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sábado, 27 de agosto de 2011

Las gafas de vidrio rosado

Las máquinas que limpian la arena no caben entre las palmeras

Está poniendo doblada la toalla en la arena, la camisola en un saliente del tronco de una palmera de la derecha y apoya las chanclas contra la base de tronco. Abre la bolsa transparente con cremallera y saca el spray de protección solar y el botellín de agua dejándolos al lado del libro cuya lectura inició ayer en la terraza del apartamento.
Tras la aplicación concienzuda de la  loción sobre la cara, cuello y hombros se acerca a la orilla, con el  sol bajo  aún, porque  asomó hace pocos minutos. Nota un tenue calor en  la parte izquierda de su cuerpo. Saluda al horizonte, como cada día, se reconcilia con el universo ante unos pocos, cada día menos, veraneantes en la extensa playa y camina con las olas rompiendo  a la altura de sus pantorrillas hacia el norte llevando puestas las gafas de sol.
Estas son las gafas que compró un día de invierno,  tan luminoso que pedía a gritos una protección ocular.  Entró en una óptica. Ese día estaba con el corazón gelatinoso pero inquieto y triste. Ella se sentía en un estado de  stand-by   indefinible, pero por ningún motivo especial. Tal vez porque seguía aplazando de forma absurda decisiones ya tomadas o porque hay días en que uno ha de hacer un esfuerzo para asentarse en su certeza de estar vivo. 

Entró decidida y pidió unas gafas de sol con cristal rosa. Había sólo dos modelos y uno estaba diseñado claramente para el esquí, así que la decisión fue fácil. Estaban ahí para ella. El efecto al probárselas fue  instantáneo,  porque su ánimo cambió de forma parecida a dar la vuelta a un calcetín. Se adaptaron a su cara como hechas con el molde de su hechura facial.  El precio no la desanimó aunque no estaba en sus planes, ni remotamente,  gastarse ese dineral en unas gafas de sol. Salió de la tienda siendo la misma que en sus mejores momentos, y desde entonces las lleva en el bolso igual en verano que en invierno, porque sólo ponérselas cambia el color con que mira todo: los edificios, las nubes, las sombras…, hasta las mariposas blancas se alegran cuando se las pone, porque adoptan un tono lúdico y la invitan a bailar.
Al llegar a la altura del hotel, donde suele haber más gente en la playa,  da media vuelta  y regresa por la orilla, dejando sus huellas una tras otra  en su sombra alargada, jugando a esquivar la lengua suave de las olas en la oscura arena, y a la altura de su oasis se sumerge en el mar de frías aguas todavía . 

Da unas brazadas, permanece algunos ratos flotando ingrávida, en un dejarse mecer tranquilo y sale del agua renovada y húmeda como recién nacida, y lista para echar a vivir. Se pone la toalla por los hombros para recuperar el calor, y tras estar sentada con las piernas cruzadas mirando unos minutos al mar, se quita las gafas que prende cuidadosamente en la parte superior del biquini para nadar, las seca y las guarda.

Después extiende la toalla y sigue leyendo desde el punto de libro que le regaló su amiga días atrás. Es blanco, con un simple dibujo que alude a un café.

4 comentarios:

  1. Quiero unirme también al café de nuestra, según imagino, común amiga. Y ponerme las gafas que tú te pones para ver el mundo con la sorpresa atónita e inocente de un niño curioso.

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  2. Es una estrategia para ver bello lo que te agobia en momentos concretos.
    Simple, infantil y primitivo. pero si funciona...es como los placebos.
    El café lo compartimos, por mi parte, cuando quieras.
    Un abrazo

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  3. Una buena manera de acercar el mundo al estado que deseamos ver.
    Un canto al optimismo y ala libertad personal.
    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Hacer trampas a la luz. Trampas al alma, mentirijillas en los vidrios para engañar al niño que aún habita en cada uno de nosotros.

      Si las nubes grises las veo rosadas, son menos grises. Perogrullada pueril. Ya ves!!!

      Un abrazo.

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Ponen un gramo de humanidad. Gracias por leer.