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Armado con el anhelo de perpetuar la imagen de una costa donde alcanzó a oír el mar dentro de él se encaminó a la única tienda de objetos para artistas de su ciudad. Se dirigió a un dependiente, el mayor de los dos que atendian el establecimiento. La impaciencia de Rodrigo fue neutralizada de inmediato con el aplomo, la serenidad y la experiencia de ese hombre que entendió la sed intesa con la que llegaba un joven desgarbado, de mirada luminosa y gesticulando con unos dedos delgados, flexibles y de uñas impolutas.
El muchacho requería información: iba a pintar un cuadro. Ante las preguntas sobre las técnicas y materiales para hacer una pintura el dependiente respiró hondo comprendiendo que ese adolescente tenía una idea fija: reflejar algo. Pero desconocía por completo cualquier base de pintura. Si había hecho Bachillerato algún dibujo artístico habría hecho, con acrílico o carboncillo, pero poco más debía conocer sobre materiales ni perspectivas, ni unas mínimas nociones sobre otras técnicas, por supuesto. Con la calma de ser veterano y la ventaja de que tan temprano no había ningún cliente aceptó el desafío de saciar el hambre que ese joven mostraba en su mirada. Con el bagaje de las innumerables veces que había atendido a deseos súbitos y violentos de ser pintor le condujo a paso lento por la nociones mínimas de las diferencias abismales entre el óleo y la acuarela o el carboncillo y el acrílico.
El chaval era todo oídos, y en su mirada había deseos de captar todo lo que de forma didáctica, sencilla y honrada el dependiente le iba explicando. A media mañana se había decantado por el óleo, y de la marca Winton concretamente porque el aglutinante permite una infinidad de pigmentos de color, según le explicaba con persuasión ese gran dependiente. Como le advirtió que eran muy superiores en gama y calidad que otras marcas como Amsterdan o Goya y ya que se sabía, cada minuto de forma más innegable, un simple principiante; aunque tenía un bajo presupuesto no dudó en que era mejor trabajar desde el principio con productos que pudieran ofrecer el mejor resultado con su nula experiencia.
En cuanto a los pinceles le explicó pacientemente que había de muchas variedades de pelo y que cada tipo de de pelo tiene unas características que se adaptan a unos trazos u otros y una capacidad de absorción concreta . Rodrigo acabó decidiéndose por una gama de pinceles de pelo de oreja de buey poco surtida, uno de marta Kolinsky por si necesitaba hacer trazos de precisión y por último uno cuadrado o de Gussow de marta roja. Esperó a que le armaran la tela en el bastidor y llegando a casa se puso manos a la obra. Su boceto a lápiz empezó a nacer justo después de comer. Era a finales de Agosto, en una tarde de jueves.
El muchacho requería información: iba a pintar un cuadro. Ante las preguntas sobre las técnicas y materiales para hacer una pintura el dependiente respiró hondo comprendiendo que ese adolescente tenía una idea fija: reflejar algo. Pero desconocía por completo cualquier base de pintura. Si había hecho Bachillerato algún dibujo artístico habría hecho, con acrílico o carboncillo, pero poco más debía conocer sobre materiales ni perspectivas, ni unas mínimas nociones sobre otras técnicas, por supuesto. Con la calma de ser veterano y la ventaja de que tan temprano no había ningún cliente aceptó el desafío de saciar el hambre que ese joven mostraba en su mirada. Con el bagaje de las innumerables veces que había atendido a deseos súbitos y violentos de ser pintor le condujo a paso lento por la nociones mínimas de las diferencias abismales entre el óleo y la acuarela o el carboncillo y el acrílico.
El chaval era todo oídos, y en su mirada había deseos de captar todo lo que de forma didáctica, sencilla y honrada el dependiente le iba explicando. A media mañana se había decantado por el óleo, y de la marca Winton concretamente porque el aglutinante permite una infinidad de pigmentos de color, según le explicaba con persuasión ese gran dependiente. Como le advirtió que eran muy superiores en gama y calidad que otras marcas como Amsterdan o Goya y ya que se sabía, cada minuto de forma más innegable, un simple principiante; aunque tenía un bajo presupuesto no dudó en que era mejor trabajar desde el principio con productos que pudieran ofrecer el mejor resultado con su nula experiencia.
En cuanto a los pinceles le explicó pacientemente que había de muchas variedades de pelo y que cada tipo de de pelo tiene unas características que se adaptan a unos trazos u otros y una capacidad de absorción concreta . Rodrigo acabó decidiéndose por una gama de pinceles de pelo de oreja de buey poco surtida, uno de marta Kolinsky por si necesitaba hacer trazos de precisión y por último uno cuadrado o de Gussow de marta roja. Esperó a que le armaran la tela en el bastidor y llegando a casa se puso manos a la obra. Su boceto a lápiz empezó a nacer justo después de comer. Era a finales de Agosto, en una tarde de jueves.
Durante dos días estuvo encerrado en su habitación. De alguna forma difícil de explicar todo su tiempo se le iba en el trayecto entre su corazón y la tela, desde el retrato de la sensación ante las olas a sus inexpertos dedos. Se acercaba y se alejaba de la tela buscando el sentimiento que quedó incrustado cerca de la playa de Saint-Malo cuando tras escuchar “los bagadoù” con sus gaitas bretonas anduvo por piedras escarpadas huyendo de algo o buscando algo con el ahínco de su juventud naciente y su ebullición hormonal.
La muchacha de la playa dijo llamarse Henriette y le dio un beso en la mejilla cuando él le entregó la pamela que el viento había hecho volar. Con su “merçí” se le subieron los colores y sus ojos le hechizaron pero cuando, coqueta, le dio la espalda se sintió un intruso en su cuerpo y le invadió un estado de desasosiego que no supo reconocer a sus dieciséis años. Sólo acertó a comenzar a caminar hacia el norte, subiéndose a piedras que le arañaron las rodillas pero le calmaban el corazón, aferrándose a su instinto de abrir la caja de su alma efervescente. Se fue acercando a la rompiente para notar el agua como un aspersor sobre ese cuerpo que no lo sentía como propio. Con una furia y una determinación sin precedentes se iba alejando de la playa de forma rápida y peligrosa. Cuando al fin se sentó sobre una roca miró al mar y comprendió que iba y venía con la cadencia de su respiración y la fuerza de sus latidos. Allí permaneció un tiempo indefinido, callado e inmóvil, observando cómo las olas chocaban una y otra vez sobre las rocas y cómo se despertaba en él la necesidad de guardar en su retina la imagen para no perderla nunca más. Como queriendo plasmar en una fotografía lo que se abría como una rosa de jericó en su interior.
No estaba ausente por el mar, ni en absoluto por la chica rubia de la playa. Estaba absorto, con sus sentidos abiertos, en una roca concreta. Esa roca que desde poca distancia observaba y a la que una ola, nunca la misma pero siempre igual le daba y le quitaba vida, la cubría de agua y la dejaba emerger. Todo estaba inmerso en un ritmo cadencioso que le tenía hipnotizado haciéndole sentir en sincronía con el Universo entero y que de forma inequívoca le conectaba con el sentimiento de ser él por vez primera: de forma imposible de comparar con la imagen de un espejo o con las opiniones de sus compañeros, o con las de sus amigos o con la de sus padres. Era él. y lo sabía.
Las vacaciones acabaron pronto. No volvió a encontrar a Henriette ni por la playa ni por el pueblo pero ciertamente en los años posteriores no llegaría a recordarla jamás. Llegó a León con la foto exacta de lo que quería sentir una y mil veces: la vida que late en las olas. La que le instaló la conciencia de ser quien es en unos minutos. Esa que le desterró de la infancia y le abrió a su identidad. Aquella que en su retina no dejó de latir.
Empezó ese cuadro hace treinta años y fecha de hoy sabe que no podrá darlo por acabado jamás.
"La vida que late en las olas", muy bello, Albada. Quizá ese cuadro que no podemos firmar, que no alcanzamos a terminar sea nuestra vida. Siempre estamos pendientes de aquello que vendrá, de ese cambio que amenice el cuadro y que lo perfeccione...
ResponderEliminarMe gusta leerte, Albada. Aunque no comente a menudo, que sepas que te sigo y disfruto. Un abrazo.
Gracias preciosa. Es una metáfora sobre eso, sobre la imposibilidad de dar por acabada una obra implicada en nuestra vida, porque jamás llega el momento de decir: The end.
ResponderEliminarGracias por leer y me alegra que disfrutes. Yo con los tuyos disfruto un montón.
Un abrazo.
Hola, preciosas letras desnudan la belleza integral de este blog, si te va la palabra elegida, la poesía, te invito al mio,será un placer,es,
ResponderEliminarhttp://ligerodeequipaje1875.blogspot.com/
gracias, buen día, besos de agua...
Gracias. Son palabras desnudas, para leer si más. Sin pretensión de obra ni distracciones. Si te h gustado, me alegro y agradezco tu lectura.
ResponderEliminarEntraré en tu blog, gracias por invitarme.
Un abrazo de mar.
Con esos detalles temporales y del regreso a León (detalle reservado hasta el final), el personaje bien podría ser un buen amigo mío ¿no?. Broma. Un relato emotivo, Albada. Vas cogiendo afición a la "larga distancia", que según criterios de prisas de hoy en día, casi se denomina así a lo que sobrepasa un par de páginas.
ResponderEliminarUn cariñoso abrazo
Gracias Luis. La evolución me lleva a intentar ser un poco más seria en los relatos. Aquí creo que defino mal el mundo de la pintura pero intenté un acercamiento a ella y al despertar de la niñez a través de una imagen de la roca y las olas. Me siento más cómoda en esta distancia menos corta.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Qué bonito relato. Rituales de iniciación a través del amor y del arte.
ResponderEliminarUna obra inacabada. Qué hermosa alegoría.
Un beso grande
Hay obras que no se acaban nunca, creo. Gracias
EliminarUn abrazo