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lunes, 28 de octubre de 2013

El edificio singular I


He visitado un edificio peculiar.

Me dijeron que está habitado por un lobo al que llaman Jony que cata el agua azul de un recipiente de silicio. En ese bol descansa una lasca del Paleolítico superior. El arco de la entrada dirige la atención al objeto loado por Paula, la inquilina de la planta baja, y que no es otro que una estatua de una mujer de mármol, tapada con una hoja de parra.
La escultura es blanca como la nieve recién caída, y luminosa como una candela en las noches de luna nueva.

La portería tiene olas de hierro forjado como celosía y, de hecho, Carlos fue el primero en detectar la especial composición de la vecina de aspecto sencillo, corazón de diamante y luminiscencia de luciérnaga cuando adopta la forma de esfera de cristal irisado.

Cuando el llavín penetra por la cerradura, el llamador de mano de bronce enmudece aún más y entonces sueña con que ella, alguna vez, juegue a reproducir su antiguo esplendor, limitado ahora a ser limpiado dos veces por semana.

Cuando esa mujer cierra tras de sí la puerta principal, los interruptores de luz quedan aguantando la respiración. Sin atreverse a ponerse en marcha, pues saben que ilumina la escalera desde dentro, rellano por rellano, mientras los peldaños se preparan para la fiesta de unos pies que no golpean.

Carlos sale de su cuarto para saludar, inventando la excusa de colocar la tabla de planchar y alinear los cubos de basura que yacen en orden. Por verla llegar. Por decir “Buenas noches” Por sentir su luz.

En la primera planta un hombre sabe que la estatua frente al piso de Paula ya la vio desde su pose esmerada de carrara. Y que esa moradora silenciosa  la intuye desde detrás de la puerta, mientras escribe una crónica para del diario de Villamatojos de Arriba.

Este hombre, gran amante de la verdad y para más inri versado en la justicia social porque la siente propia, no mira jamás por la mirilla. Sabe de su llegada por el sonido de los tacones y la leve luz que se cuela bajo su puerta, casi siempre recordando que la cocina le espera. Si puede, sale a desearle que esté bien, siempre amable con todos los bien nacidos.

En el otro departamento, con su letra B en dorado, el músico detiene el metrónomo, deja sus manos reposando sobre las teclas de ébano y marfil y luego se acerca a ver cómo la esfera ilumina su rellano con sabiduría calma y sabor a luz que no quema. Esa que sólo acaricia las paredes a su paso, para seguir avanzando hacia arriba entre la quietud que sabe que devendrá en un continuar de partituras mientras seguirá su ascenso por los peldaños.

En el segundo piso reside un hombre que sabe de sí mismo lo que sabe. Con alma lobuna gregaria. Es ese vecino que siempre anda dispuesto a echar una mano con la cesta de la compra, el que tiene a orgullo ser quien es. Ese que valora como nadie lo que tiene. La sabe subir, nota esa suave luz por el rellano, pero sigue tras la puerta con sus princesitas. Ellas saben que se siente muy orgulloso de vivir en ese edificio singular y que con ellas jamás se siente solo, pero conocen el valor que da al vecindario.

Al otro lado de la barandilla, en otra puerta B, la esfera se detiene siempre. Porque en ese rellano su luz se entremezcla con la que sale del interior. Igual que todos oyen los tacones en la subida y el olor que la esfera va dejando, ella como esfera percibe las risas y las caricias de la vida que ilumina esa vivienda. Percibe el olor a mandarinas perpetuas y las conversaciones entre cariños cuidados de la mujer detallista y feliz que reina allá, morando corazones como hormigas en el suelo de los mejores pastos.

En el tercer piso vive la mujer de azul y risas. La que siempre lleva a mano la palabra que anima. Aquella que se interesa por todos los habitantes de esta Rue del Percebe. La blanca esfera sabe que no se acercará a mirar porque considera la ascensión algo tan privado que aún sabiendo que es el artífice de los prodigios de la electricidad indisciplinada, jamás querrá saber nada que alguien quiera ocultar.

Ante su vecino de altura, ante otra puerta B, la blanca esfera, que llega ya cansada, retoma aire de nuevo. Está habitado por un peluche amarillo. Un hombre tan serio y tan formal que se disfraza de lo que siempre fue, aquel niño que no quiere dejar atrás. Como lleva rato escuchando sus tacones, y notando que se acerca la luz que emana, abre la puerta para desear felices sueños, o feliz descanso, o explicar jocoso algo de la actualidad de la ciudad.

En el cuarto piso, mora una mujer pétrea de convicciones, cambiante como el agua que permanece intacta corriendo siempre. Está  al acecho de lo que hay en las orillas y anda tras la puerta sabiendo que la esfera luminosa sigue su ascenso. La identifica por  el tímido olor a hierbabuena de las cosas imperecederas. Esas que no deja ir antes de emprender el último tramo hasta su casa.

Justo antes de emprender el último jalón, la puerta B pintada de tres colores cobija a una vid de terciopelo, como una parra de enredadera que da sombra a los sueños en verano. Es un pintor de pinceles de besos y frases de peso abiertas en canal. Este vecino, el último en desearle un feliz descanso, anda siempre cazando mariposas que pintar de bandas tricolores entre cantos de libertad.

En su ático, la luz de su esfera se mantiene, pero adopta forma de mujer para ser esa que desayuna vida recién exprimida, con tostadas de sensatez y dos pastillas rojas, para reforzar el hierro que la hace ser magnética y saberse republicana.


Se deja mimar por el amor de la envuelve y tras despedirse de las estrellas, deja que los sueños la hagan renacer, de luz blanca, al día siguiente.

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