 

de besitos de papel, 
de emitonos danzarines
y símbolos de Internet.


viernes, 16 de octubre de 2015

Esperando el bus


Le vi sentado en la estación de autobuses internacionales, ante un café con leche tamaño desesperanza y un diario tan grande como toda la mesa, en un intento de ponerse al día.

El reloj le había gastado una broma. Parándose con tal precisión que se levantó, corriendo como loco por no perder un bus que habría de llevarle al aeropuerto provincial,  donde había de tomar un vuelo con destino a su Buenos Aires del alma. 

Pero seis horas después.

Cuando se hubo percatado del error horario, el culo del taxi se alejaba por la carretera, entre un discreto remolino de viento, arena y olvido.

En medio de gran nada, la estación de autobuses ofrecía a los viajeros fueguinos perdidos para encontrarse, unas pocas habitaciones con ducha, un restaurante de paso y una planicie junto al mar. Inmensa y cercada,  donde hileras de artefactos rodantes   dormían o se desperezaban según los relojes de las nostalgias de una Patagonia renqueante por el sur del globo terráqueo.

Tras las ventanas, un par de perros daba cuenta de los restos de un bocadillo, mientras un gato en posición de caza miraba embelesado una iguana. Pequeña, marrón y necia. el reptil tomaba el sol de esa primavera austral, ignorante de un felino con afán de cazador de imposibles.

Dentro del restaurante dos chicos mateaban en sendos cacillos adornados con figuras de un cantante de rock, y un policía, con su pistola reglamentaria se hurgaba con un mondadientes su boca de mil pecados.

Le vi salir luego, hacia la playa, cargado de un alud de minutos imprevistos, robados al sueño, por malgastar tal vez. Tantos minutos como agujeros negros en las noches.

Una ballena, junto a su hijo, en el horizonte austral, miraba a un viajero varado en la playa de un mar sin escapatoria posible. Si no ponía en marcha sus recursos, le atraparía la nostalgia de otras latitudes vividas más amables. Se imaginó cual pez ante un cormorán, que no gaviota, que sobrevolaba, para zamparse a su gusto, a un pececillo de plata.

Por eso,  con su mochila de sueños y sus zapatos de antelina azul, se sentó contra una roca, bajó la cabeza, y decidió dormirse para hacer tiempo. No tropezase con las trampas de las nostalgias del Río de  la Plata  que le llevaban siempre a las curvas de Elena, en otras playas con mar.

El autobús, de recorrido circular, esperaría exactamente a su hora de salida, y ni un minuto antes, para ponerse en marcha hacia el interior de un país derramado al Atlántico y a una Antártida que reconquistar. 


jueves, 15 de octubre de 2015

Arengas en púlpito inventado

Humilde escalera con artefactos para repintar farolas.

El moro que habla solo es un personaje del barrio como la señora que, a escondidas, da de comer a las palomas, o la que, también con disimulo, deja comida a los gatos que viven tras una tapia  de un solar que nunca vi dejar de serlo y que, cada ciertos años, nos regala por encima de sus muros con plantas que se hicieron árboles.

Este tipo es un personaje bastante reciente. Imagino que llegó coincidiendo con la inmigración de este colectivo étnico del norte de Marruecos, y quien, tal vez, se encontraba  entre sus hombres solos, pero que no supe percibir. Bien es cierto que ahora tengo más tiempo para observar detalles del barrio que antes no podía, así que no puedo afirmar que sea tan reciente como yo creo recordar.

Los moros de mi barrio hablan con un tono de voz muy potente y agudo, tanto hombres, que a en su mayoría van vestidos de manera europea, como las mujeres, quienes no dejan dudas, con su pañuelo, de su procedencia.

Este señor viste normal y más o menos limpio, pero habla solo. Al principio buscaba yo a un interlocutor, llámese teléfono que uno no ve, o persona en otra acera, pero no hay tal persona jamás. Le veo sentado, en diferentes lugares, pero como destino principal tiene un banco de un parque cercano, o un poyo de cemento que da pie a una plazuela. Donde también da el sol bastantes horas.

A veces se le nota disgustado. A veces simplemente habla, tal cual. Como no entiendo ni un comino de árabe, o bereber en este caso, creo, no sé qué dice. No le entiendo, ni le he entendido, ni llegaré a entenderle. Sólo el ademán y tono puedo observar, así que renuncio a imaginar con quiénes se pelea, o a quiénes convence, pero ahora que lo he asimilado como parte del paisaje, me da lo mismo, la verdad.

Alguna vez, no sé por qué, me recuerda  a un Quijote, desafiando a molinos invisibles, pero hoy le visto con otra imagen. Esta mañana, en el parque de siempre, había una escalera, de madera, imagino que para repintar una farola, ya que los cachivaches al pie así lo han hecho pensar.

La he fotografiado, porque me ha parecido anecdótica, tan pedestre ella, así como pragmático y simple me ha parecido el tema del repintado de artefactos de un parque.

Mi sorpresa ha sido mayúscula, cuando le he visto aproximarse, charlando bajito, y veo que al llegar cerca de la escalera, su cara ha cambiado, como su tono, y en un santiamén se ha encaramado a la escala de medio pelo o tribuna de pantalón corto, para iniciar una arenga.

Esa cantinela jalonada de gestos, con buenos cambios de inflexión de voz, que poco a poco he ido dejando atrás, al alejarme del parque y dejar que otros sonidos, hoy el de unos niños en hilera tomados de la mano de dos en dos, en este caso, me inundaran la mañana de promesas por ver florecer, sin arengas.


miércoles, 14 de octubre de 2015

La tele para dos


Alfred escribía sobre una tele de habitación de hospital hace poco. Su foto de mando a distancia en esta foto es imposible, porque ambos, uno para cada cama, están sujetos a la pared por un cordel que se fija con un tornillo, en la pared, claro. De haber sido posible, habría tirado por la ventana que no se puede abrir, el mando de la mujer que compartía mi habitación, eso sí lo afirmo. 

Me ingresaron con cita previa, programada las llaman ahora a esas operaciones no urgentes que guardan turno. Lo mío era para una intervención sencilla y sin complicaciones. Una hernia umbilical que desde hace meses me molestaba y tras apuntarme en la lista de espera me llamaron el jueves, para ingresar el martes siguiente, tiempo mínimo para analítica, rayos de tórax y electro, pero esto va como va, y me dije…bien, al menos hemos pasado los calores de verano. 

Me llevé mi Tablet, el móvil y dos revistas. Nada...serían dos noches como mucho, así que lo comuniqué en la oficina y a las ocho de la mañana, duchada y lista, con una bolsa deportiva me tomaron los datos de afiliación y me subieron a una habitación donde una chica de unos veinte años, miraba la tele, de previo pago. 

Apendicitis, me enteré pronto. Subí de quirófano y fue el sonido de una serie de empeños a lo bestia o no sé qué, con esas voces, lo que me dio la bienvenida al mundo de los vivos, o de los conscientes, con más intensidad que la voz de la hermana que había estado sentada allí esperando mi subida. 

Estaba tan helada, que al taparme, me dormí nuevamente, arrullada por la traducción en español sobre las conversaciones en inglés.

He pedido el alta voluntaria hoy. Ya sé que hay auriculares, pero entre series de tatuajes, de concursos de maquillaje a lo bestia y esas visitas de amigos y amigas con su explosiva manera de comentar y relacionarse entre ellos, el tema de pagar la tarjeta de la tele, o tirar la cortina de tela que nos separa a las pacientes, ya dejó de importarme.

La tele podía haber sido un conflicto de gustos, o económico, porque quién pone su tarjeta y para qué programa, que el otro no puede evitar ver… pero la herida me duele al toser, y cuando estoy nerviosa, la tos me ataca, aún con caramelos de menta.

Pena que no existan chucherías para no escuchar, o pastillas para bien soñar.

martes, 13 de octubre de 2015

Otoño en las ventanas

Imagen tomada de Internet

El otoño llegó hace unos días. Un poco como siempre, que nos parece que llega así, de pronto y de la noche a la mañana.
Lo de la ausencia del calor se nota tan poco a poco, que uno percibe los cambios de estación por los anuncios de ropa de unos grandes almacenes, pero es un día es cuando se percata de verdad, de que el otoño se ha instalado en la ventana. 

De la naturaleza, en primer lugar, desde los parques cuidados de las ciudades, al campo en sí cuando la dicha de escapar nos pone a tiro excursiones rurales.

Pero donde lo siente uno instalado, es en la ventana de las camisas que uno viste. Pero no hablo de telas ni de cierres, sino de esa prenda, que no coraza, que nos viste el alma.


Uno nota esta estación, como que una brisa fría que resbala por el dintel de la puerta, inundando en parte toda nuestra casa. Removiendo ausencias, desembalando viejas tristezas, y dorando al ast rumores de vientos que desbarataron el corazón.

El trabajo de barrer las hojas secas, que apilamos con rastrillo más que efectivo, quimérico, es la tarea que persistirá hasta el invierno con sus nieves blancas, donde lavar la cara al alma, pero igual es sólo esperar, que un viento de fin de año, se encargue de hacer que las hojas arremolinadas suban y caigan, una y otra vez, hasta el total deshielo.
Me dejo abrazar por la rebeca con pinks de Venecia, medio amodorrada en medio de unos fríos incipientes que juegan aún con un solecillo lúcido, pero de fuerza atemperada, para mirar pero viendo, el espectáculo anual que me conmueve…ese morir para renacer de cada árbol que mis pupilas detectan, a través de las ventanas

Escribo mientras estornudo, eso sí, con ese primer resfriado estacional que me recuerda que mi invulnerabilidad no estaba escrita, ni era cierta. Que soy mortal, y de mil colores, como las arboledas.

lunes, 12 de octubre de 2015

El vicio de perder cosas.


Este verano he cargado con un bolso en bandolera de bolsillos con cremallera que me pareció tan parecido al anterior como suficiente para llevar el libro de lectura y esas cosas que una acaba por llevar. Me ha ido bien, no vayan a pensar que no.

Por mi despiste endémico, pierdo cosas, con mayor frecuencia de la deseada.  Así que he ido perdiendo cosillas sin importancia, como cabía esperar. Me sabía mal haber perdido un pastillero con la Moreneta, la Virgen de Montserrat labrada en su tapa. No por religiosidad, que bien pudiera, sino porque me la regaló una paciente, porque su medida reducida le quedaba insuficiente para su medicación actual. Y ella pensó qué quién mejor que yo para regalarle la cajita circular metálica. Huelga decir que no quise aceptarla, pero ella insistió tanto que no pude “despreciarle” el detalle. No la había usado, porque no ha habido ocasión, hasta este verano, así que  comprobar que la había perdido, vacía, eso sí, me hizo sentir atolondrada como muchas otras veces, pero un poquito más.

Seguramente la había dejado en el bar donde había tomado un café con hielo. Compré un pastillero horroroso de los “chinos”, más grande y hortera, pero igual de útil.

He estado llevando una rebeca sin botones, muy ligera, porque a veces el Metro tiene el aire acondicionado un poco fuerte en verano. Qué mejor que usar dos pinks que compré en Los Encantes nuevos!. ¡Venecianos y ligeros, de quita y pon, para dejar la rebeca en su sitio!...pues los perdí. Imagino que en otro bar, sin aire acondicionado y con los calores de estío.

Cuando la largura dio para tal cosa, me recogí el pelo con unas gomas. En coleta, para ir fresquita. Para tal peinado no me anduve con chiquitas, me compré una docena de gomas y de horquillas para tal fin.

Chicles, bolsas con pañuelos de papel y esas cosillas se pierden tantas también, que no supuse nada extraño en el bolso, hasta ayer. El tarjetero, enterito, no estaba en su lugar. Si es metálico, y pesa…imposible que no estuviera. Pero no estaba. Sin embargo palpé su forma, sin hallarlo.

Un agujero, vaya, un descosido enorme anidaba en el lateral de un bolsillo. Y qué alegría reencontrarme con gomas y horquillas, pinks y pastillero, chicles, y pañuelos, dos bolis y un encendedor. Costuras que hacen trampas, cuando se abren, a una especie de despensa interior. Oculta para mí.

Lo que no sé, es qué, o de quién ni cómo de algo. El anillo no es que no sepa que es un anillo, pero que ni sé de dónde ha salido. De quién será, no lo sé, y cómo ha llegado al descosido también lo ignoro.

Si es de alguien, me lo hagan saber. Es baratija, sin duda alguna, pero no sé cómo perderlo, porque no lo usaré. 





  

domingo, 11 de octubre de 2015

Pasillos de la prisión


En la prisión de seguridad donde estoy recluida se llega a los pasillos de cada ala a través de unas puertas de seguridad sobre las que se enfocan esas cámaras de videograbación azules, cuasi esféricas que semejan ojos de sapo.

En pasillo central, de donde parten los alerones de un imposible   pájaro de hormigón, hay cuatro de esos vigilantes visuales, cuyos ojos humanos imagino siempre ante un mando de monitores con palancas para ampliar y girar sobre sí mismas ante las escenas que enfoca, donde, supongo, mujeres en hileras y vestidas por un mono azul marino desfilamos tres veces al día. Intentando un silencio impostado. Son 380 metros que nos permiten guardar la línea, entre un vidrio antibalas y la pared blanca.  

En este año, con los tres meses y seis días, mi aparato digestivo se ha acostumbra a manjares que ni supuse aptos para mi paladar, y a presencia de mi compañera de celda en los ritos de aseos varios. Pero no me acostumbro a un suave ulular nocturno que parece no molestar a nadie menos a mí y a una mujer de otra ala, quien usa tapones en los oídos para aminorar la molestia, y que a mí no me han dado resultado.   

-Acúfenos nocturnos, me dice el médico de la prisión. De origen tal vez en mis remordimientos, -añade.

No. No es eso. Porque no creo haber hecho nada malo cuando decidí tramar la muerte de mi marido. Tenía derecho a intentar una nueva vida, y el arsénico me resultó de fácil utilización.  

Anoche, por algún fallo en los circuitos de la televisión del centro, en el comedor y durante la cena, se fue la imagen de un noticiario estatal donde un periodista comentaba la noticia de un atentando en Turquía. En Ankara, creo que dijeron. Súbitamente la pantalla de 42 pulgadas colgada del techo, y que era la que yo miraba, hizo un zumbido como de insecto loco y vi a Luis, sí, mi marido recorriendo el pasillo central y atravesar la puerta que da al ala cinco, la mía.

Fueron escasamente cinco segundos, aunque no puedo jurarlo, pero esta noche no he podido pegar ojo. Me preguntaba cada rato si un ojo humano que vigila las puertas de nuestra celda captaba el momento de hacer saltar la alarma y vinieran a salvarme de ese sonido que cuando cerraba los ojos me recordaba su ronquido diario, nada estridente, pero machaconamente inacabable.



sábado, 3 de octubre de 2015

Tren de cercanías para Trump

Playa de Comarruga, antes de tomar el tren que pude tomar

Trump es un perro grande, negro y mimoso como pocos. Viaja cada viernes en un tren que le lleva a Calafell desde Barcelona, donde convive el fin de semana con tres perras. Él es de Alba, y las perritas (Lala, Lola y Lila) son las perritas de Laia, la amiga de Alba,  la dueña del can y compañera de asiento en el tren de cercanías de ayer tarde.

Es de cercanías, sí, de esos que permiten perros con cadena, y bicicletas, y que intento coger poco porque como para en todas las estaciones y apeaderos del recorrido, para llegar a Reus parece que se me hace muy pesado eso de tanto parar para cien kilómetros y poco más de trayecto, pero ayer había vaga de Renfe. Ignoro si de personal de máquinas, de tierra o de aire, pero la situación era que de una a tres de mediodía circulaba uno de cada tres trenes. Era imposible para mí llegar a hacer rehabilitación a una hora prudente con el que había, único, en el periodo del mediodía, así que me llegué hasta una estación de tren más cerca de Barcelona, y que sé que es nudo de trenes, Comarruga en la mirada, para bien siempre.

En Barcelona la tarde se escapó de prisa, entre rehabilitación y el café, té para él, con mi mejor amigo. Con esas complicidades de libros y lecturas, cotidianidades y aprecio franco sin asomo de grisuras.
Zapatillas en rehabilitación


El regreso, por la segunda franja de vaga, de siete a diez de la noche, me pillaba de pleno nuevamente, sí que tomé el tren tranvía casi, y me pareció un viaje de los mejores que he hecho en estos meses.

No tiene comodidades,  pero sí dos pisos, y tiene na variedad de usuarios que me permitió conocer a Alba y a Laia. Laia suele ir en coche, pero ayer había estado buscando la carta certificada que había recibido, de Tráfico según la cual ha de hacer un examen para recobrar su carnet. Puede conducir hasta la fecha de ese examen, pero llevando el papel consigo…y lo ha perdido, o cuanto menos no sabe dónde estará. Aprovechaba a regresar a su casa en tren, coincidiendo con su amiga.
Tren expreso, pocas paradas, y no dejan entrar perros sin transportín

Trump lame a más y a andar desde que le esterilizaron hace unos años. Mi antebrazo es testigo de sus ansias mimosas. Las manos de un señor vestido con gorra y que tiene dos perros, pues también han sido recompensadas con mimos efusivos, aunque se han salvado otros viajeros de tales muestras de cariño por el control de la correa ejercido por su dueña. 

Hemos hablado de perros, y de la dentadura de los canes , de los juegos de estas mascotas y esas cosas que compartimos los amantes de estos animales caseros y casi de la familia. Todo iba bien hasta que Alba recordaba a Laia que el fin de semana pasado las perritas jugaban con una bola de papel, que le pareció que tenía un sello estampado en tinta azul.

Se han bajado del tren el perro, las mujeres y el temor de haber hecho desaparecer un papel importante, cuando, con la temperatura bastante fresca, se han cerrado las puertas del vagón en su estación de tren y me que quedado leyendo en el piso superior de un tren de cercanías ante el mar. Lego me esperaba, y Tat también. Ahora duermen en mi cama, pero me haré sitio entre sus cariños :-). 


Tart, catorce añitos, y Lego, un año, sobre mi cama...claro!

  


jueves, 1 de octubre de 2015

El hombre del parque


Desde Julio paseo a diario por un parque. Me gusta todo él. Y todo de él. Sus lagos artificiales, sus pastos artificiales, sus olivos alineados imposibles de que hubieran nacido en tal disposición,  hasta sus parajes diseñados para hacer picnic, y hasta para fotografiar en un . rinconcillo cuidado que enmarcaría a cualquier retrato de grupo o pareja con un hálito de serena naturaleza domesticada. Pero lo que más me gusta es la gente que hay en él, a las diferentes horas en las que he ido paseando, y en ocasiones, repitiendo el trayecto.






A principios de mes, de hecho el segundo día que salí con la muleta a pasear por ese parque, me llamó la atención un hombre, de unos sesenta años, que caminaba mucho peor que yo. Era evidente que había sufrido un accidente vascular cerebral y medio cuerpo había estado a punto de claudicar definitivamente.

Imagino que, pasado el inmenso susto, los deseos de mejorarse, y los consejos  médicos le habían hecho mella tanto o más que la experiencia de verse tan imposibilitado como hubo de haberse sentido. Nuevos de trinca portaba cinta en la frente para el sudor, unas deportivas fluorescentes amarillas, pantalón negro corto, con raya vertical amarilla, y una camiseta de control de sudor. le había visto sentado, así que cuando pudo incorporarse me vine abajo. No caminaba, de hecho me producía la impresión de que se iba a caer en cada paso que conseguía dar.

Yo, que no estaba para hacer carreras  de velocidad, me vi abrumada por la visión del hombre de la cinta en el canoso pero tupido pelo. No podía entender que le hubieran dejado salir a pasear, de hecho a correr, en tal estado físico. Admiré la entereza y el empeño del hombre, pero me desvié hacia otro lado del parque porque estaba segura de que le vería caerse, de bruces, tan de estreno con su atavío, como estrenando la capacidad de caminar sin artefactos.

Le vi otro día, semanas después. Y me quedé de nuevo abrumada por el miedo a verle caer, tropezando con su propio movimiento de avance de zapatilla deportiva.

Hoy, temprano, le he vuelto a ver. Sé que es él, porque su vestuario es el mismo, pero ahora lleva una muleta, que levanta con cierta dificultad, pero le deja pasear casi seguro. Mientras yo leía, él se ha ido alejando a la esquina donde una mujer de su edad, tendía una sudadera  azul con el borde amarillo, nueva seguramente. Me ha dejado pensando qué fuerza de voluntad tiene el ser humano, mientras  las primeras gotas de una lluvia novicia de otoño, alegraba la hierba cuidada de un parque de una gran ciudad.