Quiso asombrar a su sombra.
Emprendió el camino no andado,
el de buscar la fusión perfecta,
de redimirse con ella,
entregándose desnudo
en un mar por dibujar.
Diseñó con calma un mapa
de estrategias de conquista.
Un arsenal que crecía
en su corazón de junco
a medida que eran invisibles
para aquel corazón de hielo.
Se desvelaba al hilo
de un pensamiento circular.
Se desbordaba en una imagen
de pieles fundidas y alientos compartidos,
mientras se quedaba en los huesos
con un cajón lleno de versos.
Los días iban pasando
y ella seguía imperturbable
a la lluvia de ese amor a sotavento.
Cuando hubo de rendirse
a la realidad,
desanduvo los anhelos,
precipitándose en un llanto denso.
Esa noche dispuso en la mesa
las más palabras bellas,
las metáforas más sutiles,
los sentimientos más sublimes,
entre jirones de trémulo carne.
La aurora acrecentó su desaliento.
En su dislate, enfebrecido,
con el pelo enmarañado
su mirada se perdió enajenada.
Sus versos eran
enamorados.
La obra nacida de la ilusión era excelsa.
El poeta moría de amor, y ella nunca lo supo.